La Historia crítica de los Estados Unidos
Escribe Adolfo Bellido López
Prólogo
La crítica que va a continuación la publiqué en la revista Cinestudio. Fue en el número 111, correspondiente al mes de julio de 1972.
Había comenzado en 1965 mi colaboración en esta revista, la tercera en discordia en el mundillo cinematográfico de aquellos años. La tercera si descartamos Fotogramas, ya que entonces, como ahora, va por otro lado.
Las otras dos revistas de aquellos años eran Film Ideal y Nuestro cine. Por decirlo de alguna manera, la primera de ellas (desde la derecha, aunque no todos sus redactores lo eran) se erigía en la defensora de un cine de “forma” (estético, fílmico en una idea menos que más acorde con la mítica revista francesa Cahiers du cinema), la segunda valoraba el fondo (desde un planteamiento de izquierdas), es decir, el cine de ideas, el comprometido… En tierra de nadie se encontraba Cinestudio, una especie (con cariño) de cajón de sastre.
En Film Ideal, fundada por Pérez Lozano (luego “expulsado”), escribieron entre otros Félix Martialay, Arroitia Jáuregui, Miguel Rubio, José Luis Guarner, Fernando Méndez Leite, José María Latorre, Manolo Marinero… Nuestro cine, fundada por José Ángel Escurra y José Monleón, contó entre otros con Jesús García Dueñas, César Santos Fontela, Antxon Eceiza, Víctor Erice… Por su parte en Cinestudio, fundada por Pérez Lozano después de su salida de Film Ideal, tuve de compañeros entre otros a Fernando Moreno, López Tapia, José Luis Garci, Giménez Rico, Adolfo Castaño… y a algunos de los actuales componentes de esta nuestra revista digital Encadenados, caso de Carlos Losada y José Luis Martínez Montalbán.
Creo que esta crítica sobre la película de Frankenhimer fue mi despedida de Cinestudio. Fui uno de los pocos críticos que defendió la película. El silencio y el desprecio hacia ella fue total. Aquello me llenó de perplejidad. Y también de una cierta rabia. Tal que, en aquel momento, decidiera no escribir ninguna crítica más de cine. Cinestudio seguiría saliendo hasta poco tiempo después: el último número fue de 1973
Realmente mi postura se debía a una especie de “soberbia” y desilusión. Tomé una decisión que a algunos sorprendió, pero que no expliqué en aquel momento. Ni siquiera comenté que dejaba de escribir. Tal “rabieta”, en realidad, duró poco. No he sido el único que ante la incomprensión frente a una película que el crítico consideraba notable, decidiera abandonar su labor. Tampoco el único en tomar esa postura para terminar volviendo. Un caso notable fue unos años después el de Diego Galan, crítico de la revista Triunfo quien decidió “tirar la pluma” al ver el poco interés despertado por La luna (1979), de Bertolucci.
Lo que va a continuación es, pues, la crítica que realicé para Cinestudio cuando se estrenó en los cines españoles la película de John Frankenheimer, en 1972.
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I
Un sheriff (Gregory Peck) mira –la vista perdida hacia, quizá, lugares muy lejanos– el agua de un embalse. A lo mejor allá existe otra vida donde estará todo aquello que ahora echa en falta. Algo quiere sacarle de sus pensamientos “rabiosos”, de su ensoñación: la radio de su coche “dice” algo. Su secretaria le recuerda que debe pasar por la carnicería (o por la pescadería o por la tienda de comestibles, para el caso es lo mismo) y comprar la carne (o el pescado o la comida) que ha dejado encargada su mujer.
La radio del coche policial, preparada para recibir mensajes urgentes, desgracias “nacionales”, sucesos delictivos, se ha transformado en “chico de recados”. Silencio. Gregory Peck no reacciona. La llamada se repite apremiante, ordenadora. Lo cotidiano, lo vulgar también se encuentra en ese lugar, situado en los confines del territorio “nunca pasa nada” arruinando hasta el odio de algo repetido hasta la saciedad.
Con repugnancia, con odio, se cierra la obertura del filme. Ahora comienzan los títulos de crédito: el sheriff, sin contestar a la llamada, apaga con furia la radio y pone el coche en marcha. Lo que hemos visto en este breve inicio, nos ha ganado. Es una pequeña secuencia viva, lacerante. Ahora suena una canción (“Yo vigilo la línea”). La película de Frankenheimer ha comenzado. Nuestro aliento se ha contenido. Las primeras imágenes sugerentes, abiertas a todo un mundo, nos han atrapado.
II
A pesar que el cine de Frankenheimer hasta el momento no me ha interesado demasiado, tengo que reconocer que casi siempre es un director de notables ideas. Sus películas han sido tanto mejores cuanto las ideas se notaban menos. Los buenos temas (y a veces excelentes) de sus filmes no habían encontrado una técnica apropiada para su desarrollo. Existía como un desfase entre sus ideas (el fondo) y la manera de expresarlas (la forma). No llegan a ser tan extraordinarios, como presagian sus temas, títulos tales como Plan diabólico, El mensajero del miedo o 7 días de mayo. El barroquismo de la puesta en escena o la ausencia de un adecuado ritmo cinematográfico impiden que las películas adquieren una gran calidad. Se trata de historias originales con (demasiadas) buenas ideas y un tono claramente progresista, en las que falta ordenar convenientemente sus elementos dispares y desapareados. Las excelentes intenciones del director no bastan para apuntalar una buena película.
Ilógicamente, los temas más nimios, tópicos o trillados presentes hasta este momento en el cine de Frankenheimer habían dado lugar a sus películas más ágiles, mejor contadas. Tal es el caso de El tren y Grand Prix.
Su anterior filme, Los temerarios del aire –con el que éste que comentamos tiene muchos puntos en común– mostraba otra manera de “mirar”. A raíz de ese título la Filmoteca Francesa ha realizado una revisión sobre la obra del director norteamericano, al tiempo que la crítica cinematográfica francesa intenta revalorizar al director de Los jóvenes salvajes.
III
Durante los títulos de créditos de Yo vigilo el camino suena una canción, que se repetirá a lo largo del metraje y que es además la que da título al filme. Es una balada de Johnny Cash. El “paseo” de los personajes es acompañado por la canción (hay que agradecer a la distribuidora el subtitulado de la canción debido a la importancia que la letra posee respecto a la historia narrada) con el fin de expresar los sentimientos escondidos (interiores) del protagonista. Cabría preguntarse sobre la licitud del método, ya que la canción resulta demasiado explicativa.
La mirada del director nos muestra la vida del pequeño pueblo de un moderno “oeste” en que transcurre la acción. Sus habitantes son muertos en vida, parados en una mirada hacia ninguna parte. Sin ilusiones, viven anclados en el ayer, en la mentira ensoñadora de un sueño del que no quieren despertar.
El sheriff Henry, un Gregory Peck demasiado monocorde, en la segunda escena, a continuación de los créditos, se encuentra con la juventud, el afán de lucha, la rebeldía. Con, en unas palabras, una razón para vivir. Aparece Tuesday Weld (Alma). En realidad es igual quien aparezca. Lo importante es que quien lo hace es una mujer joven, y por el hecho de serlo, valiente, realista, ilusionada, anticonformista y, sobre todo, con unas locas ganas de vivir.
Henry la seguirá, se prenda de Alma y de todo lo que ella simboliza. Así se irán orquestando las escenas más logradas, perfectas, del filme: la visita de la chica a la oficina, al atardecer, con toda la posterior escena de la toma de la Coca Cola en la sala de juicios (presidida, por cierto, por un retrato del presidente Kennedy, muerto hace años, y amigo del director). Una escena magistral como está dada, con esos dos personajes cohibidos, mirándose a hurtadillas sin saber de qué hablar. Sus palabras llenas de vaguedades, de cosas sin sentido son el reflejo de todo su estado anímico. Momento excelente, como la posterior del coche o la visita a la casa “de los fantasmas”, otro ejemplo de mundo muerto, en ruinas.
IV
La película no es, como algunas críticas se han encargado de dictar, un melodrama, a pesar que la historia posee elementos melodramáticos, tampoco es (simplemente) una historia de amour fou –aunque existan elementos propios de ello–, ni tan siquiera es la historia de la degradación de un hombre. Ver el filme únicamente de cualquiera de esas maneras supone poseer unas enormes dioptrías cinematográficas.
El filme es, englobando todo lo anterior, la Historia crítica del momento actual de un país –EEUU–. Habla de sus ciudades, pueblos pequeños enterrados en vida. Cuenta historias de la Historia de una nación triste (panorama desolador americano) moviéndose en el filo del engaño, de la hipocresía.
Nos encontramos muy lejos de la América cómoda, feliz, apestante de dinero. Muy lejos del happy-end cantado por Hollywood y muy cercanos a un mundo ausente de valores, donde sus habitantes carentes de ilusiones, ausentes de amor, se enfrentan a una guerra que cercena su existencia. Una falsa prosperidad que les aplasta, volviéndose contra ellos mismos. Vidas al borde de la clandestinidad, de la delincuencia como forma de subsistir.
El filme de Frankenheimer es, en este sentido, análogo en su estructura a El compromiso de Kazan, aunque sus identidades se concentren en la presencia de una misma situación conflictiva: la alineación de una colectividad. En ambas películas, además, se opta por la sugerencia y no por la explicitación de las razones de ese estado de cosas. En Kazan se habla de unos medios acomodaticios e informativos –casi deformativos– inmersos en la atmósfera parada, muerta, de un pueblo entrevisto a través del flash-back de las relaciones familiares o ambientales.
V
En la película, la historia de amor se complica con una semi-intriga policíaca, a través de la cual se sigue el proceso liberador-fracasado del protagonista, por el cual lucha para salir de un mundo –una existencia– cada vez más oscura y gris (un gris acorde con el poco brillante colorido de la película). Idas y vueltas en un proceso donde al final no queda otra salida que ir contra la misma sociedad abusiva, engañada y engañadora.
¿Dónde está la verdad y dónde la mentira? ¿Dónde la salvación? ¿Dónde la ley y el desorden? Henry no lo sabe con exactitud. Al final, él mismo formará parte del mundo del delito. Él, un sheriff emergido del mundo del viejo oeste. En la escena final la trayectoria del protagonista se ha cortado. La verdad, el inconformismo, la juventud no son sino un sueño más que acaba evaporándose. Ahora sólo queda esperar la muerte.
Henry, en el final, corre desesperado tras Alma. Cuando la alcanza a ella y a su familia, tendrá lugar una lucha y en ella él será herido por la hoz que la chica esgrime. ¿Por qué ella es la ejecutora? La razón probablemente haya que buscarla en el despertar de una mentira más, de la creencia en algo que hace mucho tiempo quedó atrás.
El sheriff queda caído en tierra, implorando una muerte que no llega. La canción de Johnny Cash vuelve a sonar. Los rostros de los habitantes del lugar (“muertos en vida”) vuelven a aparecer en la pantalla. No es todo alegría en el país del dinero. El dólar no lo es todo. Algo falla cuando la gente no está contenta, cuando los ciudadanos en vez de vivir, sobreviven.
VI
El padre y los hermanos de Alma deben fabricar whisky clandestino para vivir. Es la forma de “salir a flote” en un mundo sin futuro. Hay que vivir. Pero ¿qué es la vida? Personas que andan, miran, comen, descansan en sus mecedoras el día y la noche, niños que juegan a la guerra de alguna parte –enseñándose a morir, a matar–, mujeres que siguen los “prudentes” consejos de “selecciones” (“¿sabes -dice la mujer de Henry-, que esa revista dice que a tu edad hay que tener alguna aventurilla: no tengo inconveniente, por tanto, en que sigas viendo a esa mujer”… “No, no entiendes nada de lo que está –me está– pasando”, contesta él) y cuyo único afán es mantener las apariencias; funcionarios “felones” dadores de consejos, pervertidores o engañadores de la propia Administración en nombre del orden, el maldito “Orden”.
VII
No es quizá, Yo vigilo el camino, una obra maestra. Hay errores, balbuceos, personajes desdibujados (frente a otros definidos en un único plano), incluso Frankenheimer sigue mostrando una realización enfática en más de un momento, sin olvidar algunos diálogos que suenan a frases lapidarias. No obstante, lo positivo es muy superior a lo negativo en esta película. Existe una buena historia, un anticonformismo, una denuncia, un tono decididamente crítico y progresista.
Este filme de Frankenheimer es ante todo la historia de una sociedad en crisis narrada desde la verdad. Aquí el director huye del tópico para hablarnos de realidades.
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Epílogo
Hoy se podrían decir, a la vista de la obra total del director, otras cosas. Pero las principales creo que quedan reflejadas en esta “antigua” crítica.
Faltaría quizá señalar esa sana obsesión de Frankenheimer por contar la historia desde el propio lugar en que transcurre. Su cine ha huido siempre de los estudios para mostrar la calle, la ciudad desde sí mismo. Es su apuesta por el realismo. Hay que ver, por ejemplo, cómo se utiliza el espacio en el díptico (unido casi en el tiempo) formado por esta película y la anterior, Los temerarios del aire.
En los dos títulos citados hay pueblos pequeños deseosos de glorias, escondidos en hipócritas ambientes familiares. Gente que mira desde el desencanto, la humillación o el odio. Personas sin futuro hundidas en pueblos tristes y chismosos. Lugares habitados, como la casa, hoy en ruinas, que recuerda el sheriff (curiosamente un personaje con muchos puntos de contacto con Tommy Lee Jones en No es país para viejos de los hermanos Coen) en su visita con Alma: un edificio que sus hermanas –fallecidas, cómo no–, en sus juegos infantiles, creían habitado por fantasmas.
No hay huida posible aquí para Henry, como no la había en Los temerarios del aire para el personaje (frustrado y cobarde) interpretado por Deborah Kerr. El creerse alguien implica llevar una placa (para nada sirve) o tirarse en paracaídas: ser distintos, estar por encima del resto. Y tener la sensación, como Burt Lancaster en el filme citado, de ser un dios que dicta su propia muerte al negarse a abrir el paracaídas.
Todo es igual. En uno u otro caso la vida seguirá con sus frustraciones, sus (falsas) celebraciones decoradas con fuegos de artificios o bandas de música solitarias.
Pueblo reales que Frankenheimer ha sabido retratar en su cine como pocos directores norteamericanos lo han hecho. Y lo hizo llegando a los mismo lugares de la América profunda de los que intenta hablar.
Concretamente, en Yo vigilo el camino rodó en el Estado del Mississippi y la acogida no fue demasiado favorable, como él mismo se encargó de explicar en una entrevista. Según el director, los habitantes del lugar les amenazaron con dispararles si no se iban del lugar. No se fue y retrató perfectamente un pueblo habitado por un grupo de gente muy cercano a los zombis.