Vivir el momento (2)

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Drama romántico que no acaba de cerrar

Almut (Florence Pugh) y Tobias (Andrew Garfield) se tropiezan, nunca mejor dicho, de manera inesperada. Él, un joven que no sabemos bien a qué se dedica, abrumado y abstraído por su reciente divorcio y como ido por el dolor, es atropellado por una joven que es una prestigiosa y premiada chef, que conduce su coche por una carretera. Este encuentro casual-traumático marca el inicio de su relación y el enamoramiento casi inmediato de él, de ambos.

Juntos tendrán que enfrentar los desafíos del amor y de la vida: el romance, las diferencias y sintonías, el nacimiento de la hija de la pareja y la lucha contra el cáncer de Almut. Un acontecimiento que pondrá a prueba a cada miembro de la pareja, su relación y la fortaleza de la familia.

A través de pasajes y acontecimientos de su vida, se nos revelan aspectos y encrucijadas que amenazan con sacudir los cimientos de su noviazgo. Conforme andan el camino, los límites del tiempo desafían la estabilidad, pero los protagonistas aprenden a apreciar cada momento del inusual trayecto que ha tomado su historia romántica, que se extiende y abarca una década.

Película que pretende provocar con desigual fortuna una profunda reflexión sobre la vida; nuestras decisiones, prioridades y cómo queremos ser recordados. Contamos con interpretaciones conmovedoras y una carismática química que sobrepasa a veces la pantalla, por parte de Florence Pugh y Andrew Garfield, que quieren ser el ingrediente especial de la cinta. Pero veamos.

Guion y dirección discutibles

El guion de Nick Payne da vida a una vibrante por demás, apasionada por demás y accidentada historia. Porque lo que hace Payne es subirnos en un carrusel emocional, explorando la relación con unas interpretaciones vulnerables y un tanto pánfilas. La historia plasma una relación de pareja plagada de curvas y recovecos impensables, justo como no suelen las cosas de la vida cotidiana. Por momentos podemos encontrar cierto interés y algún toque de frescura en su estructura narrativa. Pero acaba cansando un poco.

El director John Crowley acierta a ensamblar como puede cada fragmento de la vida de los personajes, de manera no lineal, retratando episodios de alta tensión emocional y hondo calado existencial, que por su empecinamiento trágico se hacen difíciles de digerir. A lo cual se unen unos diálogos indecisos, vacilantes, de esos que no parecen tener fin

Cada instante es capturado por la cámara de Stuart Bentley, que acierta a colocar perfectamente el objetivo para captar las interpretaciones de Pugh y Garfield, y otros detalles que, aunque accesorios, resultan estéticos.

Saltos en el tiempo y visión existencial

Los brincos en el tiempo de la narrativa aluden a la manera en que funciona nuestra memoria al recordar fragmentos de la vida. Este formato podría invitar a reflexionar, a recordar y a preguntarnos cómo queremos vivir la vida y cómo nos gustaría ser recordados. También, cuáles son nuestras prioridades, nuestros afanes y ambiciones; y quiénes son las personas que, finalmente, más nos importan. Estos extremos los quiero entender como un mérito, pero como el contexto general del filme se torna difícil y vago, pues tampoco me queda claro que al espectador le dé para tanta cavilación.

Porque veamos, la década de la pareja que narra el cuento incluye conocerse, enamorarse, vivir juntos, lidiar con problemas personales, discutir sobre tener o no hijos, tenerlos, sufrir enfermedades severas y una serie de cosas que se nos presentan de entrada, todas juntas, tanto que la cosa puede indigestar. Además, la mayoría de estos sucesos acontecen de forma desventurada: mucha, demasiada mala suerte.

En la primera escena viven juntos. En la segunda ella está embarazada y a punto de parir. En la tercera Almut tiene una recaída de su cáncer –tuvo uno antes, aparentemente– mientras trabaja en su restaurante. En la escena siguiente, se conocen «accidentalmente», como decía antes. Y así, sucesivamente. Esto es no-linealidad, pero es también desafuero y pellizco en el estómago, para quien se deje pellizcar tan bajo.

La cinta, pues, se presenta como una colección de viñetas de la vida de una pareja, con lo más bello y lo más loco y trágico cruzándose todo el tiempo.

De todos los problemas de la propuesta, hay dos que son especialmente sinuosos y ambos tienen que ver con el guion. Al estar estructurada así, en forma quebrada, es complicado darles una evolución dramática a los personajes y ver cómo se pasa de un momento primero, a otro segundo, y así sucesivamente.

Para más, entre todos los momentos tensos y dramáticos clave, no hay descanso, ninguno es una cena tranquila o una salida al teatro. Todo incluye un dramón, cada escena está ligada a algo fuerte. Se conocen de una manera espectacular, su embarazo tiene giros complejos, el parto es sorprendente e increíble, la carrera de ella como chef está plagada de golpes de efecto y su enfermedad es un cáncer potente con todo lo que eso implica. No hay un ratito en que el protagonista de la historia descubra algo que le haga avanzar y evolucionar con agrado. Raramente hay un minuto lindo y cordial, hasta una conversación nimia tiene su efecto importante y severo.

En suma, es como si Crowley pretendiera hacer una especie de saludo conmovedor y vitalista para invitarnos a aprovechar al máximo nuestros días, aunque la línea de tiempo confusa y los floreos melodramáticos acaban por distanciar al público de la melancólica historia que pretende contar.

Crowley hace un saludo conmovedor y vitalista para invitarnos a aprovechar al máximo nuestros días.

Asociando con otras películas: mirada no lineal, azar y fatalidad

Esta película, en libre y espontánea asociación, me ha traído a la memoria tres películas diferentes, por también distintos motivos.

Dos en la carretera (1967) es también la perspectiva no lineal de un matrimonio, algo que no es nada nuevo. Por eso he recordado este filme del director Stanley Donen, en que, en el transcurso de un viaje de Londres a la Riviera francesa, Joanna (Audrey Hepburn) y su marido Mark (Albert Finney), recuerdan los comienzos de su relación amorosa, los primeros tiempos de su matrimonio y lo que vino después. Con el transcurrir de los años ambos han cambiado y ahora tienen que enfrentarse a la disyuntiva de separarse o aceptarse tal como son.

Al igual que en esta que comento, aquella es también una cinta sobre el devenir del matrimonio, acompañada de la melancólica música de Henry Mancini. El viaje, su recorrido, no siempre brillante ni luminoso. Igualmente, después de más de diez años, también se repasa el enamoramiento inicial, los primeros años románticos, el peso del trabajo, él triunfando y ella en casa con la crianza, y un rosario de discusiones e infidelidades.

Lo novedoso de Donen es el tratamiento basado en un viaje como vía paralela para narrar las vidas de la pareja; y, sobre todo, y por eso me ha venido a la mente, por el montaje, que avanza y retrocede en el tiempo. La carretera funciona a modo de encuadre donde vamos viendo la representación metafórica de la relación. Planteada la cosa como una huida hacia delante donde parece que ninguno está dispuesto a apearse.

La comedia deviene drama larvado pues Mark y Joanna se limitan a aceptar su rutina, más que el genuino deseo de batallar por un futuro más feliz o mejor.

Tenemos a Donen, con su particular modo de analizar la institución matrimonial (opinión no muy halagüeña), excelente el guion de Frederic Raphael, estupendos Audrey Hepburn y Albert Finney como la pareja protagonista, y sensacional la música de Mancini.

Pequeñas casualidades: También he recordado esta película por cuanto aborda el azar, los momentos que determinan la vida del matrimonio, el encuentro fortuito, momentos como caídos del cielo. Así es también la obra de Olivier Treiner, Pequeñas casualidades, en la que una mujer va pasando por situaciones variadas desde que era adolescente en los años 80 del siglo pasado, hasta décadas después, lo cual va teniendo consecuencias diferentes para su vida.

Temas como el porvenir, el destino, la opción por tal o cual persona, las consecuencias de nuestras conductas, lo inesperado que aguarda a la vuelta de cualquier esquina. Se exploran las ramificaciones, incluso decisiones insignificantes en apariencia que tomamos, y el impacto sobre nuestro futuro. Todo ello en un tono meditabundo, abstraído, nostálgico y de incertidumbre.

Love Story (1971): Finalmente, también he pensado y asociado esta cinta, a propósito del mazazo de la enfermedad de la protagonista y el duro capítulo de esta variable fatal, el gran drama, e incluso el sentido trágico que todo esto acarrea. Todo esto no ha tenido por menos que hacerme recordar la película Love Story, de Arthur Hiller, con Ali MacGraw y Ryan O’Neill como la pareja enamorada y una enfermedad que los enfrentará a algo mucho más grave que sus impedimentos sociales; un inolvidable drama sobre el triunfo del amor.

Supongo que el director irlandés John Crowley, ha tenido noticia de estas obras que acabo de mencionar. Al menos lo parece.

La película, en fin, es una conmovedora historia que permite a los protagonistas demostrar todo su talento.

La elaboración del plato y reparto

Dado que la protagonista Almut es chef, podría considerarse la peli como la elaboración y presentación de un plato. Pues bien, en ese plato, el sabor del mismo son las actuaciones de Andrew Garfield y Florence Pugh, trabajos que son un ingrediente central en esta producción. Entre ambos intérpretes se da una química auténtica y también vulnerable, que salta de la pantalla a la platea. Cada diálogo, cada momento de unión o intercambio de miradas surge con pasión e invitan al espectador a compartir su viaje emocional, a algunos más que a otros.

Sin embargo, esta química indiscutible no puede eclipsar la serie de afectaciones que compiten por llamar la atención. O sea, este afán por tocar la fibra sensible con una fuerza más bien digna de un tira y afloja es una fábula de carpe diem que provoca más miradas de exasperación que lágrimas o risas.

Por lo tanto, los intérpretes aciertan a aprehender la naturaleza de un amor que enfrenta desafíos y triunfos. Lo hacen mediando una interacción natural, intensa y memorable. La calidad de sus interpretaciones eleva el material comercial del filme, pues consiguen integrar su talento en cada escena y al menos una parte del público tirará de pañuelo para un lacrimal laxo.

Si bien la cinta tiene su mérito en algún plano cinematográfico, sin embargo, le falta sazón. Algunas situaciones y temas que toca piden seguimiento y profundización, pero terminan siendo solo unas notas que se quedan en la superficie y no llenan por completo.

La película, en fin, es una conmovedora historia que permite a los protagonistas demostrar todo su talento. Una historia romántica y reflectiva que, con la participación de estos dos artistas, rebota su miasma dramático, cambiando de dirección, del ojo del espectador a la pantalla y de ahí a la fibra sensible de este, de modo que, alguno más que otro, puede sentir tribulación o dolor e incluso puede salir alguna lágrima suelta.

Banda sonora y otros aspectos técnicos

La música de Bryce Dessner, con canciones indie-pop de Wolf Alice, como la el tema How Can I Make It OK? resulta insustancial para el intento de generar un efecto emocional de gran intensidad y constante recorrido. Canciones de cuatro minutos, incluido solo de guitarra, no da para la exagerada carga dramática que envuelve toda la trama –incluyendo bromitas bobas en medio–; la banda sonora no está a la altura de este filme. La obra habría requerido de un compositor de notas sólidas y cadencia apenada.

En suma, Crowley y Payne pretenden gravitar hacia lo pseudocósmico un tanto cursi, lo que infunde a este romance una atmósfera vagamente mística que priva a la relación amorosa de sus personajes, de su carácter concreto.

Garfield y Pugh tienen, como decía antes, una química tan instantánea que uno no duda por un momento por qué sus personajes terminarán juntos, tan evidente es. En última instancia, el cuento considera a Tobias y Almut como abstracciones y, al saltar de un lado a otro en el tiempo, nunca los hace muy presentes ni muy verdaderos.

Película, en fin, que merecerá un público sensiblero y unas críticas tan buenas como falsas pues el filme vale poquito.

Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos Beta Fiction Spain