The salvation (3)

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Los confines del western

the-salvation-0El western nace y se desarrolla en unas coordenadas geográficas muy precisas. Es el género norteamericano por excelencia, pues cuenta la historia de ese país, una historia que difícilmente puede extrapolarse a otras latitudes, a no ser de forma alegórica. Pero cuando las claves estilísticas se fueron consolidando el oeste ya no sólo buscaba el Pacífico, sino que fue expandiéndose y dando algunas muestras de su potencial sin límite. Fue el caso del spaghetti western y su subida a los altares a manos de Sergio Leone.

Y aunque nunca ha desaparecido del todo, ahora parece experimentar un tímido renacer, como si al fin se hubiera reconocido el enorme potencial que atesora, demasiadas veces despreciado. Lo hace, serán efectos de la globalización que no deja territorio virgen, desde los lugares más insospechados. No hace mucho nos llegaba un western austriaco ambientado en los Alpes (El valle oscuro), y ahora hemos podido apreciar el valor de The Salvation, rodada en inglés y situada en los lugares canónicos del género, pero procedente de Dinamarca.

El director de esta propuesta es Kristian Levring, quien participó activamente en el movimiento Dogma, la invención de Lars von Trier y Thomas Vinterberg. A su sombra realizó The King is alive, el Dogma #4. Y parece que, sea esta su fuente de inspiración o sea otra, adquirió los recursos necesarios para adentrarse en un territorio tan codificado como el que aquí aborda.

Rodar un western es todo un reto. Más aún que en otros géneros la sombra de los maestros es tan poderosa y el margen de maniobra tan escaso que el riesgo de incurrir en la vacuidad es mayor del habitual. Esta película no lo hace. Respetando los lugares comunes, bebiendo de su historia, es capaz de ofrecer una mirada personal a este relato tantas veces contado.

La estructura argumental, en un género tan autorreferencial como éste, se ajusta a esquemas conocidos: Unos bandidos tienen sometido a un poblado, y alguien llegará de fuera para liberarlos.

Pero esa estructura se resquebraja por sus cimientos. Los bandidos, aun cuando son guiados por intereses económicos, hacen gala de una crueldad inusitada, y el salvador no obedece a impulsos nobles, sino que se asemeja en su ferocidad, producto de sus ansias de venganza, a los malhechores.

The salvation es un western decadente, siguiendo la estela que inició, sin posibilidad de vuelta atrás, Sam Peckinpah. Pero va mucho más allá de éste. Es difícil encontrar aquí ningún rastro de honor, de compasión, de sentido del deber. Al fin y al cabo los protagonistas de Duelo en la Alta Sierra o Grupo salvaje obedecían, en su fuero interno, a estrictos códigos de conducta. Incluso Pat Garrett, con todo lo despiadado que resulta, se reconoce en Billy. Su mundo es el del viejo oeste trasladado a unas coordenadas que hacen imposible su subsistencia, pero que no han conseguido apagar sus rescoldos.

El arranque de la película parece plantear aún esa disputa. En la escena de la diligencia Jon trata de defender a su mujer y su hijo pidiendo casi cortésmente que los bandidos cesen en su actitud. Pero la fuerza de las pistolas es incontestable. A partir de ahí el mundo civilizado se desmorona y la única referencia válida es el diente por diente que en otro momento invocará Delarue. Lo que queda de civilización no es más que la máscara hipócrita con la que la compañía petrolífera quiere disfrazar sus desmanes.

Desde este punto de vista la película asume desde el principio su carácter áspero, sucio. El polvo que acompaña la llegada del tren, los ruidos presentes y resaltados en todo momento (la diligencia, los caballos, el suelo de madera, las espuelas, la lluvia…), van configurando ese entorno hostil en el que la acción tiene lugar, y por el que los personajes acaban invadidos.

Desde este marco asistimos a una constante demolición de la esperanza. Una y otra vez la película se esmera en mostrar la frialdad, la violencia que anida tras la aparente bondad. Cada atisbo de solidaridad, de empatía, es destruido sin miramientos, a veces con un breve y contundente plano. El favor que hace el alcalde a Jon comprando sus tierras se resuelve con el robo de sus botas. La muestra de solidaridad de la abuela frente al terror impuesto por Delarue viene acompañada por la entrega del tullido y la ejecución de otro de los amenazados, sin respetar las reglas del terror establecidas (qué lejos queda John Ford), lo que parece un encuentro amoroso entre Princesa y Delarue se revela como un acto de violencia cuando ella gira su rostro, e incluso la conversación con el ilusionado niño sobre las excelencias de su nueva casa acaba con la referencia a los osos muertos y desollados.

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Pero la película no cae en el maniqueísmo. Aun cuando la venganza de Jon se cimienta en el espantoso asesinato de su familia, la actitud que despliega lo aleja de la comprensión. En cierto modo estamos ante un western trufado de película de terror, y así lo indica el director en la escena que podríamos considerar matriz, aquella en la que Jon descubre los cuerpos de su mujer y su hijo e inicia la venganza. Se trata de una escena nocturna (como lo será, en los mismos términos, la del rescate de Jon a cargo de Peter) en la que la luna llena ofrece un tono plateado, casi onírico, que la conecta con las constantes del cine de terror, con ese momento en el que el ciudadano respetable se transforma en licántropo y no puede ya detener su furia. Incluso la casa a la que se acerca semeja, desde lejos, un castillo abandonado.

Quizá el gran acierto de la película sea que rehúye la exhibición. A pesar de toda la violencia que contiene, muy poca transcurre en la pantalla, ante los ojos del espectador. Pero no por ello resulta más llevadera.

El director recurre una y otra vez a elipsis que ocultan el momento más cruel, mostrando sólo sus consecuencias. Pero al hacerlo, amén de la sorpresa que en ocasiones supone constatar que los peores presagios se cumplen (sin escapatoria, sin remedio), deja a la imaginación del espectador la reconstrucción de lo que se ha elidido, aumentando así el desconsuelo.

Es el caso del asesinato de la mujer y el niño, o el de la captura y muerte del hermano, de quien sólo vemos una cabeza que golpea el suelo. Pero también la sangre en la cara de Princesa o el disparo en la frente del alguacil.

Ese gusto por la elipsis no sólo se manifiesta como remedio-realce de la dureza de la película, sino que reaparece en otros muchos momentos dotando al relato de una elegancia poco habitual en este contexto. Nunca se nos cuenta más de lo necesario. Ocurre por ejemplo con la llegada de Jon a la casa de la viuda Wishler y la acogida que ésta le dispensa, desde el pozo contaminado con aceite hasta el vaso en la habitación en la que descansa.

Otros momentos corroboran el buen tono de esta película. Por ejemplo cuando Jon, en la estación donde espera a su familia, se alisa el cabello y parece dudar sobre cuál es su mujer, después de tanto tiempo. O la escena de la detención de Princesa cuando intenta huir, contada con una economía narrativa admirable. Lo mismo cabe decir de las sentidas referencias al clásico entre los clásicos, Centauros del desierto, con Peter quedándose en la ciudad, sin acompañar a casa a los recién reencontrados, o la diligencia enmarcada en su partida desde el interior de la estación.

El final es también revelador. El tiroteo se produce en medio de las llamas que consumen el pueblo, y la marcha de Jon y Princesa hacia el oeste se contempla desde los pozos de petróleo que comienzan a invadirlo todo y que alcanzarán pronto o tarde a los fugitivos, convirtiendo su huida en imposible. La salvación a la que se refiere el título se intuye así como una ironía, la que ya apuntaba de manera implacable aquel alguacil sacerdote al no vacilar en sacrificar una oveja para salvar el rebaño.

Irónica y respetuosa a la vez resulta esta propuesta, capaz de auparse sobre los hombros de los gigantes para volver a mirar, con espíritu renovado, su inmenso legado.

Escribe Marcial Moreno  

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