Todas las lunas (3)

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De una a otra guerra

todas-las-lunas-0He aquí una película española de 2021, totalmente insólita. Muy pocos espectadores en cines o asiduos a plataformas la habrán visto. Su director Igor Legarreta en su haber tiene un largometraje anterior, también prácticamente desconocido, Cuando dejes de quererme (2018) y algunos cortometrajes.

Antes de pasar adelante con el comentario quisiera centrarme en dos cuestiones referentes al cine que se ensalza e incluso se dirige desde los capitostes de la industria española, hacia premios nacionales o incluso internacionales (con Oscar, incluso, al fondo).

El primer planteamiento se refiere a valorar un cine que suena a realizado por alumnos aventajados de últimos cursos de la ESO o de primero de Bachillerato, un cine que suena a un 8 mm (rodado en 16 mm) y que cuenta con todos los defectos de una producción primeriza, aunque no lo sea, pero que posee tal carácter aficionado, que llega a confundirse con el cine indie, sin que nada tenga que ver con ello.

Es el caso, cercano, de Espíritu sagrado, primer largometraje en solitario de Chema García Ibarra (ha realizado varios cortos y un mediometraje). Se ha valorado muy positivamente quizá por ese sentido lastimero cuya producción e interpretación se ha realizado con amigos y gente del lugar del que es el director. ¿Qué tiene algunos momentos de interés, originalidad? Nadie lo duda, como tampoco el no saber hacia dónde quiere caminar la historia.

El segundo planteamiento se refiere a los filmes profesionales, de realizadores en general conocidos, aunque puede aparecer alguno desconocido, con argumentos contundentes o aparentemente muy avanzados desde cualquier punto de vista, y que los académicos de nuestro cine se aúnan para seleccionarlas en tal o cual categoría para los premios Goya o, no sabemos en virtud de qué méritos, deciden que entre en una terna para ver cuál de ellas va preseleccionada a los Oscar.

Sorprende que filmes de gran perfección, muy bien realizadas, jugando al más difícil todavía sean olvidados o reducidos, en los Goya, a premios de tercera o cuarta categoría. Una película que gane los principales Goya puede, al menos en los primeros días, subir en gran proporción en el número de espectadores. Fue el caso, por ejemplo, de Tesis, el primer largo de Amenábar, con unos pases, antes de los premios, escasos y de poco público. Cuando se le otorgaron siete Goya, volvió a los cines de estreno con gran éxito y Amenábar se convirtió en un realizador de prestigio, incluso en Hollywood, aunque el conjunto de su obra no sea, por el momento, el de un gran realizador a pesar que la mediocridad de su último título, Mientras dure la guerra (2019), haya sido ¿valorada? por el éxito de público, mientras que el documental, también con la figura de Unamuno como centro, de Menchón, Palabras para el fin del mundo, mucho más interesante, importante (a pesar de su sesgo enaltecedor del escritor vasco-salmantino, olvidando la negatividad de varias de sus acciones) que la falsaria peli de Amenábar, sea prácticamente desconocida.

Pues bien, este año, una película deslumbrante en su técnica (y no sólo el impresionante primer plano secuencia con el que se abre la película: un plano capaz de explicar en qué época y lugar estamos, a dónde se encamina la protagonista y mucho más) como es El amor en su lugar, de Rodrigo Cortes, no ha recibido nada más que unas migajas en las nominaciones. Cómo era normal, tampoco estaba en la terna de preselección para los Oscar. De las tres escogidas estaba claro que una se incluía para despistar, Mediterráneo, mientras las otras dos eran bazas, aunque discutibles como todas, con fuerza. Los directores eran conocidos, uno más que otro, y los temas tenían, en sí mismos, fuerza. Lo cual no quiere decir mucho, porque la fuerza no está en el qué sino en el cómo.

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Había que escoger una de las dos, y se optó por… la peor, pero, eso sí, tan engañosa, que es capaz de plantearse como muy importante socialmente. Se trata de El buen patrón, de León de Aranoa, que años atrás ya había dado gato por liebre con Los lunes al sol, tan tramposita como la actual, aunque aquí sustituya el drama por la parodia y utilice el mismo, y excelente, Javier Bardem, como protagonista. 

O sea que se preselecciona para los Oscar al filme de Aranoa, mientras se descarta Madres paralelas, de Almodóvar, muchas leguas más allá, en historia y en realización, que El buen patrón. Quizá se tiene miedo en que la carga política explotare —a lo largo del relato evitando el subrayado y sugiriendo el trasfondo, desde la primera historia que aparece en primer plano—. Pero como decía su director: «¿es que acaso todas mis películas no han sido políticas?». Habría que matizar y profundizar mucho en ello, por supuesto, pero sí, en cierta manera, el cine de Almodóvar, lo es.

Si los Goya juegan su juego, ya me dirán los Oscar. Y aquí León de Aranoa juega con un actor de casa, pero también de Hollywood. Y Bardem es el protagonista absoluto, y excelente, del filme que camina ya rumbo a la antigua ciudad donde se fabrican los sueños. Y tiene probabilidades de ganar el Oscar a la mejor película extranjera. Si lo ganó, entre otros, Garci con Volver a empezar, todo es posible…

Desde luego quien no tiene posibilidad alguna de ganarlo, o de interesar a las distribuidoras, y por tanto al público (no hay siquiera dinero para la publicidad) es Legarreta con su película independiente, de carácter, con mucho de amater, si se quiere, pero de aficionado propio de un profesional, esta sorprendente y sorpresiva Todas las lunas.

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…En el final de la última guerra carlista

Al comenzar la película se escuchan más o menos unas palabras que nos indican que cuando llega la oscuridad se produce el miedo. Y así, en un anochecer, en un colegio de monjas donde hay alumnas internas, las niñas tienen que levantarse y ocultarse porque la guerra está encima de ellas. Estamos en 1876, final de la tercera guerra carlista.

Las monjas piden a las niñas que se apresuren. El ruido de los cañones, en el lugar donde está situado el internado, es cada vez más intenso. Uno de los obuses cae sobre el colegio cuando las niñas corren a refugiarse. La imagen nos muestra, instantes después, cómo todo está en ruinas. La cámara se centra sobre una zona y allí, entre las ruinas, parece haber algún signo de vida. Es una de las niñas que se encuentra malherida. Al igual que en un cuento aparece una mujer, para la niña puede ser un ángel del cielo que viene a salvarla, pero es así. O es alguien que huye de la guerra y utiliza la noche para escapar del desastre. La niña dice, ante la pregunta de la aparición, que desea ser curada. Lo será, y vivirá pero cuando el día amanece y el sol sale se da cuenta la protagonista que aquello le quema… Su protectora le dice que tendrá que refugiarse de la luz… y deberá vivir y buscar alimento sólo de noche. Un alimento que enseguida comprenderá que sólo puede ser sangre. La niña se ha convertido en un vampiro, acepta el contrato por la que será distinta a las personas normales, pero tiene una recompensa: nunca, nunca morir.

Pocos efectos, sencillez en la narración, una foto excelente plasmando la oscuridad en la que vive la iniciada vampira. Estamos al parecer cerca, pero muy lejos, de aquel excelente filme sueco, Déjame entrar (2008), de Thomas Alfredson, que fue objeto de un remake americano dos años después con el mismo título y dirigido por Matt Reeves. Su planteamiento era más sugerente en su sexualidad sobre todo por la presencia de una niña actriz, convertida ya en una actriz conocida en el mundo hollywoodense: Chloe Grace Moretz, nacida en 1997, y que ya, como secundaria o actriz de reparto llevaba interviniendo en cine desde 2001

No es el caso de la protagonista llamada Amaia. Poco tiene que ver con las niñas vampiras suecas (Eli) o americana (Abby), lo suyo es encontrarse con la soledad, o con unas compañías que sólo habitan y huyen en la noche en busca de… sangre. Y no es el problema de Amaia que pueda entrar, llamando, en una casa, porque esos vampiros necesitan ser invitados a entrar en una casa; su problema es mucho más grande: camina en la noche entre la soledad del paisaje vasco que le rodea.

Para escapar de ese cerco intenta, al menos, cambiar de piel, quemándose poco a poco para ir retirando la piel quemada y poder así poder moverse durante el día. Y vagar, vagar sin que los años pasen por ella.

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…Y la niña encuentra una aldea

En la parte central, probablemente la mejor del filme, Amaia llega a una aldea, donde la recoge un labriego, que no entiende el comportamiento de una niña hambrienta que no quiere comer nada de lo que se le ofrece. En uno de los momentos, ante una especie de sopa, pregunta qué es aquello y al escuchar que es una mezcla con ajos, repudia el alimento. Por las noches tiene que buscar el alimento matando y bebiendo la sangre de gallinas o alimañas.

Aldeas donde las leyendas se han contado durante siglos, donde una niña es una propia leyenda. El campesino ha perdido a su mujer y a su hija y ve en Amaia a esa hija desaparecida. Probablemente va a comprender quién es esa niña que sigue siendo niña día tras día. Una niña que, por otra parte, desea vivir normalmente, pero eso es, de momento, imposible.

Hay una serie de secuencias muy interesantes, bien construidas, recargadas por el ambiente que el director crea en la aldea o en la casa de su protector. La primera es cuando este le ofrece el alimento que necesita a la hora de las comidas: sangre. Una sangre que pone en un tazón normal y que la niña bebe. No hay explicaciones sobre lo que ocurre, la imagen sugiere en diferentes momentos las reacciones de los personajes.

Dos secuencias excelentes tienen lugar en la iglesia. En ambas, como todos los habitantes de la aldea, acude con su padre a misa y, al igual que todos los lugareños, acude a comulgar. La primera vez deja la hostia en la boca para después de la misa arrojarla al suelo. Pero, ¿qué pasaría si, en su deseo de ser normal, fuera capaz de tragar la hostia? Así lo hace y nada más comulgar cae al suelo entre grandes convulsiones. ¿De qué depende su existencia o cómo hacerla posible desde la normalidad?

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…Y se inicia otra maldita guerra

El filme utiliza, de forma perfecta, las elipsis, con unos soberbios pasos de tiempo. Un tiempo que Amaia no siente. Es, como se define en un momento, una niña vieja. Ella es eso, pero su padre sí envejece. Ella debe cultivar el huerto, ver cómo el padre se consume y muere, mientras tanto otra guerra ha estallado. Estamos en 1936. La guerra (in)civil española acaba de comenzar.

Una escuadrilla de aviones pasa por encima de su cabeza. Más allá se escuchan explosiones. Su vida ha terminado en la aldea ya nada tiene que hacer allí. Es como si cada guerra creara vampiros, como ella, pero indefensos, obligados a serlo. ¿Qué hacer? Volver a caminar por los caminos, en busca del primigenio lugar de su conversión. Buscar al falso ángel que le ha dado vida eterna, encontrarlo y provocar su muerte por el sol. Quizá es lo que ese ángel de la vida estaba buscando.

Y ella, la niña vieja, con un sentido de purificación y muerte, se arroja al agua que quizás sea una redención y una muerte. Ya no tendrá más miedo a la llegada de la oscuridad. Siempre estará en la luz. ¿Será posible que la buenaventura maldita haya terminado de una vez? Amaia deja claro, en su charla con la persona que le dio vida eterna, que es preferible vivir y morir, que no morir nunca, lo que significa no vivir. Hay que escoger entre una cosa y la otra, mientras el mundo gira, lucha y vuelve a luchar… hasta ¿ni se sabe cuándo?

En algo más de hora y media hemos recorrido 60 años. La niña vieja no quiere vivir, no desea estar siempre paralizada en un tiempo de guerra, no aspira a vivir siempre un sin vivir.

Un filme interesante, dominado por una excelente fotografía (la luz difusa, la noche, la escena de la iglesia con luz tenue) y un grupo de actores desconocidos. Película insólita que nos habla sobre la vida y la muerte, sobre la soledad, la guerra y la falsa paz, las mentiras, o verdades a medias, que comprometen una existencia. Y todo ello rodeado por el halo de la fantasía, de la leyenda.

Una película simple, escueta, rodada con muy poco dinero, casi sin actores, que debiera haber tenido una mejor distribución para que los espectadores pudieran ver el filme y comprender que las leyendas reflejan la realidad de un mundo ignorado o mal conocido.

Escribe Adolfo Bellido

   

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