Bajos instintos
Relatos salvajes parece ser a la vez una película y un síntoma. Se ha convertido en el filme argentino más taquillero de toda la historia, y a fe mía que tal resultado no es muy sorprendente, quizá no tanto por la calidad de la película —que no pasa de ser normalita— cuanto porque ésta constituye una expresión del estado de ánimo de gran parte de los maltratados ciudadanos australes y, por extensión, del resto del mundo.
Producida por El deseo y dirigida por Damián Szifron, aclamado director argentino del que en España conocemos la estupenda Tiempo de valientes (2009) y la versión ibérica de su serie televisiva Los simuladores, el elemento vertebrador de la película puede compararse con ese oculto resorte que hace saltar a muchas mujeres maltratadas, ciudadanos indignados o pacientes contemporizadores de bandos en conflicto cuando deciden decir ya basta, hasta aquí hemos llegado y ya no hay vuelta atrás.
Tiene una habilidad innegable para mostrar los deseos ocultos alimentados por los más primarios instintos, aquéllos que casi todo el mundo suele asociar a la supervivencia, ya fueran la agresión, la reproducción o la huida, y sabe darles una salida catártica, liberadora, de manera que la satisfacción llega como mecanismo de recompensa ante la contemplación de un sueño inconfesable hecho realidad en pantalla.
Sin embargo, el método de la Khatarsis establecido por Aristóteles quería precisamente evitar que los espectadores llevaran a cabo los actos cometidos por los personajes de la obra, si bien podían identificarse con ellos; la función representativa buscaba más bien que aprendieran que dejarse llevar por la Hybris (desmesura) no podía traer nada bueno. A pesar de que esto sucede en alguna de las seis historias elaboradas por Szifron, no queda nada claro que ésa sea su intención.
Sus declaraciones en un programa televisivo de la Argentina vienen a mostrar que sus relatos podían más bien tener una función de espoleta social: “La inseguridad es resultado de la desigualdad. Hay mucha violencia contenida. Si yo hubiese nacido muy pobre, en condiciones infrahumanas, y no tuviese las necesidades básicas cubiertas, creo que sería delincuente, más que albañil«.
Estas declaraciones, que le valieron una artificiosa polémica con denuncia incluida, vendrían a mostrar que los bajos instintos son sustrato fundamental de la película, y que fuera de toda justificación moral, el relato compuesto abunda más en el desahogo estético que en el compromiso ético, aunque no por ello querríamos dejar de hacer notar que el filme tiene una notable carga ideológica.
En efecto, en contra de lo que parece predicar en sus declaraciones televisivas, la desigualdad que desencadena la violencia en su película no es económica, sino política: Szifron dedica uno de sus episodios al conflicto de dos individuos de clases económicas distintas, y ahí no parece haber un héroe con el que identificarse: ambos son, por así decirlo, villanos dominados por los instintos de agresión.
Pero hay otro en que un individuo se enfrenta al poder establecido, y éste sí es un héroe: su violencia está plenamente justificada porque se orienta contra la pérdida de libertad individual que supone el contrato social. Aunque en su descargo hay que decir que esta agresión se debe al abuso que las instituciones hacen de la coacción económica, no podemos dejar de interpretar las sutiles señales ideológicas de Szifron, bien orientadas hacia el neoliberalismo: el Estado es opresor y limita mi inalienable libertad.
Como corolario de esta afirmación, en otro de los relatos se desliza una idea perfectamente asimilable a esta corriente: todo el mundo y toda situación aparentemente irresoluble tienen un precio, y sólo hay que saber negociarlo en la arena del mercado.
No entramos en la valoración que se hace de estas afirmaciones, ni en el hecho de que guiarse por esas ideas tenga, en el filme, consecuencias funestas: cada cual debe ser libre de poner en su película lo que quiera.
Ni siquiera podemos permitirnos juzgar a Szifron, dado que ignoramos hasta qué punto ha vertido estas opiniones de un modo consciente —hay que decir que alguna otra idea sugerida por ciertos personajes entra en flagrante contradicción con ellas— o con intención de pontificar. El problema es que esas afirmaciones se hacen de un modo tan sutil, que se tornan incontestables, y acaban por dar forma a una concepción muy clara del ser humano, sobre la que se cimenta hasta el propio título de la película.
Juicios de intenciones y consistencia política aparte, lo cierto es que Relatos salvajes es, desde ese punto de vista, una película moral e ideológicamente discutible, en la medida en que desarrolla su idea de un modo peligroso: la violencia es transversal en el aspecto sociológico y connatural en el biológico, de manera que todo individuo humano es un animal salvaje apenas domesticado por la tribu, con independencia de su clase o extracción social.
Al modo en que los freudianos afirmarían que la cultura produce malestar al someter los instintos de eros y thanatos, Szifron estaría de acuerdo en que ésta sólo contiene la violencia en un tanque cerrado sometido a presión creciente.
Pero el peligro del filme no viene, tal y como hemos sugerido, de esa afirmación en sí misma: —tan hobbessiana como psicoanalítica, tan respetable como discutible, no tiene más valor que el de perorar sobre la naturaleza humana—, sino del hecho de que su director provoca un incendio en el inconsciente colectivo para después intentar apagarlo sin éxito y sin prudencia: para Szifron, los buenos ejercen la violencia sin matar a nadie, pero si lo hacen, lo hacen porque estaba justificado o la víctima se lo merecía. Todo el mundo se corrompe, pero algunas corrupciones son más aceptables que otras y el corruptor no es tan culpable como el corrompido.
El aspecto más problemático de la película tiene que ver de nuevo con la coherencia: la violencia que se convierte en vía de escape acaba por ser atemperada por el propio director, de manera que a veces uno tiene la sensación de quedarse a medias o de que el supuesto salvajismo de los relatos es impostado.
En el aspecto cinematográfico esto se traduce en dos aspectos; en el más inocente, muestra la progresiva decadencia de la inspiración del realizador: algunos relatos son verdaderamente ocurrentes, y no podemos ni queremos negarlo; el humor negro y la irreverencia siempre son bienvenidos en el medio cinematográfico.
Pero hay otros cuya inanidad es patente y apenas constituyen un catálogo de reacciones emocionales mediatizadas por la agresión, sea ésta más o menos intensa, incida más o menos sobre el elemento físico o psicológico.
En el segundo aspecto, lo que si puede apuntarse como un pero es la extraña inconclusión de los mismos: una imagen o una situación dramática pretenden ser coda final; el desenlace real se deja la imaginación del espectador, pero sólo como puerta entreabierta, es decir, hay elementos que no son puestos en cuestión y a veces contradicen toda lógica dramática, como culpables que salen inocentes porque al director le da la gana o cambios de actitud de algunos personajes, inconsistentes con el relato y que reorientan radicalmente la interpretación del mismo, para acabar cerrándolo en falso.
Eso demuestra poca valentía para llevar hasta las últimas consecuencias los problemas planteados: si vamos a jugar a ser salvajes, a poner la violencia en su justa medida, muéstrese en toda su crudeza, asúmanse las consecuencias. En el cine puede suspenderse la credibilidad, pero esta suspensión tiene sus reglas, y no debe convertirnos en crédulos. Nos hallaríamos en las antípodas de Haneke, pero también muy lejos de la irreverencia de Quentin Tarantino, Peter Berg o los hermanos Farrelly.
Uno tiene la sensación, cuando sale del cine, de que el director sólo ha querido —recurriendo de nuevo a la terminología psicoanalítica— sublimar sus frustraciones, aunque no ha parecido reparar en que esa sublimación puede ser fuertemente incitadora. Se ha quedado a medias en la provocación, pero los verdaderamente susceptibles a dejarse llevar por los bajos instintos, son fácilmente excitables.
Muy probablemente toda esta excitación no tenga como consecuencia más que una masiva peregrinación a las salas de cine, como una suerte de aquelarre orgiástico pero comedido, políticamente correcto.
Si esto es así, Szifron habrá conseguido arrimar el ascua del descontento a la sardina de sus emolumentos. Todo un signo de los tiempos.
Escribe Ángel Vallejo