Sexualidad, asexualidad y carácter
Una sensacional película con una impecable e intensa dirección de Marija Kavtaradze, con un guion de su propia autoría que habla de Elena (Greta Grinevičiūtė), una bailarina contemporánea intensa y apasionada, que utiliza su cuerpo para expresar sus emociones y también sus conflictos y traumas interiores en la pista de baile, lo cual hace también en sus relaciones interpersonales y las relaciones íntimas.
Esa descarga, esa catarsis con la danza es compartida en medio de un fuerte coqueteo con el reflexivo Dovyda (Kęstutis Cicėnas), el cual, por otro lado, se expresa por medio de conversaciones y breves gestos reflexivos. La cosa es que ambos se enamoran de forma casi instantánea.
Mientras Elena imparte clases de baile, Dovyda actúa como intérprete de lenguaje de signos, ante un público de muchachos sordos que han ido a hacer danza.
Tras el platónico vínculo que se establece entre ambos casi a primera vista, la relación será puesta a prueba cuando él le confiesa a ella que tiene sentimientos románticos, pero que es asexual, o sea, que nunca ha sentido deseo sexual por otra persona, o lo que es igual, que ni anhela ni disfrutará el tipo de amor físico y atención que Elena desea.
Después de esta declaración, Elena queda perpleja pues ella es una mujer acostumbrada a mantener relaciones sexuales con hombres. Le cuesta entender cómo podría ser un vínculo meramente intelectual y aséptico, una conexión casi espiritual. Esta situación la desconcierta.
Este conflicto indefinible y casi insalvable, encuentra paralelo en el guion de Kavtaradze en el intercambio de Elena con una amiga del secundario que ha consagrado su vida a Dios y vive en un monasterio.
En su visita, ambas amigas intentan comprender la situación. Claramente, la religiosa está entregada a su vocación y como ella declara no se siente sola sino acompañada de Dios, o sea, como suele decirse en psicoanálisis, la religiosa se conduce por el mecanismo de la sublimación, su libido se eleva a un fin superior, más «sublime», sirva la redundancia. Pero a los efectos, esta conversación de Elena con su beatífica y consagrada amiga no sirve para aclarar ni encontrar una respuesta a la situación que vive con Dovyda.
A la pareja se les plantea si el amor que se les brinda puede llenarlo todo o si deben encontrar a alguien que pueda satisfacer complementariamente las necesidades físicas y emocionales de Elena. Todo un reto social, moral y amoroso que no parecen dispuestos a enfrentar, él, sobre todo.
Reparto excepcional con una dirección magistral de actores, donde destacan una maravillosa, expresiva y brillante Greta Grinevičiute como Elena, junto a un Kestutis Cicėnas superlativo que con los recursos gestuales medidos saca fuera de si una gama de matices emocionales increíbles en el rol de Dovyda; la química íntima e inmediata entre Grinevičiūtė y Cicėnas, y el uso cuidadoso de los primeros planos por parte de Kavtaradze, nos recuerda cómo se ven las escenas cuando dos estrellas perfectamente compenetradas encienden la magia cinematográfica y encajan a la perfección.
Marija Kavtaradze se revela como una directora con un profundo conocimiento de la psicología humana y una verdadera habilidad para trabajar con actores. A lo cual se une la precisión y el peso emocional de lo que la Grinevičiūtė y Cicėnas aportan a sus personajes, grandes interpretaciones que son como para tener muy en cuenta: dos grandes actuaciones.
Hay otros actores y actrices que merecen ser referenciados, como Pijus Ganusaukas, Laima Akstinaite, Vaiva Zymantaite, Mantas Barvicius, Rimante Valiukaite, Ugne Siauciunaite, Mantas Stabacinskas, Dovile Silkaityle, Gediminas Rimeika, Matas Dirgincius y Pau Colera, sensacionales todos.
En las imágenes que vemos en pantalla, el profundo y sentido romance del filme da la impresión de ser una especie de episodio desvaído, donde incluso las peores peleas en la pareja están perpetuamente envueltas en esperanzadores rayos de sol, inundado todo por la magnífica y cálida fotografía de Laurynas Bareiša. Igualmente es sugerente y envolvente la música de Irya Gmeyner y Martin Hederos.
La película deviene drama poco común sobre personas complejas con las que es difícil identificarse y que encarnan una situación nueva que nunca se ha representado en la pantalla de esta manera, al menos que yo conozca. Pero que puede acontecer, claro.
Reflexiones sobre la anomalía del personaje
Recuerdo, como señal de aviso que es toda una alegoría, que el protagonista se dedica al lenguaje de signos con sordos, o sea, se mueve entre el silencio de sus atendidos, vive en una esfera de silencio
A este silencio de voces se añade el silencio sexual o «silencio libidinal» presente en él como ser «asexuado». El diccionario de la lengua define a estas personas como: «Sin sexo, ambiguo, indeterminado». Puedo afirmar que en la clínica la casuística de una persona asexuada es difícil de encontrar. En el caso de la historia, es un hombre asexuado.
Es también difícil entender una relación de pareja normal que silencia sexualmente, pulsionalmente su relación, o sea, donde no hay conexión corporal, pues el erotismo se caracteriza por tener sus fuentes y objetivos en el cuerpo. Entre otras y sin entrar en aspectos de satisfacción recíproca, se hace difícil el embarazo o que ella quede encinta, caso de que quieran tener hijos.
Además, hay un concepto importante que en algunas escenas se evidencia, sobre todo cuando ella lo mira a él desconcertada y como sintiéndose mal. O cuando él le pregunta a Elena qué echa de menos de su época promiscua y ella le responde: «tal vez la mirada de cuando sabes que le gustas a alguien de verdad. Y la energía… puede ser algo muy poderoso».
Claro, en la relación hombre-mujer, la mujer necesita saber que es capaz de seducir y atraer al hombre. Lo contrario le infringe un duro revés a su narcisismo como amante, como persona sexuada. En el hombre, su vanidad, lo que se impone es su respuesta erectiva, algo que es evidente y que necesita de una respuesta explícita.
Es lo que el psicoanalista Erich Fromm denominó la «vanidad», tanto del hombre como de la mujer.
Veamos. La sexualidad no representa una conducta aislada, separada del contexto general del comportamiento de las personas. Al contrario, la forma de ejercer la sexualidad es un reflejo de las peculiares formas de relación que tenemos los humanos. Por ejemplo, quien teme la intimidad es probable que practique un sexo distante, aséptico; quien es inseguro, es posible que manifieste en la relación su inseguridad y su temor al rechazo; o quienes tienden a ser dominadores con los demás, manifestarán conductas sexuales con su pareja de sometimiento incluso puede que de humillación. Las relaciones sexuales deben ser vistas como una prolongación de la estructura del carácter de una persona y de su sistema de valores en la orientación del trato con los demás.
Aunque la sexualidad posee un importante sustrato instintivo, este sustrato biológico queda ampliamente rebasado por otros aspectos psicológicos, sociales y culturales. Según expresión de Fromm, el carácter, es decir, la parte de nuestra personalidad que ha sido adquirida merced a nuestras experiencias sustituye en el ser humano el aparato instintivo de los animales, y constituye su «segunda naturaleza».
También son importantes, desde esta perspectiva, los roles que juegan el hombre y la mujer en el contacto sexual. Fromm dice estas diferencias se traducen en ciertas desigualdades caracterológicas.
El hombre, para poder funcionar con normalidad debe responder con una erección, ser capaz de mantenerla y demostrar a la mujer que cuenta con esa capacidad de para satisfacerla. La mujer depende para su satisfacción de una responsividad concreta del hombre.
A diferencia, la mujer precisa de cierto grado de disponibilidad, aceptación y apertura para satisfacer sexualmente al hombre, siendo que dicha disponibilidad depende de la voluntad y la decisión femenina; por contra, en el hombre la respuesta erectiva es involuntaria, no se decide y difícilmente es controlable por la voluntad. El varón puede decidir mantener una relación, pero no a tener una erección.
Si la mujer en último extremo podría disfrazar su disponibilidad y acciones concretas durante el coito, al hombre este extremo le resulta imposible: es necesario funcionar y le es imposible ocultar su falta de funcionalidad. Como señala Fromm: «Si la mujer consiente con su voluntad, el hombre puede estar seguro de quedar satisfecho toda vez que la desee».
La situación de la mujer es enteramente distinta; el deseo sexual más ardiente de su parte no llevará a la satisfacción a menos que el hombre la desee lo bastante para tener una erección. Y aun durante el acto sexual, para lograr su plena satisfacción la mujer debe depender de la capacidad del hombre para hacerle alcanzar el orgasmo. De ese modo, «para satisfacer a su pareja el hombre debe demostrar algo; la mujer no».
Esta diferenciación de roles acarrea a cada sexo angustias diferentes: en el caso del hombre la de fallar, en el de la mujer, dada la sensación de dependencia del deseo del hombre, el temor de no despertar ese deseo y quedar frustrada o abandonada.
Según Fromm, hombres y mujeres estructurarían su carácter de forma distinta, lo que tiene su manera, también distintiva, de relación con los demás. La protección del hombre contra el temor a fallar sexualmente es la competición en todas las esferas, en las que la voluntad, la fuerza, el prestigio o la inteligencia son herramientas útiles para el éxito, algo reforzado por la actual sociedad y su sistema económico y político de competencia a ultranza.
Esto tiene como consecuencia en el hombre, según Fromm, de una parte, el alarde y la demostración en lo que él denomina la «vanidad del varón». Por otra, el hombre sería vulnerable y sensible a posibles fracasos delante de la mujer: temor a hacer el ridículo. Es precisamente este temor el que le proporciona a la mujer un arma para herirlo, y al hombre la tendencia a dominarla para evitar así el daño narcisista.
La «vanidad femenina» se significa por la necesidad de atraer y demostrarse a sí misma que es deseable para el varón, y así evitar el temor de no despertar el deseo en el hombre y eludir el no quedar satisfecha sexualmente. Estos rasgos derivados de la diferencia de roles sexuales tienen sus aspectos positivos o negativos, dependiendo de la orientación del carácter. Serían positivos, según Fromm, en el hombre la iniciativa, la actividad o la decisión; y en la mujer el encanto, la paciencia o la confianza.
Sirvan estas líneas para que podamos entender la imposibilidad ontológica, sexual, de convivencia y a todo nivel que tendría un caso de pareja como el que vemos en esta película. Sé que hay espectadores a quienes la película les parece insoportable e incluso la consideran una especie de tontería mayúscula. Yo creo que les provoca angustia.
Pienso que la directora Marija Kavtaradze acierta a analizar con perspicacia y valentía muchos casos de parejas que sin llegar al extremo de Elena y Dovyda, viven no obstante una relación de pareja insatisfactoria y abocada al fracaso.
De un lado el apetito sexual es diferente entre los individuos. Una persona puede ser muy demandante y la otra puede ser más inhibida o menos apeteciente: problema.
Hay también personas más cariñosas y menos sexuales que otras que son sobre todo sexuales: entre ambos es probable que haya problemas.
Podría ocurrir que, sin llegar al extremo de la película, un miembro de la pareja tenga dificultades de salud para el ejercicio del sexo. Casos que hay que saber asesorar.
En fin, espero sepan disculpar mis añadidos, pero la película no es ni mucho menos tonta ni insustancial. Al contrario, tiene muchos mensajes y apuntes encubiertos que resultan de enorme calado e interés.
Hay una escena en la cual ella observa que él se está masturbando. Y se lo dice en tono de reproche, pues con ella no mantiene contactos genitales. Él le responde que la masturbación no es para él sexo sino algo mecánico y que no piensa en nadie ni en nada cuando lo hace. Ella obviamente lo acusa con pulla de budista y otros, al modo de personas que intentan no pensar y dejar la mente en blanco. Pero voy a esto, hay varones que recurren al onanismo antes que mantener una relación con su pareja. O sea, el filme está cargado de anécdotas y detalles que son muy complejos e incluso aclaratorios para casos reales.
En la parte última hay bronca tras bronca, discusiones muy variadas, pues ambos se quieren, supuestamente, pero el carácter asexual de él y la hipersexualidad de ella chirrían mucho. Esto es ridículo, y se ríen. Pero se ríen no porque sea ridículo, sino por todo lo contrario. Los personajes están atrapados en un vínculo sin salida.
Al final, en una escena, ambos acostados el uno junto al otro, él le dice: «Nunca dejarás de importarme». «¿Estás seguro?» (dice ella). «Sí, ¿Y tú?» (pregunta él). A lo que responde Elena: «También». Se acercan el uno al otro en la cama, se abrazan estrechamente, primeros planos de sus caras y cuerpos unidos. Dovyda susurra: «Ni siquiera sabía que podía sentirme así». Larga secuencia de ambos en estrecho abrazo y sollozando).
Pero, al final, vemos como ella se acicala, se viste con ropa hermosa y de baile, con sus manos llenas de anillos y su cara rozagante. Sobre el tapiz de baile Elena se mueve con un joven partenaire, se ríen y se balancean, se abrazan sinuosamente, sus brazos se ondulan al son de una música sensual con notas orientales, se dan suaves besos, pero parece que ella está un poco remisa al principio.
Él le pregunta: «¿Qué?»; ella responde: «Nada». Y se besan con pasión infinita, primerísimos planos del largo beso; mientras, suena una bonita canción que dice: Ansío amar y ser amada; ansío partirme en dos, sin importar cuánto duela. Después de todo, no hay nada más bonito en el mundo. Lo he visto todo en tus ojos, lo que una vez fue y lo que será, lo que una vez fue y lo que será, lo que una vez fue y lo que será... (en foco aparte Dovyda traduce la letra al lenguaje de signos).
Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos Surtsey Films