Berlinale, 59 Festival internacional de Berlín (5): de todo un poco

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De premios, películas e intrascendencias
Escribe Daniela T. Montoya

De premios…

La Berlinale hizo un quiebro en su controlada organización. Estaba más que justificado. Además de otorgar el premio de Cámara de Oro a los ya anunciados, Claude Chabrol y el productor germano Günter Rohrbach, el festival decidió por sorpresa incluir entre los honoríficos a Manoel de Oliveira. No es para menos, dada su prolífica trayectoria cinematográfica.

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De esta forma, el festival no quiso desaprovechar la presencia de Oliveira, cuya ultima película / Eccentricities of a Blond Hair Girl estaba programada en una sección especial, para rendir un sentido homenaje al centenario director luso. Y ahí estuvo el martes, en los cines Paris de la capital berlinesa, acompañado por parte de la trouppe que participa en este nuevo drama romántico.

Y en la gélida mañana del miércoles se han entregado los premios a los cortometrajes de esta 59 edición. El jurado, compuesto por Jury Khavn de la Cruz (Filipinas), Arta Dobroshi (Kosovo) and Lars Henrik Gass (Alemania), consensuó que el Oso de Oro al mejor cortometraje fuera a parar a Please Say Something, de David O’Relly, por “su historia muy humana”; y el de Plata para Jade, de Daniel Elliott, por su cautivador drama de una joven mujer.

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…películas…

El cine político, del que hacía gala la Berlinale del año pasado, parece haber dado paso al cine social. Primero fueron Darbareye Elly / About Elly y The Messenger, ahora London River y Katalin Varga (a las que se podrían sumar en breve La teta asustada) quedan ancladas en el sufrimiento de personas concretas, si bien abren las puertas a posibles extrapolaciones sobre el contexto político-social. No es baladí que los discursos más grandilocuentes hayan pinchado (caso de Storm) o se relegaran a secciones paralelas (por ejemplo, las películas sobre la especulación con los alimentos básicos, en Food, Inc. y Terra madre).

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London River toma los atentados terroristas que tuvieron lugar en la capital británica en el verano de 2005, pero lo hace sólo como elemento vertebrador del discurso. En ella, Rachid Bouchareb (francés de nacimiento) elude hacer ningún tipo de análisis político ni, por supuesto, recrearse en el drama que generaron dichos atentados. Bouchareb va más allá de los hechos al proponer con London River una alegoría sobre la tolerancia.

Tras realizar diversos cortometrajes, y sin grandes pretensiones (no en vano, en realidad es un telefilme producido por el canal de televisión francés Arte), Bouchareb se estrena con este largometraje cuya historia se circunscribe casi exclusivamente en dos únicos personajes contrapuestos. Por un lado, Elisabeth, la Sra. Sommers, es una mujer (blanca), declarada protestante, viuda de un marine católico, que vive sola en su pequeña granja; por otra parte, el Sr. Ousmane, africano de procedencia, musulmán practicante, hace más de una década que dejó a su mujer e hijos en África y trabaja como forestal en Francia.

El preludio en que se presentan ambos personajes es bastante clarificador sobre las intenciones de Bouchareb: un breve extracto de Elisabeth asistiendo a una misa oficiada por un cura protestaste que, en ese preciso instante, se toma la libertad de pedir una relectura de la Biblia (amar al vecino, pero también al enemigo); y Ousmane, como buen musulmán, realizando sus plegarias en el momento en que irrumpe la voz de una guía turística que, con motivo de una pintura de la capilla, explica una (de tantas) represalias sangrientas que se realizaron en “defensa” del cristianismo.

Ambos protagonistas se enteran de los atentados a través de los medios. Y, al no tener noticias de sus respectivos hijos residentes en Londres, deciden ir hasta la ciudad para buscarlos personalmente. Este viaje en busca de su descendencia se convertirá en un encuentro entre dos culturas que parecían opuestas. Bien a través del descubrimiento de las nuevas vidas que estaban iniciando estos jóvenes, paradigmas de la multiculturalidad; o bien por el darse cuenta (principalmente la señora Sommers) de las similitudes que tienen al margen de la fe religiosa.

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Katalin Varga también parte del sufrimiento que genera la violencia, en este caso una violación, para abrir una reflexión sobre las consecuencias sociofamiliares que conlleva y los medios que se utilizan para resarcirse. Apenas hay palabras cuando el dolor corroe las entrañas, y la opresiva ambientación sonora suple con solvencia esa verdad callada. Sonidos fantasmales reverberan como el eco entre las montañas. El paisaje engulle a Katalin (Hilda Péter), acompañada por su inocente hijo Orbán (Norbert Tankó), en su viaje sin retorno.

La poética de Katalin Varga supera el dilema moral que subyace a la trama. ¿Es justa la venganza? Tampoco importa mucho, ya que en la naturaleza no se encuentra la justicia. En todo caso, son los hombres los que se encargan de ejecutarla.

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Por el camino de la comedia desinhibida tiró Stephen Frears con Chéri. Logró llenar la sala y, encima, entretuvo con una película de amoríos entre aristócratas y madames en el Paris de principios del siglo XX. (Parece que la época inspira entretenidos divertimentos, como el que realizó Joaquim Oristrell con Inconscientes.)

cheri.jpgEn la película de Frears, los líos amorosos se producen entre la veterana Léa  (Michelle Pfeiffer)  y el dandy Chéri (Rupert Friend), junto a sus respectivos prometidos. Pero es la madre del joven Madame Peloux (inmensa Kathy Bates) quien incita el encuentro, y será la voz en off de un narrador quien medie entre los sentimientos de la pareja. El plan de Madame Peloux es que su hijo se adiestre en el campo de la galantería y de la seducción para, en unos meses, prometerlo en un matrimonio de conveniencia para el linaje y las arcas de la familia. Lo inesperado, para la maestra del amor Léa  y el para el indiferente Chéri, será acabar enamorándose.

Chéri es punzante con los diálogos, las caracterizaciones de los personajes, la música y, en definitiva, con la puesta en escena. La agilidad narrativa, por momentos haría pensar que tras la cámara está Woody Allen, aunque en los instantes finales decae cuando los protagonistas bajan la guardia y desvelan sus sentimientos.

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…e intrascendencias.

Irrelevantes en lo que pertoca a la competición fueron Forever Enthralled, Happy Tears y Notorious (si bien esta última, por programarse fuera de concurso).

Guardan similitudes temáticas Forever Enthralled y Notorious, ya que ambas películas pretenden homenajear a dos figuras destacadas de la música de sus respectivos países, a saber, la Opera teatralizada china y el rap estadounidense, respectivamente. Para lo cual, realizan un retrato más o menos  próximo de las vidas de estos dos hombres.

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Notorious, sobre la ascensión y declive del rapero Christopher Wallace, apodado “The Notorious B.I.G.”. Al contrario de lo que se podría prever, el filme no se convierte en una montaña rusa de actuaciones, disparos y demás momentos efectistas inevitablemente ligados a ese estilo musical nacido en los suburbios neoyorkinos.

Recapitulando en una narración en off, el propio Notorious relata su éxito como cantante sin desvincularse de sus relaciones filiales. Así, el director George Tilman Jr. logra que la celebridad sea percibida como una persona, con sus debilidades y temores, pero poco más ya que la narración es bastante convencional.

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De lo más soporífero de la jornada del martes (y, seguramente, del conjunto del certamen) fue la película china Forever Enthralled. Da que pensar cuando la sinopsis contenida en el catálogo del festival es más explícita que lo que cuenta la película.

Dirigida por Chen Kaige (quien en 1993 fuera multipremiado por Adiós a mi concubina) subdivide la película en tres momentos supuestamente decisivos de la vida de Mei Lanfang, considerado uno de los intérpretes que más aportaron a la Opera de Pekín. Así, en primer lugar, una introducción en el mundo de “los excepcionales”, debiendo elegir un apoderado que le represente; sigue con su asentamiento personal contrayendo matrimonio; y el posterior declive, coincidiendo con la invasión japonesa. El problema es que la contextualización social es superficial y confusa, luego la vida amorosa es introducida con calzador y carece de intensidad: y, por último, el conflicto político no aporta nada nuevo a esta historia tan esquemática.

Da igual la impecable fotografía de Forever Enthralled, su perfecta ambientación o la delicadeza con que Kaige mueve la cámara cuando lo que se esta contando es tan pobre que deja indiferente. Incluso la parca banda sonora es repetitiva. Por muy bien envuelto que esté el paquete, el contenido es banal. Y las cuidadas formas, por sí solas, no suplen la planicie del relato.

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Pero lo más insoportable fue la cinta estadounidense Happy Tears, producida, dirigida y escrita por Mitchell Lichtenstein. En este caso la multiplicación de tareas está más que justificada ya que la personal mirada que imprime a esto carece de viabilidad comercial (a menos que se bombardee a los posibles espectadores con publicidad engañosa). No sólo es desagradable la forma en que observa la vejez y cómo caracteriza a las mujeres, sino que es irritante.

Para colmo, la carencia de guión es suplida por una absurda concatenación de instantes que pretenden hacer gracia, pero sólo consiguen mosquear al personal. (Y obviamente no desvelamos ningún secreto si contamos que finalmente la familia es súper feliz a raíz de hacerse millonarios.) Es posible que su humor grosero tenga gracia con unas cuantas cervezas encima, pero ni la introducción de delirantes fragmentos oníricos son apropiados, ni el tono es afortunado.

¿Cómo se explica, pues, que la Berlinale haya invitado semejantes películas a participar en la competición oficial? ¿Quién decía que el cine estadounidense apenas tenía presencia en esta edición cuando, para bien o para mal, se ha hecho notar? ¿Acaso los asesores de la organización no tienen buenos contactos asiáticos o es que por aquellas tierras se han quedado sin ideas frescas e innovadoras?

Quizás Cannes pueda dar una respuesta más acertada de lo que acontece por el cine oriental.

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