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Se acerca el fin del mundo
Escribe Fernando Ramírez
Alex Proyas ya nos había obsequiado con una reivindicable película de cómic que todos recordaremos, El cuervo. Posteriormente, realizó la magnífica fantasía Dark city que lo elevaron a la categoría de cineasta de culto, para después dejarse seducir por las mieles más hollywoodienses y adaptar un relato filosófico-científico de Isaac Asimov en la aceptable aunque irregular Yo, robot, para mayor gloria de Will Smith.
Ahora firma la que podemos suponer como un artilugio apocalíptico de fuegos artificiales, llamada Señales del futuro (o Knowing como reza su título original), para dignificar a un Nicolas Cage, en otro de esos papeles en el que macho-bueno-salva-el-mundo, o como mínimo lo intenta.
La trama, nada desdeñable sobre el papel, gira en torno a una cápsula del tiempo que fue enterrada en 1959 en un colegio de Massachussets. En su interior se depositaron todos los dibujos de los niños escolares que describían cómo se imaginaban la vida y el planeta dentro de 50 años. La fecha se cumple y se desentierra la cápsula, repartiendo todos los dibujos de aquella época entre los niños que hoy ocupan las aulas. Un niño, cuyo padre se dedica al estudio y ciencia del espacio, recoge el dibujo que plasmó una niña en el que sólo se pueden una serie finita de números sin aparente lógica. Su padre, como cabe esperar, observa el papel y descubre paulatinamente que los números coinciden con múltiples accidentes históricos que han tenido lugar durante estos años. Pero faltan tres accidentes por ocurrir cuya fecha aún no ha acontecido. El último de éstos cierra la lista… ¿sería posible que la última fecha sea el último de nuestros días?
Tan interesante arranque de tan profética índole, rápidamente naufraga en un sinfín de basculaciones por las que nos lleva su guión, que de repente, entra en una espiral catastrófica -en todos los sentidos- con múltiples piruetas argumentales que rozan lo absurdo y que sólo sirven para deslavazar un punto de partida que podía haber dado mucho más de sí.
A partir de este momento, entramos en un rutinario relato pseudo-científico de ficción que entronca con el thriller sobrenatural y con el cine de catástrofes más prototípico en la línea de otros productos palomiteros que nacieron con la etiqueta de blockbusters para congregar a las masas y, de paso, intentar aleccionarlas sobre el poder universal. Incluso, asistimos a un dudoso desenlace de reminiscencias bíblicas que acaba por rematar el disparate del conjunto.

Creer o no creer
Los personajes, con Cage a la cabeza, no podían por menos debatirse entre la voluntad de la fe en la creencia de que puedan existir fuerzas supraterrenales mayores a nosotros y el escepticismo más empírico basado en la aleatoriedad de la vida. Por supuesto Cage, por aquello de que su rol en la historia es el contrapunto inicial que encarna al ojo científico, se mete en la piel de un astrónomo viudo que perdió toda capacidad creyente con la muerte de su esposa. Además de lidiar con la educación de un hijo y de no haber mantenido una conversación con su progenitor durante un año que, casualmente, es un devoto hombre dedicado al Señor.
También en el menú de tan variopinto refrito encontramos unas gotas de ecologismo de última hornada que nos hablan del calentamiento global, de los desastres naturales que el hombre es capaz de cometer en el planeta y de la capacidad autodestructiva y poco reflexiva del ser humano. Todo ello adornado con unos alienígenas de pelo ultra-oxigenado, vestidos de negro riguroso que, por supuesto, sólo los personajes menores de edad son capaces de detectar y de oír, además de convertirse en encargados de transmitir lo que tan relamidos caracteres les susurran.
Con todo, Proyas deja ver su antaño buena mano en ciertos pasajes que merecen digna mención. Las dos secuencias catastróficas están rodadas con verdadero esmero técnico.
La primera, seguramente el mejor pasaje de todo el filme, está planteada casi como si tratara de desarrollar todos los métodos del cine documental. Con una verosimilitud pasmosa, cámara subjetiva al hombro incluida, el espectador se convierte en testigo directo de un accidente imprevisible, pese a las predicciones de su varón protagonista, que recrea una angustia pocas veces retratada en una cinta de estas características. La crudeza y la cercanía extremas de sus imágenes dan cuenta de que Proyas ha desplegado sus alas en todo su esplendor.
La segunda secuencia, en cambio, opta por los recursos más propios del cine actual de catástrofes incluyendo una milimétrica planificación que parece seguir el segundero de un reloj, con una brutalidad inusitada y una vertiginosa velocidad, que logran clavar al espectador en su butaca. Amén de la traca final a vista aérea que aquí no conviene desvelar.
Además, Señales del futuro goza de momentos en los que recrea una atmósfera malsana que llega a alcanzar cotas asfixiantes y en los que mantiene una tensión soterrada que auguran el devenir pesimista que se traza durante todo el metraje, que por otro lado, se hace innecesariamente longevo.
A tenor de lo expuesto, podríamos pensar que un guión hecho a seis pares de manos ha acabado por erigirse como el pastiche que es, y que la originalidad de la que presuponemos partía en un principio, ha derivado en la mezcla indigesta de tendencias pop del cine actual. Y si rebuscamos entre los créditos, comprobamos con declarado espasmo que la idea argumental surgió de la cabeza de Proyas, aunque no podamos tener la certeza de hasta qué punto las manos escritoras restantes trastocaron la idea inicial.
Así, comprobamos una vez más la capacidad de los directivos de las majors para facturar productos con mil y un nombres en sus créditos e inversiones millonarias que parten de una buena idea y que acaban cayendo en el sinsentido más ridículo, aunque eso sí, con liderazgo de taquilla de primer orden, al menos en Estados Unidos. Este es el caso de una película que debería haber tenido mejor suerte.
No es el fin del mundo (cinematográfico se entiende)… pero podría serlo.
