Trash (1)

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Billy Elliot en las favelas

trash-1El creador de Billy Elliot nos sorprende con un desarrollo argumental propio del Frank Capra más sensiblero: las fábulas de Esopo eran más complejas que este cuento de hadas (literalmente: aparece un hada o mejor un ángel salvador) con un final feliz tan increíble que sólo sería aceptable en un relato de ciencia ficción… y no en un presunto documental sobre la miseria brasileña.

Para aquellos que se preguntan qué hace un director británico de prestigio, como Stephen Daldry, en una coproducción entre americanos y brasileños que en teoría denuncia la corrupción en las favelas de Río de Janeiro, la respuesta está en la parte final del film: simplemente hay que esperar a ver cómo tres niños bailan sobre vertederos de basura mientras lanzan billetes al aire para llevar la felicidad a los pobres del lugar, tras haber hundido al alcalde corrupto de la población, sencillamente porque “era lo correcto”.

Frank Capra no habría imaginado un cuento de Navidad más ingenuo.

La película comienza con unas sugestivas imágenes de enormes vertederos en torno a los cuales hay una sociedad sumergida: controladores y, sobre todo, niños que buscan cualquier cosa útil entre la basura. Un cierto tono documental, imágenes descriptivas pero no agresivas. La cosa promete.

Lo mejor del film se encuentra en ese inicio, en el que un niño encuentra una cartera que será el McGuffin a través del cual asistamos a un recorrido por un Río de Janeiro que en principio es un lugar cercano al infierno, para acabar convertido en un nuevo cielo, un lugar en el que la inocencia y la belleza acabarán dominando al mal y a la corrupción.

En esto tiene mucho que ver el tono elegido: ¿feo o bonito?

Veamos, Ciudad de Dios (Fernando de Meirelles, 2002) es el paradigma del cine que opta por una visión feísta de la miseria, de los suburbios de cualquier gran ciudad: cámara a mano, desenfoques, imágenes inquietantes, inestabilidad, incomodidad y un tema árido, por supuesto.

En el lado opuesto quizá podríamos situar La ciudad de la alegría (Roland Joffé, 1992), una visión idílica de la miseria en la India, con imágenes atractivas, aunque retraten suburbios y basura. Y, por supuesto, con un mensaje positivo tras el sacrificio que hemos visto a lo largo del film

Entre estas dos opciones, el camino que va a elegir Trash ya lo insinúa la presencia del prestigioso Richard Curtis en el guión (autor de la serie original de Mr. Bean en televisión y cine, además de Cuatro bodas y un funeral, Nothing Hill o Love actually), un autor especializado en la comedia amable, aunque últimamente parece buscar títulos de prestigio y no sólo risas rentables (por ejemplo, War horse, de Spielberg).

Y, efectivamente, tras ese inicio documental, la película se acerca poco a poco al lado amable de la vida: uno incluso llega a pensar que el hecho de estar filmada con el patrocinio de la propia ciudad de Río de Janeiro ya es síntoma de que se quiere vender una imagen más amable de Brasil (ya se sabe, estamos en época de mundiales de fútbol y de olimpiadas), aunque en apariencia se nos hable de la “realidad” de ese mundo.

También la presencia continuada de canciones rítmicas, amables, apuntan a esa visión optimista de las favelas, de la miseria y su entorno. Antonio Pinto, probablemente el músico brasileño más conocido en la actualidad, aporta su banda sonora incidental, que combina momentos tensos y aires tristes, pero su presencia acaba siendo testimonial entre tanta canción más o menos folclórica.

A los productores sólo parece preocuparles la amabilidad del producto, aunque cuenten con autores de prestigio; no tienen en cuenta que Pinto sea el autor precisamente de la banda sonora de Ciudad de Dios (2002), o que diera el salto a Hollywood de la mano de Michael Mann con Collateral (2004), o incluso que sea el músico de una de las últimas sagas juveniles con The host (2013). Su música es un relleno más, dentro de las bonitas estampas que acaba vendiendo el film

Para intentar aportar algo de complejidad a lo que no es más que un cuento de navidad dickensiano, el film intercala numerosos fragmentos de un vídeo doméstico que será clave para desvelar la corrupción existente entre policía y políticos. Que, además, ese vídeo provoque una revuelta popular, la dimisión de los políticos corruptos y la muerte del policía malvado de la función… definitivamente, entra en el terreno del cuento navideño.

Porque para llegar a ese final feliz, Daldry y su guionista intentan meternos con calzador mensajes y escenas increíbles, que destrozan la lógica de cualquier narración seria y llevan el film al terreno del sueño, de lo idílico… cuando no de la simple tontería.

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Algunos ejemplos de estas escenas absolutamente imposibles:

a) Para darnos información sobre el activista que les persigue y que es el cerebro de todo, los niños protagonistas entran en la casa del cura (¿qué hace Martin Sheen en un papel tan poco elaborado y sin sentido?), usan su ordenador portátil, navegan por Internet y descubren todo lo necesario para ellos (y para el espectador) en un plis-plas. Y el cura ni se entera. Alucinante.

b) Todos aceptan con naturalidad la presunta muerte de Rafael, el niño protagonista que ha descubierto aquella dichosa cartera al inicio del film. Un momento brillante que se viene abajo cuando vemos que un policía corrupto no tiene valor de disparar a ese niño malherido… La crudeza de la exposición y de la propia escena de la tortura al niño en el coche (probablemente la mejor de la película) quedan en entredicho.

c) Pero mucho peor aún es que la chica que les acompaña en la aventura, una joven voluntaria que trabaja con el cura (por cierto, ¿qué hace Rooney Mara también en este rol secundario más o menos concienciado pero sin ningún desarrollo en la trama?), también salve milagrosamente la vida, sin más explicación, cuando ya sabemos que cualquiera que es secuestrado por la policía (y más si es una joven guapa) será violada y morirá. Pero ya se sabe, como en el cine de Capra, la vida es bella.

d) No es creíble que un sirviente de Santos (el político corrupto) cuente a los niños los datos que necesitamos (ellos y el espectador) para completar el puzle y descubrir el truco final. Vamos, un sirviente hablando así, sin más, con alguien que acaba de asaltar la casa… y contándole toda la verdad del asunto… ¡a unos niños! Sin comentarios.

e) ¿Y qué decir del cura que guarda el dinero en una caja de puros, ahí al alcance de cualquiera? Que sea un siervo de Dios pase, que trabaje en barrios marginales es normal, pero para dejar el dinero al alcance de todos hay que ser además tonto del culo. Eso sí, el guionista ya sabe que los niños son buenos y, por tanto, robarán ese dinero para completar su aventura, pero luego lo devolverán con intereses… en el fondo son buenos chicos.

f) En fin, por último, que haya unas motos esperándoles para sacarlos de las favelas cuando toda la policía tiene rodeada la zona y ellos no pueden escapar de ninguna forma, no sé cómo decirlo: ¿de verdad la gente se juega la vida así, sin más, por unos niños cualesquiera? Venga ya, la credibilidad se viene abajo continuamente.

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Con todo, no es la falta de lógica lo que más molesta en el film, quizá lo peor es que además se nos tome por tontos y acaben predicando Daldry y Curtis que los milagros existen incluso en este mundo de miseria.

Así, en la visita clave al cementerio se les aparecerá (atentos) nada menos que un ángel que guiará sus pasos. Y como somos tontos, director y guionista subrayan la situación con el nombre del personaje, que es (atentos) nada más y nada menos que… ¡Pia Angelo!

Para entonces la comedia ya ha superado al drama. O mejor dicho, el drama lo vive el espectador que alucina con lo que ve en la pantalla.

La única explicación plausible es que la aventura de los niños no puede ser real, sino imaginaria, aunque uno teme que pueda llegar a ese risible final feliz al que finalmente llegan… y perdonen porque no resistimos contar un detalle (no todo el final, pero si piensan verla sáltense el siguiente párrafo, por favor, es un spoiler en toda regla).

Los niños logran el dinero y, llevados por su ingenuidad, lo lanzan al aire mientras bailan encima de los vertederos. Ellos solitos reparten dinero y el dinero es alegría. Así que se acabó la tristeza en las favelas. Además, su hazaña permitirá que los malos de la función (políticos y policías corruptos) paguen como deben. Y ellos se marchan, lanzando mensajes en pro de una lucha social (atentos: literalmente, pidiendo un auténtico levantamiento del pueblo); se marchan en busca de una playa idílica donde comenzar una nueva vida…

Y sí, el levantamiento del pueblo se produce. Inenarrable.

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Definitivamente, la elección de Stephen Daldry tiene mucho que ver con su probada capacidad para dirigir actores jóvenes (ya lo demostró en Billy Elliot), ya que aquí los tres chicos protagonistas están realmente bien en su papel. Pero también con su maestría creando fábulas más o menos creíbles, como ya demostró precisamente en Billy Elliot, mientras retrata con cierta elegancia los barrios pobres de los que finalmente escaparán esos niños que son el futuro de la Humanidad.

Podría argumentarse que la película es subjetiva, que tiene un aire de cuento infantil porque es una visión subjetiva: es el punto de vista de los niños el que adopta.

Podría, pero no cuela, porque ante ese argumento queda claro que Daldry no sabe lo que es respetar el punto de vista.

Para descubrir qué es el respeto al punto de vista le convendría ver (a Daldry y al espectador despistado que opina que estamos ante una película subjetiva) una delicia como ¿Qué hacemos con Maisie? (Scott McGehee y David Sielgel, 2012) para comprobar cómo un cuento es creíble (incluso con su música celestial y todo) cuando el protagonista está presente en todas las escenas y la historia adopta su punto de vista infantil.

Algo así también pudimos ver en el film El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), que, por cierto, superaba al propio libro en que se basaba, ya que en aquél el punto de vista era traicionado en algún capítulo, mientras que la película era coherente porque se mantenía en todo momento fiel a la mirada “inocente” del protagonista, por más que viviera en un campo de exterminio nazi.

Pero esperar esa coherencia es quizá pedir demasiado a un film patrocinado por Oficina del Cine de Rio de Janeiro. Aquí interesa mostrar miseria, pero enternecer y finalmente darle la vuelta a la tortilla. Vendemos un mundo mejor en el mismísimo Brasil, tierra de olimpiadas y mundiales de fútbol, música y colorido, donde los malos son castigados y los niños siempre tienen una segunda oportunidad.

Frank Capra no lo habría hecho mejor.

Escribe Mr. Kaplan

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