Réquiem por nuestro tiempo

En 1946, Jorge Luis Borges publicó en la revista Sur un cuento enigmático y desconcertante, como casi todos los suyos, pero de un tono realista y dramático que resultaba extraño en su bibliografía.
Este cuento, que glosaba la supuesta confesión del nazi Otto Dietrich Zur Linde en los precedentes de su ejecución por crímenes contra la humanidad, mereció pasar a la historia por ser un análisis político que contenía a su vez un elemento profético. Era una tesis que no por aparentemente descabellada dejaba de ser cierta: el nazismo, siendo necesariamente derrotado por su intrínseca irracionalidad y desmesura, en cierta medida acabó por triunfar.
La conclusión de Linde parecía alucinada, pero cualquiera con un poco de olfato podía constatar su verdad: la sublimada violencia política de Carl Schmitt, reivindicada por no pocos populistas contemporáneos –algunos patrios, lamentablemente–, la estudiada propaganda de Goebbels, el culto acrítico al líder, la doctrina del espacio vital y cada vez más la de la limpieza étnica, aun siendo algunas de ellas prácticas milenarias, llegaron a su paroxismo con Hitler y se prodigaron en nuestras sociedades gracias a la constatación de su efectividad por parte de líderes «democráticos» que, sublimadas, las pusieron en práctica sin escrúpulos y a veces sin medida.
Propaganda
Y viene todo esto al caso porque Joachim Lang ha estrenado una biopic de Goebbels, en la que se supone desmitificará la figura del todopoderoso Ministro de Propaganda –que, por cierto, así se llama la película– y que fue por unos minutos líder del III Reich. Si algo ha legado a la historia este siniestro personaje son sus técnicas de manipulación de masas, que como ya hemos sugerido son hoy son moneda común en todos los gobiernos populistas.
Por si no lo saben, el ministro nazi quiso introducir una radio en cada hogar alemán para que las palabras del Führer pudieran reconducir lúdicamente la conciencia del pueblo. Digo lúdicamente porque aparte de sus interminables discursos, la radio que jocosamente sus conciudadanos bautizaron como «el hocico de Goebbels» emitía música y programas de entretenimiento. A nadie se le escapa que hoy día es la televisión la que se dedica a hozar mayormente por nuestros hogares, sin menoscabo de que las redes olisqueen también y cada vez más entre nuestras porcas miserias.
La importancia de la televisión es notoria, porque cualquiera puede ver a qué dedicaron sus esfuerzos los dos principales líderes implicados en la gestión de la tragedia en Valencia mientras el pueblo se ahogaba: a controlar el audiovisual público para después poder vender sus relatos de abandono y fracaso trocados en generosidad y esfuerzo.
Parte de este control, desde luego, se ejecuta desde los programas de entretenimiento. Ver la batalla que se traen entre manos los principales programas de ocio nocturno en nuestro país –El hormiguero, La revuelta y en menor medida El intermedio– es una buena muestra de ello. Goebbels debe estar retorciéndose de placer culpable en su tumba.
Pan y circo
Hace exactamente un año que Ridley Scott estrenó Napoleón, esa fallida biopic que atesoraba lo peor de su cine como aparente culminación de una carrera a todas luces irregular, caótica y descendente. Ahora se ha atrevido con la secuela de uno de sus grandes –y a mi juicio, sobrevalorados– éxitos que fue Gladiator.
En esta ocasión Scott se ha dejado de zarandajas filosóficas, prescindiendo de figuras como las de Marco Aurelio que daban contexto a la primera entrega, y ha optado por el puro entretenimiento vacío, desmesurado y loco. Pocas veces una película puede ser mejor ejemplo de su mensaje y de sí misma: poco pan y pésimo circo, como dirían Def Con Dos, en ese coliseo en el que aparecen rinocerontes y tiburones a mayor gloria de un espectáculo insulso, que ni siquiera se digna ya a dar un mínimo de contexto histórico-dramático, aunque sea falso, a una fábula escapista.
Y digo falso porque Scott dibujó en la primera entrega a un emperador filósofo con el rostro de Richard Harris que quiso recuperar la República y el Senado romanos en contra de las ambiciones de su hijo Cómodo, que mostraba síntomas de una degradación moral incompatible con el ejercicio de la más alta magistratura.

Sin embargo, la realidad no fue tal: al excelso escritor estoico Marco Aurelio se le atribuye la culpa de haber delegado realmente el Imperio en su vástago carnal, en contra de la tradición de los Cinco Emperadores Buenos de hacerlo en sus más aventajados y nobles hijos adoptivos. La mera nobleza de sangre nunca fue buen criterio para ejercer la potestad, y ya Platón y Aristóteles advirtieron contra el nepotismo en La República y La Política, respectivamente. Este último, por su parte, también advirtió de lo fácil que era que la monarquía –el gobierno de uno solo con vistas al bien común– degenerase en tiranía.
Es lo que tienen los clásicos: aciertan más que las encuestas.
Posverdad
Y es que ya sabemos los resultados de las elecciones de los EE. UU., en los que Donald Trump, apóstol de la posverdad, ha arrasado a su rival Kamala Harris, beata del evangelio woke. Todos los vaticinios demoscópicos fallaron estrepitosamente, y apenas tardaron minutos los desconsolados augures en explicarnos los motivos por los que el pueblo se ha re-volcado otra vez hacia el presidente naranja: que si el populismo, que si el machismo, que si el racismo, que si los cambios intempestivos de liderazgo…
Nadie va a negar que algo de eso pueda haber. Pero más bien parece que no es buena idea plantear las elecciones de todo un país en términos dicotómicos sobre el bien y el mal o plebiscitarios sobre mandatos actuales y pasados: eso no solo puede conducir al guerracivilismo, como bien sugirió la última película de Alex Garland, sino que pone en bandeja el triunfo a los más radicales.
Si de verdad quedan moderados en política, mejor harían en no deslizarse por la senda del populismo y la posverdad: en el fango que aguarda tras ese descenso siempre gana el que está dispuesto a llegar al final de todo sin escrúpulo alguno, traicionando sus propias promesas, desmontando los contrapesos democráticos o alienando su propio partido, que acabará aclamándolo como al César redivivo en congresos en que toda pluralidad es vista como una amenaza.
Consideremos por ello cómo a veces rima la historia: Napoleón fue un líder en principio republicano que quiso expandir por Europa los ideales de la Revolución y que acabó como Emperador. Es sorprendente la cantidad de ejemplos de líderes de espíritu republicano que acabaron como tiranos.
Así que Aristóteles iba encaminado en la idea de la degeneración de las formas de gobierno… pero quizá se quedó corto al imaginar los pasos que podían conducir de la degradación de la república a la tiranía.
Maquiavelismo
Así que volvamos a los clásicos de la filosofía política para hacernos eco de ello: una de las ediciones más celebradas de El príncipe, de Maquiavelo, es la comentada por Napoleón Bonaparte. Yo, que tuve la suerte de leer esa edición en mis años mozos, no dejaba de sorprenderme del narcisismo que traslucían las notas al pie del corso en la obra del toscano. Narcisismo, maquiavelismo, psicopatía… esas son las tres notas de la tríada oscura de la personalidad. ¿Cuántas de ellas entonan nuestros actuales líderes?
En el Medievo, pero sobre todo en la Modernidad se asociaba el tritono o la tríada, conocida como «Mi contra Fa», «cuarta disminuida» o «quinta aumentada» a la aparición del diablo. ¿Por qué nos atrae tanto esa música? ¿Qué fascinación oculta el mal? ¿Qué sucede cuando este se combina con la erótica del poder?

Fanatismo
Volvamos al cine para ejemplificarlo con el recuerdo de la muy recientemente fallecida Silvia Pinal, actriz fetiche de Buñuel, protagonista de una de las encarnaciones más bellas del diablo en pantalla, que pudimos ver en el mediometraje Simón del desierto.
En esta película, el genio aragonés realizó una devastadora crítica a los ascetas iluminados, que por la aparente senda del bien conducían a los desastres a sus seguidores: recordemos la escena en la que a un ladrón indultado por gracia y milagro divinos se le devuelven las amputadas manos, y lo primero que hace es golpear a su hijo, sin aparente propósito de redención.
También cómo Simón abandona a su pueblo en manos de las huestes del Anticristo, porque al fin y al cabo solo busca en su desmesurado y fanático narcisismo ser digno de Dios, lo que acabará por llevarle, al fin y al cabo, al infierno neoyorkino en que el diablo –Pinal– le sugiere al ritmo de rock and roll –la música trítona por excelencia– tanto un apocalipsis nuclear como un castigo eterno para el santón fanático y despreocupado de su pueblo.
Pinal trabajó con Buñuel nada menos que en Viridiana y El ángel exterminador, pero no podemos reducir su contribución a la historia de la interpretación solo a esos trabajos: más de ochenta películas, varias series de televisión y un gran número de representaciones teatrales la respaldan.
Con ella se nos ha ido una leyenda, pero su obra permanecerá más tiempo incluso que la columna de Simón del desierto.

Miedo
Es mejor para el príncipe, según Maquiavelo, alcanzar un equilibrio entre ser querido y temido por su pueblo; pero siendo tal mesura casi imposible de alcanzar, debe sin duda inspirar temor antes que amor, puesto que lo último lo pone a disposición de otros y lo primero le otorga independencia y autosuficiencia.
El Zar de la Confederación rusa ha amenazado, como el diablo, con un apocalipsis nuclear, y ha lanzado uno de sus misiles más avanzados con potencial carga atómica contra Ucrania para mostrar que va en serio, y así ser respetado mediante el terror que nos infunde el fuego radiactivo.
Nadie le cree, realmente, pero los maquiavélicos y populistas se han aprestado a agitar el fantasma de la guerra nuclear para galvanizar a sus súbditos –que no otra cosa consideran a sus gobernados– y han empezado a repartir folletos sobre supervivencia y aprobar decretos sobre posibles conflictos bélicos para asustarnos a todos y atarnos en las tinieblas.
Se dice que una película –El día después, un telefilme que acabó estrenándose en cines– asustó tanto a Ronald Reagan que lo impulsó a firmar los tratados de desarme con la Unión Soviética. Hoy, por contra, la exhibición pirotécnica de Putin ha servido de excusa para que las naciones se rearmen frente a una posible escalada.
Relean el cuento de Borges. Allí lo deja bien claro:
«Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas».
No habrá paz. No parece ser este el estado natural del ser humano, que solo se alcanza en la paradoja: si vis pacem para bellum, que diría Vegecio.
Pero yo que soy también, paradójicamente, un pacifista irredento, no me resigno a añadir a la primera frase un complemento, que alude a la vez al título de una película de Enrique Urbizu: No habrá paz… para los malvados.

Esperanza frente al populismo
El recurso a la película protagonizada por José Coronado no es vano: La Ciudad de la Luz, donde fue rodada, ha reabierto sus puertas para dar una nueva vida al audiovisual valenciano, tan necesitada como está esta tierra de nuevas esperanzas. En los últimos tiempos se han rodado 14 producciones nacionales e internacionales, la última y más famosa de las cuales, Venom III, que se proyecta actualmente en las salas de cine, dejó un impacto económico de más de 35 millones de euros.
Pero sin duda La Ciudad de la Luz será recordada por haber acogido el rodaje de Lo imposible, de Juan Antonio Bayona, y Crematorio, de Jorge Sánchez Cabezudo, sobre una novela de Rafael Chirbes.
Ambas obras parecen combinarse en el imaginario colectivo para dar lugar a una triste metáfora sobre lo que es hoy día la Comunidad Valenciana.
Pero no hay que perder la esperanza.
Acosados por vastos casos de nepotismo y corrupción, espero que veamos morir algunos populismos. Sus manos estarán contra todos y las de todos contra ellos. Pero no solo los actuales tiranos pseudodemocráticos pueden considerarse disfuncionales en un sistema que nosotros forjamos, nosotros que ya somos su víctima: las prácticas populistas vinieron para quedarse y el desmontaje de los estados ha llegado a tal punto que sus costuras le hacen pender de unos hilos que se van rompiendo con cada catástrofe.
En esa desolación, sin embargo, muchos se dan cuenta del inmenso error que supone fiarse de quienes nos abandonan, como Simón, o quienes nos conducen a la guerra, como Napoleón, solo para satisfacer su narcisismo.
Desconfiemos de quienes nos tientan o nos enfrentan, porque de ellos será el reino de los infiernos.
El Ángel exterminador sonríe paciente al otro lado de la puerta de salida.
Escribe Ángel Vallejo
