Nada está escrito
La figura de la reina Cristina de Suecia ha sido llevada al cine en diferentes ocasiones. El primer acercamiento lo tenemos en la versión clásica dirigida en 1933 por Rouben Mamoulian y protagonizada por Greta Garbo, en la que se narraba una historia de amor entre la reina y el embajador español. En el año 1974, la reina Cristina volvería a la gran pantalla en la película titulada Abdicación, protagonizada por Liv Ullman y Peter Finch; en este filme la narración se centraba en la etapa en la que la reina decide abdicar, abandonando el luteranismo para refugiarse en la fe católica, mostrando el enamoramiento, espiritual, con el cardenal Azzolino.
Ahora el finlandés Mika Kaurismäki nos trae una nueva aproximación al personaje, situando el foco en los años que transcurren desde su coronación hasta su abdicación.
El guión de Michel Marc Bouchard para esta recreación histórica pone de relieve el carácter rupturista del reinado de Cristina de Suecia. Tras el prólogo en el que se muestra en unas pocas escenas la muerte del rey Gustavo II Adolfo, el nombramiento como regente de Cristina y su tutela a cargo del cardenal Oxenstierna, ya queda patente (en esas escenas de la revisión médica ante el consejo) el control masculino que se intentará ejercer sobre su figura.
Mitigada su feminidad en aras de potenciar los rasgos masculinos que soslayen la falta de un varón en el trono; tras la coronación, el papel de Cristina como monarca va encaminado a establecer una línea rupturista que asumirá tanto desde su posición política como personal.
Lutero vs útero
Desde el primer discurso la nueva soberana pone en valor el papel de la educación y la cultura, apostando por la paz frente a la guerra; estableciendo un enfrentamiento con los miembros del consejo político. Enfrentamiento que se traduce en una triple oposición a cuestiones religiosas, políticas y morales y que la película va enlazando pues los tres elementos son inseparables.
Los conflictos se materializan en el alejamiento de la soberana respecto de la ortodoxia luterana imperante en el país; su relación con Descartes, durante años epistolar y luego personal a raíz del traslado del filósofo a la corte sueca; y, sobre todo, su independencia para no casarse con ningún hombre.
Y en este sentido es donde el filme de Kaurismäki pone el acento de una manera más evidente, explicitando su relación lésbica con la condesa Ebba Sparre.
La libertad de elección y la huida de la doctrina de la predestinación se manifiestan en el enamoramiento que surge desde el primer instante en que la reina Cristina conoce a la condesa.
La actitud abierta y desafiante de la protagonista es una reivindicación de su autonomía para tomar decisiones, autonomía que se materializa como resultado de aquello para lo que fue criada.
La transgresión de la rígida moral luterana y su oposición a la jerarquía dominante, de la que el lesbianismo es el elemento predominante, sitúa al personaje de la reina Cristina como estandarte de la reivindicación femenina equiparando su figura a una primigenia mujer moderna y europea.
Culta, amante del conocimiento, capaz de sobresalir en un mundo dominado por los hombres, el filme de Kaurismäki realiza una traslación de un personaje histórico del siglo XVII, equiparando su actuación al papel de la mujer en la sociedad europea actual.
De esta forma ubica a su protagonista en el germen de la reivindicación femenina frente al poder masculino. El personaje protagonista se revestirá de los atributos masculinos precisamente para oponerse a ellos; su preferencia por las ropas oscuras frente a los vestidos, su posición dominante y conquistadora tanto cuando lucha como cuando se enfrenta al amor, su carácter altivo y casi despótico, no son más que patrones elegidos para destacar su soledad frente a todo lo que le rodea, soledad que se manifiesta pese a estar acompañada de otras personas la mayor parte del tiempo.
La puesta en escena que plantea Kaurismäki acompaña este enfoque, grandes estancias con decoración austera, paisajes nevados y fríos, hieratismo en las representaciones exteriores; frialdad que se rompe únicamente cuando la reina Cristina está en la intimidad para remarcar esa sensación de libertad que se produce en sus habitaciones privadas como el dormitorio, los pasillos que recorre por la noche o la biblioteca.
El problema que subyace en Reina Cristina es que bajo este envoltorio se descubre un planteamiento un tanto esquemático: la oscura y cerrada doctrina luterana de la predestinación frente a la libertad de elección del catolicismo; la reducción del pensamiento de Descartes como elemento para justificar las pasiones de la reina y determinado simbolismo de manual que termina afectando al sentido general del filme como la presencia Códice Gigas, que la leyenda emparentaba con el Diablo y que es elemento detonador de la escena más tórrida entre la reina y la condesa, o ese final en el que la reina, una vez desposeída de la corona, se dirige hacia una puerta iluminada por una luz cegadoramente blanca (¿entrada en el paraíso católico?) para desaparecer a lomos de un caballo alejándose en el marco de un bello paisaje.
Obviemos entonces esta parte simplista, más propia del biopic televisivo, y quedémonos con la apuesta por el conocimiento como valor intrínseco que permite la evolución de las personas y de las sociedades, la reivindicación del derecho a la elección de la sexualidad, la defensa del papel de la mujer en todos los ámbitos de la sociedad y, por último, un acertado casting actoral en el que sobresale la actriz protagonista, la sueca Malin Buska.
Escribe Luis Tormo