Editorial agosto 2025

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¿Arde París?

La mítica frase ¿Arde París?, popularizada por la película francoestadounidense de 1966 del mismo título, realizada por René Clément, con guion adaptado por Francis Ford Coppola y el por aquel entonces omnipresente Gore Vidal, hace referencia a la orden de Adolf Hitler de incendiar y destruir los monumentos de París en agosto de 1944, cuando la ciudad estaba siendo liberada por los Aliados.

El Fuhrer se empecinaba en preguntar por teléfono al gobernador militar de la ciudad, el general Dietrich von Choltitz, si estaba cumpliendo dicha orden, típica por otro lado de aquellos que se consideran tan importantes como para dar a elegir a la humanidad entre ellos o el caos.

La Historia es como siempre oscura en el relato de los hechos, y las diferentes versiones que retratan a Choltitz lo pintan a veces como un héroe que desobedeció al dictador y a veces como un oportunista que solo renunció a cumplir sus órdenes cuando ya estaba seguro de ser detenido, como gesto para la salvaguarda de su integridad personal y buscando, precisamente, la absolución histórica de su figura.

Lo que parece históricamente comprobado es que ante un líder en horas bajas que solo ofrece el caos, muchos de sus subordinados acaban por contemporizar con el enemigo o se resisten a precipitarse al vacío con él, procurando nadar y guardar la ropa en un equilibrio tan arriesgado como precario. A veces esa actitud es puro teatro, a veces es sincera en su recobrada cordura. Lo cierto es que muchas veces sirve de aviso para que otros subordinados, o incluso significados y antaño devotísimos gerifaltes, vean cómo los fusibles que les preceden se queman, y esto hace que, azuzado por el miedo, el derrumbe de la arquitectura política precedente se produzca en progresión geométrica.

Francia se enfrenta ahora a su enésima crisis institucional, con gobiernos que se deterioran cada vez más rápidamente y que no dejan de apuntar al muy resistente primer ministro Macron, a quien ya se le han fundido varios plomos. Y este aviso nos interpela porque las causas de la crisis francesa son parecidas a las que sufren muchos países del entorno europeo: incapacidad para mantener un gobierno estable, crisis de presupuestos, anticipo de futuros recortes y la inminente llegada de fuerzas (aún más) populistas al poder.

La pregunta es… ¿Quién interpreta el papel de Hitler en esta realidad no ficcional? ¿Putin o Xi Jingpin, reunidos en Shanghái, exhibiendo una alternativa totalitaria de corte posmoderno en el que las garantías de subsistencia, seguridad o incluso moderado bienestar solo exigen como contrapartida la renuncia a una libertad, igualdad y fraternidad «sobrevaloradas»? ¿Trump con su nuevo sistema sobreproteccionista y gritón, despreciando las alianzas tejidas durante decenios y exigiendo un respeto hacia su país –y sobre todo hacia su persona– que no cristaliza sino en pura lisonja napoleónica? ¿Netanyahu, que, tenaz en su criminal avance, dice no admitir lecciones sobre Palestina de una nación que no parece capaz de gobernarse a sí misma? ¿Sánchez, que se escuda en que no convocará elecciones aunque no tenga presupuestos porque eso supondría hacer perder el tiempo a los españoles en procesos tan indeseables como los que atenazan al país vecino, procesos que además podrían entregar el poder a la ultraderecha? ¿Abascal o cualquiera de aquellos que en la oposición excitan los bajos instintos xenófobos para agitar el fuego y reinar sobre las cenizas, poniendo como ejemplo fallido de integración a la Francia multicultural?

¿Quién está deseando ver arder París porque eso supondrá un espaldarazo a sus propuestas políticas?

La respuesta, por supuesto, es que todos y cualquiera de aquellos excepto los ardidos, porque en la época de la posverdad y el relato, los hechos sirven como rotos para descosidos, como sayos para capas y como virtudes ante la necesidad. Hay tantas interpretaciones para sucesos aparentemente objetivos como posturas ideológicas, y eso es así porque el fuego atesora un poder a la vez hipnótico y aterrador, que arrasa con todo a su paso pero a la vez fascina por su voracidad destructiva, espectacular y poética, aunque también justiciera: no en vano las llamas del infierno castigan a los «malvados» por sus pecados, y claro… los malvados son siempre los otros.

Años son los que ha tardado Guillermo del Toro en poder llevar su Frankenstein a la gran pantall

Arde España

¿Y cuáles son nuestros pecados? Porque ya son varias catástrofes –pandemia, erupción de La Palma, DANA de octubre, incendios de verano que han sido especialmente crueles en este agosto– que padecemos como castigo divino, y en las que se muestra dramáticamente la inoperancia de la España de las autonomías, un esquema cuyas carencias no siempre son atribuibles a vicios de origen –Billy Wilder me libre de poner en cuestión el sistema autonómico de un modo tan burdo y oportunista–, sino muy probablemente a reajustes y vaciados acumulados durante años a mayor gloria del tacticismo político.

Ese tacticismo lo prueba la insistencia de nuestros desgobernantes en atribuir la descoordinación y sus fallos a un tema de competencias, eufemismo culpabilizador donde los haya, que solo muestra que viven en y para un cada vez más cercano calendario electoral. Los manifiestamente incapaces y poco previsores líderes autonómicos cuya tardía, negligente o incluso culposa gestión ha incrementado la magnitud de la tragedia, acusan al Gobierno de no tomar las riendas, sin solicitarlo sin embargo explícitamente para no mostrar su inoperancia. Por su parte, la administración central elude claramente sus responsabilidades ex-ante y ex-post, escudándose en el esquema competencial que lo mantiene alejado de las inoportunas salpicaduras de barro o chispas incendiarias.

Algunos críticos sugieren que el hecho de trocear –más que de descentrar– las mencionadas competencias, burocracia absurda mediante, puede responder a un intento de que nadie sepa cómo exigir responsabilidad a los distintos poderes, escurriendo el bulto en el humo de las acusaciones mutuas. Alguien debería pensar en aunar la filosofía política de Maquiavelo y Berlanga en un solo concepto para poder retratarnos fielmente como país.

Pero, ilustres pensadores mediterráneos aparte, si todo esto fuera cierto, la miopía de tal actitud impide ver a sus muñidores que en ella se oculta el germen del desastre, el huevo de la serpiente: si los políticos son incapaces de ponerse de acuerdo, podría pensar el votante medio, quizá fuera mejor que no hubiese espacio para tal disenso: un mando único, competente en su indiscutido autoritarismo, será siempre más efectivo que una patulea de parásitos del presupuesto.

Me parece ver a alguien, al otro lado del teléfono, preguntando si arde ya todo lo que tiene que arder en los viejos y obsoletos sistemas democráticos para poder presentarse como bombero.

Lo que arde, película de Oliver Laxe de 2019

Aunque también en esa tesitura de descreimiento y desengaño, se nos ha hecho normal escuchar eso de que «solo el pueblo salva al pueblo». Naturalmente, y viendo peligrar la poltrona, muchos irresponsables políticos se apresuran a señalar que tal expresión nos conduce al desastre anarquista o al delirio totalitario. Pero en mi opinión, el sentido de esa frase cabría retrotraerlo a cierto espíritu comunitarista y solidario antes que al fantasma de un populismo autogestor: esa frase no parece hablar de formas de organización política, sino de lazos humanos que trascienden lo burocrático; se enmarca en un nivel diferente al de la mera disputa partidista, pero es imposible que sea interpretado correctamente por quienes parecen tan inmersos en ella que ya no recuerdan que la política debe servir al pueblo, y no a sus propios intereses corporativos.

Y es que la solidaridad es un valor casi olvidado, o más bien anestesiado, que surge con la fuerza de un atavismo en estos desgraciados momentos. No parece que todo esto sea en sí mismo malo, si las raíces de esa planta no se envenenan con proclamas populistas, del tipo «Solo el pueblo salva al pueblo…y el pueblo soy yo». 

Lo que arde

Todo esto está muy de actualidad, pero en este editorial sobre cine no podemos dejar de señalar que uno de los directores de moda, Oliver Laxe, ya hizo una película sobre los incendios que asolaban el noroeste español… en 2019.

Lo que arde es una película que ya denunciaba haces seis años todo lo que hoy se esgrime como explicación para la catástrofe: la psicología de los pirómanos, el abandono del campo, la repoblación con especies vegetales foráneas, la incomprensión –como de un modo diferente, pero no esencialmente distinto, lo hiciera As bestas de Sorogoyen– de las agrias formas de vida rurales… Una prueba, en fin, de que el cine tiene muchas veces más que decir que lo que arguyen los expertos a posteriori.

Quizá a muchos les bastaría con querer mirar, con saber escuchar lo que nos dicen películas y autores, más que simplemente dedicarse a desfilar ocasionalmente por la alfombra roja esperando lucirse con una declaración afortunada frente a un micrófono.

Luca Guadagnino presentó Caza de brujas,

Venecia, donde las aguas no fluyen en calma

La alfombra roja del Festival Venecia estuvo bien nutrida este año, aunque sobre todo llamó la atención la presencia de Julia Roberts, Emma Stone, George Clooney, Sofía Coppola y Cate Blanchett.

En el aspecto cinematográfico, Luca Guadagnino presentó Caza de brujas, película que alguien ha defendido como post Me too por referirse a un caso ambiguo de acoso sexual donde nadie parece actuar noblemente y que levantó cierta polémica ya durante el festival –la periodista María Guerra interpeló a Roberts sobre la escasa «sororidad» de la película, y la intérprete le respondió de una manera elegante pero incisiva, que de lo que se trataba era de ampliar un debate anquilosado– y más tarde en la recepción de la crítica, que más parece haberse inclinado por valorarla ideológica antes que artísticamente, tanto en lo positivo como en lo negativo. División de opiniones que muestra que la polarización generada por el asunto dista mucho de ser un tema superado.

Esperaremos a verla para juzgarla, sin considerar tampoco que Guadagnino vaya a cerrar un tema que seguirá siendo espinoso por años.

Años son los que ha tardado Guillermo del Toro en poder llevar su Frankenstein a la gran pantalla. Ahora, con la ayuda de Netflix, el mexicano ha podido realizar su sueño. El veredicto del público veneciano tras la proyección fue unánime, y le otorgó casi quince minutos de ovación. Hemos de confesar que la perspectiva de enfrentarnos a la criatura nos aterra: Del Toro atesora un talento visual innegable, pero a veces su cine se ve lastrado, en detrimento del guion, por un esteticismo y una grandilocuencia cargantes.

No obstante, resulta irresistible la atracción que genera siempre el Nuevo Prometeo, así que deseamos con todas nuestras fuerzas que esta vez la genial Mary Shelley sea bien adaptada. Se lo contaremos, como siempre, de la manera más ecuánime posible.

Con respecto al palmarés, deberán esperar ustedes al editorial de septiembre, puesto que el festival de cine más antiguo del mundo no se clausura hasta el día siete del mencionado mes.

Terence Stamp en «El coleccionista», de William Wyler

Terence Stamp, el sello de un gran artista

Pero no solo de clausuras culturales, sino también vitales, debemos hablar sobre este pasado mes de agosto.

El día 17, con los ojos llenos de lágrimas por el humo, apenas nos dio tiempo a llorar a Terence Stamp, uno de los últimos actores clásicos británicos, que falleció ese día. Si esta necrológica excede los límites de la mera cortesía o el homenaje póstumo es sencillamente porque tuve la oportunidad de conocer al intérprete personalmente, en el barrio de Notting Hill, en la ciudad de Londres. Puedo dar fe de su amabilidad y encanto, además de su innegable atractivo personal; su mirada en vivo es lo que parecía en pantalla: el reflejo de la inteligencia en un magnetismo animal, atemperado apenas por cierta languidez misteriosa.

Y hablo de inteligencia porque Stamp no fue solo un intérprete, sino también un prolífico autor literario: ha escrito una novela –The night–, varios poemarios, cinco tomos de una autobiografía y… tres libros de cocina.       

Como han hecho notar algunos de los redactores de Encadenados, a Stamp se lo ha recordado últimamente mucho con la inicial saga cinematográfica del Superman de Richard Donner, donde hizo de capitán Zod compartiendo pantalla con Marlon Brando. Quizá se recurra a ese banal evento de su filmografía porque el reciente estreno de una nueva versión del Hombre de acero a manos de James Gunn hace más fácil su identificación por el público.  

Sin embargo, su carrera ha sido enormemente dilatada y aquel jalón apenas supuso una anécdota, un pequeño impulso para un reconocimiento masivo que no engrandeció un prestigio ya ganado anteriormente, con éxitos como La fragata infernal (por la que fue nominado al Oscar y recibió un Globo de oro), El coleccionista o Teorema.

Stamp acabó rodando más de sesenta películas, algunas de grandísimo éxito como Wall street, Las aventuras de Priscilla reina del desierto, Walkiria o Beltenebros, donde fue dirigido por Pilar Miró.

Eusebio Poncela en «La ley del deseo»

L’enfant terrible

Pilar Miró dirigió también a Eusebio Poncela cinco años antes en Werther, adaptación libre de la famosa obra de Goethe. El actor madrileño falleció también este agosto a la edad de 79 años. Al contrario que el desdichado amante alemán, tan romántico como apegado a una tradición que impedía forzar violentamente la ruptura del sagrado vínculo del matrimonio, Poncela fue, a su decir, un enfant terrible que no respetaba ninguna.

Autoproclamado anarquista vital, hizo siempre lo que quiso y donde quiso. Actor de poderoso instinto, se permitió trolear a Stella Adler mientras fue su alumno en Nueva York, y presumió de haber sido censurado por pobre, yonki y maricón. Poncela obtuvo gran fama en España por las series de TV Los gozos y las sombras y Pepe Carvalho, pero ganó indudable prestigio por su buen hacer en Arrebato, Martin (Hache) y La ley del deseo, además de numerosos montajes teatrales, como Marat Sade o El beso de la mujer araña.

Como Stamp, también Poncela se dedicó a la escritura, fundamentalmente dramática, pero en sus últimos años cultivó además la pintura. Recluido en la última década en un pueblo de la sierra madrileña, no dejó sin embargo de trabajar nunca. Una vida, en fin, culminada como una obra de arte en sí misma a lo largo de seis décadas.

Demasiado pronto

Verónica Echegui, por el contrario, nos ha dejado demasiado pronto. La joven actriz que saltara a la fama de manos de Bigas Luna con su famosísima interpretación de Yo soy la Juani, falleció a los 42 años víctima de un cáncer este mes pasado.

La actriz madrileña, quizá por voluntad propia y por su dedicación al cine independiente, nunca fue uno de los más rutilantes astros del star system español, pero sí fue siempre reconocida por la academia y la crítica: nominada varias veces a los Goya como intérprete en El patio de mi cárcel, Katmandú y Explota, explota, sorprendentemente fue premiada con uno de los cabezones como realizadora del corto Tótem loba.

Su carrera es mucho más dilatada que su fama, aquella que pareció alcanzar vertiginosamente tras el éxito de su película con Bigas Luna y a la que luego pareció renunciar con discreción para dedicarse a trabajar en proyectos que la satisfacían en lo personal. Echegui se ha ido tan repentinamente como llegó, en un suspiro, pero trabajando hasta el final. Un cierre muy triste para un agosto nefasto. 

Esperemos que el inicio de curso pueda darnos alguna alegría. Hasta entonces, disfruten del cine en la medida que puedan: Amenábar estrenará en septiembre El cautivo, una película sobre Cervantes en Argel que ya se quiere polémica o también podrán ver On falling, la película de la portuguesa Laura Carreira que se hizo con la Concha de Oro a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián.

Escribe Ángel Vallejo

Verónica Echegui, por el contrario, nos ha dejado demasiado pronto