Casa en ruinas

Los amantes del cine tenemos con Valerie Donzelli una deuda que no prescribe. Su Declaración de guerra fue una revelación que nunca acabaremos de pagar del todo. Cuando apenas se iniciaba en la dirección, fue capaz de poner sangre y vísceras en una película que trascendía la pantalla para inundar el espacio desde el que se contemplaba, para apropiarse de unos espectadores convertidos ya en devotos.
Donzelli no ha vuelto a obrar semejante milagro, ni falta que hace. Pero el recuerdo del goce experimentado nos obliga a seguir su trayectoria, llena de altibajos, en señal de agradecimiento y a la espera de nuevos destellos que nos recuerden la epifanía vivida. Sólo para mí posee alguno de esos destellos. No es, como alguien ha dicho, su mejor película, ya que eso es imposible, pero en ella reconocemos la voluntad de narrar, y el compromiso con la narración, que nos deslumbró en su momento. Porque lo mejor de sus películas es que la directora francesa se toma en serio el cine, y no lo ejerce como una mera herramienta para endosarnos la homilía de rigor, algo tan habitual en los tiempos que corren.
La historia que se nos cuenta la hemos contemplado muchas veces en la pantalla. Y el cariz que van tomando las cosas no nos sorprende en absoluto. En este punto la película es rutinaria. Reconocemos lo que pasa, y adivinamos sin margen de error lo que va a ocurrir. La deriva que experimenta esta pareja no tiene nada de original, si acaso la contención a la hora de dar rienda suelta a la violencia física, lo cual no implica, ni mucho menos, que la carga de agresividad que contiene sea menor. En ese sentido puede apreciarse cierta concesión a la elegancia en el maremágnum de sentimientos que acumula la narración.
Sí, sería una película más sobre celos enfermizos, pero el enfoque que le da Donzelli es original. Su mirada no es una mirada externa, no es una fotografía de la realidad, no es un recuento de agravios. Claro que todo eso existe, pero lo que de verdad interesa, y de ahí quizá la displicencia con la que se resuelven los lugares comunes, es lo que acontece en la mente de la protagonista; no lo que ocurre sino la vivencia de esa realidad que en un primer momento la engaña, y que en el transcurso de los hechos acaba superándola y anulándola.
El modo en que arranca el filme es inequívoco en este sentido. El plano fijo de la protagonista (una magnífica Virginie Efira, quien interpreta tanto a Blanche como a su gemela Rose, con un cambio de registro sutil pero muy efectivo) permite ver a su través el desamparo en el que se encuentra y los hitos del camino que la han conducido hasta él, y a partir de ese momento, desde el mismo inicio, se constituye como la guía que nos conducirá por el recuerdo del trayecto recorrido.
No significa eso que la película se limite a ofrecer estrictamente el punto de vista de Blanche. Las primeras fases de su relación desmienten esa idea. El momento apasionado que la mujer vive cuando conoce a quien cree su gran amor (Lamoureux se apellida) está filmado desde la desconfianza. En medio de la ilusión se deja entrever la ceguera de esta mujer que no atiende a los indicios que la directora siembra en la pantalla, además de a la desconfianza de su familia, para embarcarse en una aventura que ya sabemos que saldrá mal. Los colores saturados de los que la cineasta se sirve, más que señalar la pasión con la que se viven esos primeros momentos, apuntan al clima opresivo en el que acabará viviendo la pareja y que ella no sabe percibir, pero que los espectadores reconocemos sin asomo de duda.
Todo el periplo seguido por Blanche es en realidad un viaje hacia la realidad. Su profesión de profesora de literatura le confiere una visión idealizada del amor, la que cree percibir en su vida, hasta que poco a poco la brutalidad de lo real la obliga a deshacerse de ella, que es tanto como renunciar al concepto que tiene de sí misma. Más que furiosa por lo que está viviendo, Blanche se muestra desconcertada, incapaz de comprender una realidad que le resulta ajena.
Proceso de destrucción y reconstrucción al servicio del cual Valerie Donzelli utiliza toda su sapiencia cinematográfica. Como ya ocurrió en Declaración de guerra, los recursos narrativos que se ponen en práctica son los que otorgan verdadero valor a la película. Hemos hablado de la gama cromática, que por sí sola aumenta la tensión de las relaciones, y cabe señalar también la planificación, con imágenes que rara vez respiran, filmando siempre a la mínima distancia del rostro de los personajes, muchas veces con ambos miembros de la pareja apareciendo conjuntamente y saturando la pantalla, dando a entender con ello la amenaza insoslayable que Greg representa, lo difícil que resulta deshacerse de él para comenzar a tener una vida propia.

La luz de la película resulta acorde con lo dicho. La atmósfera gris (casi toda la historia se desarrolla en el norte de Francia) transmite la tristeza interior de Blanche, y la acreditada capacidad para el manejo de la elipsis de la directora nos muestra la persistencia en el tiempo de la condena que está viviendo, como una cadena perpetua por ignotos delitos.
La pantalla se va poblando de detalles que permiten construir la realidad que Blanche está viviendo y la forma en la que afronta esta realidad. Miradas huidizas, sentimientos de culpa, párpados que se cierran, cristales traslúcidos tras los cuales se adivina una silueta desdibujada a la manera de un fantasma amenazante, imágenes que se desenfocan… Las explicaciones son mínimas (el relato a su abogada pretende que el espectador reciba unas aclaraciones que son innecesarias, y que justo por eso desmerecen la calidad de los que no necesita ir más allá de lo mostrado), pero el escenario y lo que en él acontece quedan perfectamente dibujados.
El final es uno de esos momentos que definen a un gran cineasta, y Valerie Donzelli lo es. Porque ya lo demostró y porque detalles como este lo confirman.
En el juicio Greg intenta convencer a su aún mujer de sus buenos propósitos. Le oímos suplicar, pero la cámara no se mueve del rostro de Blanche, quien muestra total indiferencia por lo que oye. Para ella, que tanto sufrió atrapada en la jaula que su posesivo marido le diseñó, él ya no existe, y el fuera de campo desde el que le habla corrobora esa desaparición. Cuando se levantan y se retiran, el rostro de Blanche aparece claro y definido, mientras que el de Greg se nos ofrece desenfocado, un confuso recuerdo de algo que existió en algún momento, pero que ya cuesta reconocer. Blanche es una mujer nueva, y es difícil expresarlo de una manera más contundente a la par que elegante.
Escribe Marcial Moreno | Fotos Ver Cine