Impresionante Angelica
Escribe Adolfo Bellido López
Angelica (Claudia Cardinale) es quien acude sustituyendo a su madre a la cena, que ofrece, por su llegada a Donnafugata, el Príncipe de Salina (Burt Lancaster) en su palacio. El padre de Angelica, Don Calogero (Paolo Stoppa) trata de disculpar la ausencia de su esposa, poniendo como excusa (falsa) que está indispuesta. Mentira importante o sin importancia, depende de quien escuche o comente tal hecho, porque todos saben la verdad, al menos los que habitan en Donnafugata: la esposa es “guapa pero más torpe que un asno” como la definirá Don Francisco, el organista de la Iglesia (Serge Regianni). Tal mujer, por tanto, no tiene cabida, en el grupo que se apresura a instaurar (o aceptar) el nuevo orden. La joven Angelica, con toda una vida por delante, si puede hacerse un hueco entre los poderosos. Será ella, además, la pieza fundamental del cambio.
¿Poderosos? ¿Quién forma parte del gran cortejo venerado? ¿Acaso han sido tan profundo los cambios que quienes ayer eran reverenciados hoy son fusilados, encarcelados, apaleados o condenados a un aislamiento silencioso? No, nada de eso ha ocurrido. Más bien al contrario. Los de siempre siguen siendo reverenciados: el poder sigue siendo el poder y estando (de distinta manera, si así desea expresarse) más ladinamente oculto, pero, sin duda, se encuentra en las mismas manos.
Garibaldi ha luchado por la Reunificación de Italia y en Sicilia ha barrido la Monarquía borbónica, poniendo fin a muchos años de un dominio español iniciado siglos atrás con la Corona de Aragón. Pero ¿ahora qué? ¿Qué debe hacerse?
Está claro: debe procederse a cambiar todo para que todo siga como y donde está. Tancredi (Alain Delon) expresa claramente tal razonamiento a su tío, el Príncipe de Salina. Primero hay que “luchar” junto a los “insurrectos” para evitar la revolución. Esconderse incluso, si es necesario, de los que hasta ahora han sido “los nuestros”. Después será la hora de “salir“ del escondite y proceder a sustituir a un rey por otro: la monarquía seguirá adelante con otro nombre. Entonces se podrá eliminar a los revolucionarios como sea, ejecutándolos si es preciso. De esa manera seguirán mandando los que siempre han ostentado el poder. Todo esto no se dice con palabras en el filme, son las imágenes las que lo sugieren.
El final
Se escucha en off una descarga de fusilería. Con las primeras horas del día (¿es realmente un amanecer?) se cierra la película, finaliza el círculo (anti)revolucionario. Ha concluido una larga fiesta reflexiva e inflexiva. El Príncipe de Salina ha visto su muerte en el espejo. Ahora, ya en la calle mientras se dirige a su casa, le muerde el recuerdo en sus carnes: “siente” el paso del viático anunciando la muerte de alguien. Y el príncipe antes de perderse entre las sombras de una calle cercana, se arrodilla y baja su cabeza.
La aristocracia, al menos la culta, la distinguida, envejece y muere mientras sus sucesores (aprovechados, arrivistas, falsos) se emborrachan con el domino del poder. Por si eso no bastase, los reyes siguen reinando sobre una (recién nacida) Italia unificada. Una nueva Casa Real, la de los Saboya, ha sustituido (en Sicilia) a los Borbones. Un poder mayor que el anterior: el nuevo Rey lo será de toda la nueva Italia reunificada por la amansada revolución. Ese es el momento preciso, ideal, necesario para fusilar, hacer desaparecer, a los garibaldinos.
El tiempo de la revolución ha pasado; los revolucionarios deben morir porque han cumplido su papel histórico. Han sido unos meros comparsas (necesarios, utilizados) manejados por los verdaderos intrigantes (siempre en la sombra). Su tiempo ha pasado. Ya no son necesarios. La Historia les exige morir. Pero como delincuentes o traidores, nunca como héroes.
Volvamos al instante final. El Príncipe de Salina (una especie de muerto en vida) mientras camina hacia su palacio, después de haber asistido al último baile (¿su ultimo baile?), escucha a lo lejos descargas que anuncian los fusilamientos de los (ayer ilusos) vencedores. Vencedor y vencido, el Príncipe asiste al nacimiento de una nueva época, al tiempo que acepta su propia su muerte. Nada tiene que hacer, nada le espera en el “nuevo” mundo. Orgulloso sabe que nunca podrá pertenecer al (hipócrita y “vulgar”) nuevo orden que ha sido instaurado. Incluso, antes ha rechazado formar parte del nuevo Parlamento. No es el suyo. Ahora acepta con resignación la muerte. A su alrededor todo cuanto ocurre, acontece, le lleva a reflexionar sobre el tiempo que se va. En el plano final se dirige hacia un callejón oscuro. Y por allí se pierde.
Excelente clausura para una gran película. Distinto final del de la novela. En ella, se nos traslada en el tiempo a unos años después de la muerte del Príncipe de Salina. Se trata de recabar datos no sólo sobre la muerte del príncipe sino también sobre la decadencia de su Casa. Y, entonces, cómo no, la vida de las personas ha discurrido por caminos distintos de lo esperado. Así ocurre con el matrimonio de Angelica (engañada y engañadora) y de Tancredi (engañador y engañado), convertido en una farsa. Pero ese añadido no hace falta en la película para comprender que hemos asistido a la desaparición de un periodo histórico. Basta con el final que presenta Visconti.
Aristócratas y adinerados ciudadanos
¿Cambio real o aparente de poder? La confabulación entre los ricachones burgueses (enriquecidos con malas artes en muchos casos) y los arruinados aristócratas engendra la nueva y errática sociedad. Aquellos sustituirán a estos. Les comprarán o se apropiarán como sea de sus títulos nobiliarios. Para ello, lo más fácil será proceder a pactar bodas aparentemente selladas por el amor. La mayoría de ellas serán (ocultos, no firmados) contratos de conveniencias.
Los burgueses quieren ostentar el poder. Los aristócratas no perderlo. Nada mejor que proceder a un pacto. A unos les falta el título que señala el Poder de siglos, a los otros les falta el dinero. En ese mundo en (falso) equilibrio, los aristócratas arruinados serán vistos con respetuosa avaricia por los nuevos ricos: estos saben cómo obtener dinero pero, en general, son vulgares e incultos.
La mirada escrutadora de Visconti muestra con claridad el cambio irreversible por el que la cultura (¿equivaldrá a nobleza?) y el dinero se alían para engendrar la nueva sociedad. Una alianza entendida incluso como una transacción comercial. “Los unos” son figuras convertidas es estatuas de alabastro o retratos para adornar corredores; “los otros”, desheredados en el pasado, no saben vestirse, ni comportase. Los incultos pobretones intelectuales miran y reverencian a sus amos de siglos, con el pensamiento probablemente puesto en otra parte. Los aristócratas no se dan cuenta que sus vasallos aprenden y aprehenden. Sin duda se les ha subestimado.
Nace una nueva clase social mestiza como producto, pues, en muchos casos de un “sagrado” mandato: el matrimonio entre la aristocracia y el pueblo. Tancredi no se casará con la (prevista) hija del Príncipe de Salina ,Concetta, que (como se asevera en la novela) terminará soltera. Un personaje, éste de la hija, curioso, ya que al menos muestra una fuerza inusual en alguna de sus reacciones: lucha, mientras puede o la dejan, por el amor de su primo. Es capaz, incluso, de enfrentarse a su padre exigiendo al ser que desea como esposo. Lo que Concetta aún ignora es que el poder ya no es, ni volverá a ser, de los Salina. Lo comprenderá cuando la joven Angelica entre en escena.
Historias familiares
Se ha llegado a decir que Visconti narraba en sus películas historias familiares. Algo de verdad hay en ello. Su familia, sobre todo sus seis hermanos, temblaba cada vez que el artista “amenazaba” con contar en imágenes la historia de “su” familia. Lo que ellos, a lo mejor, ignoraban es que ello se contaba en las historias de ficción de Luchino: en la familia Visconti había sobrado material para muchas películas. Por supuesto también lo había en la ajetreada vida del director de Bellísima.
Adentrándose en vida familiar de los Visconti había posibilidad de narraciones genéricas diferentes: desde las cómicas a las dramáticas, pero en su mayor parte la balanza se desequilibraría hacia el más desconcertante de los folletones.
En El gatopardo encontró un material adecuado para hablar de la aristocracia. El autor de la novela original había sido aristócrata y en ella contaba historias familiares. Se trataba de Giuseppe Tomasi de Lampedusa (1896-1957), Príncipe de Lampedusa y Duque de Montechiaro, convertido en el único heredero, ya que su única hermana había muerto muy pequeña. Al igual que Luchino, Giuseppe estaba muy unido a su madre. Se casó con una psicoanalista letona, también de ascendencia noble, pero no tuvieron hijos. Al comienzo de los años cincuenta del siglo pasado se unió a las tertulias literarias organizadas por unos jóvenes intelectuales. Allí entabló una gran amistad con Gioacchino Lanza al que posteriormente convertiría en su hijo adoptivo.
Al parecer Lampedusa comenzó a escribir su novela en 1954. Intentó publicarla pero ninguna editorial se interesó por ella. La novela se publicó después de su muerte obteniendo un gran éxito. En 1959 se le otorgó el premio Strega, el galardón máximo de las letras en Italia. El mismo que, entre otros, han ganado Cesare Pavese, Alberto Moravia, Elsa Morante, Dino Buzati, Umberto Eco…
Lampedusa sólo tiene, además de El gatopardo, un libro de relatos editado como La sirena y otros relatos, también conocido como El profesor y la sirena.
La historia que contaba Lampedusa en parte tenía que ver con la de la familia de Luchino Visconti: la alianza que en ambas familias se había producido entre la nobleza y el dinero.
El padre de Luchino era un aristócrata arruinado. Procedía de una nobiliaria familia milanesa cuyos orígenes se perdían en la historia. Su madre pertenecía a una familia adinerada. El casamiento fue la forma de impedir la ruina de la casa Visconti. Lo que se produjo, pues, fue parecido al matrimonio entre Tancredi y Angelica en la novela. Salvo una pequeña (gran) diferencia. La madre de Luchino, Carla, a la que Luchino idolatró durante toda su vida, pertenecía a una familia culta, impulsora entre otras cosas del teatro de la opera de Milán, la Scala, del que eran asiduos espectadores. Los padres de Luchino Visconti gustaban de la opera y del teatro. Entre sus amigos se encontraba Toscanini (1).
Carla, la guapa heredera de una familia adinerada, emparentada con los Ricordi (2), era una mujer cultivada, amante del arte en general y a la que le gustaba ser actriz en las representaciones que tenían lugar en su casa-palacio. Para el tiempo en que le tocó vivir sus ideas eran avanzadas. Podía definirse como una liberal. Su marido, el conde Giuseppe Visconti, además de emprender extraños negocios familiares (venta de mil y un productos entre los que se incluían cosméticos, ropas…) producía y dirigía las obras teatrales que representaba Carla. La infancia de Luchino tuvo mucho de teatral. A veces, ante la atmósfera que le rodeaba, no era posible distinguir entre lo real, lo imaginado y lo soñado. Todo en la familia asemejaba a una gran representación.
El matrimonio tuvo siete hijos, pero no por eso Carla se encerró en el palacio. Siguió haciendo ostentación de su libertad para moverse, ser, en una palabra, vivir.
Giuseppe le fue infiel tanto con hombres y con mujeres. Sus escándalos fueron sonados, pero Carla no se quedó atrás: tuvo varias amantes. Como era de esperar el matrimonio se rompió y la pareja terminó viviendo por separado.
Luchino heredó de su madre el amor por la música, el teatro, la cultura. De ahí que su vida se volcara hacia un refinamiento cultural que luego pasaría a hacerlo propio y efectivo en una amplia carrera teatral y cinematográfica. Para comprobar toda su gran actividad en este terreno puede accederse a las completísimas fichas referidas tanto a su labor teatral (3) como fílmica que aparecen en el Rashomon referido a El gatopardo.
Una de las primeras vivencias de Luchino como espectador de la Scala se corresponde con el estreno de Turandot (25 de abril de 1926). Puccini había muerto sin acabar su obra. La concluyó Franco Alfano. Sin embargo aquel día, en la premiere de la obra, Toscanini, que dirigía la orquesta, decidió terminar la representación allí donde la muerte había obligado al maestro toscano a dejarla inacabada. Así lo hizo saber Toscanini, cortando la representación, a telón subido, a los espectadores de la Scala.
Giussepe Visconti era bisexual. Los ascendentes paternos acunaban grandes historias, y hasta alguna que otra leyenda urbana sobre su (a veces extravagante) comportamiento familiar en materia sexual. Se contaba (quizá una divertida mentira) que cuando Barbarroja se hizo con el dominio de Milán un emisario equivocó el mensaje. Dijo lo contrario de lo que Barbarroja había ordenado. Las palabras del emisario fueron: “Que se viole a los hombres y a los niños y se mate a las mujeres”. Alguien le hizo darse cuenta del error. Quiso enmendarlo pero entonces surgió una voz que decía: “Lo ordenado, ordenado queda”. Aquellas palabras se asegura que fueron pronunciadas por un Visconti.
Extraña y disfuncional familia, en la que el abuelo paterno tenía la insólita afición de vestirse de bailarina. Incluso se unía al cuerpo de baile de la Scala procurando ocultar su barba oscura con algún encaje.
Luchino Visconti en su infancia y juventud fue reacio a cualquier tipo de educación reglada. Odiaba la escuela. Nunca concluyo ningún estudio. Su único interés se encontraba en aquel mundo artístico que había saboreado desde sus primeros años. Lo suyo era vivir y hacer lo que le viniera en gana. Ególatra, ambicioso, orgulloso e intratable se erigió siempre en una especie de “rey” de una corte de amigos y aduladores que siempre le seguían y reverenciaban.
Siempre gustó de regalar a sus amigos y conocidos objetos, por ejemplo, de Louis Vuitton aunque sólo fuera porque el diseñador marcaba todas sus creaciones con sus iniciales. Es decir L. V. Así, cuando Luchino las regalaba era como si llevasen las suyas propias. Había conocido a Vuitton desde sus primeros diseños cuando exclusivamente se dedicaba a fabricar maletas. Desde entonces los amigos de Luchino empezaron a recibir multitud de regalos en forma de maletas con… sus iniciales. Cuando Louis extendió su negocio a otros artículos, Luchino le siguió siendo fiel.
El realizador de El gatopardo diferenció siempre entre homosexuales masculinos y mariquitas. Una gran diferencia, según él, había entre ambos grupos. Luchino no tuvo clara su orientación sexual hasta muy avanzada su juventud. De todas maneras posteriormente seguiría enamorando a muchas mujeres, como Coco Chanel y María Callas, aunque como contrapartida él descubriera en ellas algo de esa madre a la que siempre había adorado.
El primer amor de Visconti fue la hija pequeña de Toscanini. Juntos saborearon los primeros besos. Ambos vivieron su primer amor. Años después Luchino estuvo a punto de casarse con Irna, hija de la Princesa Leontine Fürstenberg y del Príncipe Hugo, pero fue éste (el padre) quien impidió la boda debido a los rumores que le llegaron sobre las relaciones que Luchino mantenía con algunos hombres. Pero realmente, como hemos dicho más arriba, parece que su opción sexual fue tardía. Se produjo durante su estancia en el ejército al contraer una enfermedad venérea debida probablemente a su relación con prostitutas. Es el instante en el que decide romper cualquier relación sexual con las mujeres.
La aparición de Angelica
La entrada en palacio de Angelica (una presentación tanto para la familia Salina como para el espectador) es impresionante. Tiene lugar en la primera mitad de la película. El alcalde (Don Calogero), padre de Angelica, acude a dar la bienvenida al Príncipe de Salina (acaba de llegar como en otras temporadas a Donnafugata). Don Calogero es un pequeño burgués enriquecido, alguien que probablemente con los años terminará por convertirse en banquero o en promotor inmobiliario (depende de los tiempos). De momento es quien “administra” la riqueza del lugar. Pero es un ser inculto, vulgar y servil. Llega a la llamada del palacio con un traje ridículo (“la próxima vez puede venir vestido de payaso”). Sus maneras lo son aún más. Los nobles y pulcros habitantes del palacio ocultan sus risas. Detrás de él viene su hija, a la que todos recuerdan como una niña, la pequeña Angelica.
Angelica ya ha crecido. Es una espléndida mujer. Su entrada en la habitación impone silencio en los presentes. Ellos por admiración. Ellas por envidia. Visconti cuida toda la larga secuencia (la película está construida a base de sólidos bloques narrativos dominados por planos-secuencia). Los planos de la entrada de Angelica son admirables. Baja la cabeza, sus labios dibujan un tímido mohín. Parece susurrar algo. Probablemente se pregunta qué hace ella en ese lugar. Lleva un vestido sencillo, quizá algo pasado, pero da lo mismo: su belleza embellece el vestido. La maravillosa vulgaridad de la mujer insufla su poder por la habitación. Es el futuro que invade (y pisotea) dulcemente, con su encanto, el pasado ruinoso.
El silencio que se palpa es lógico. Y de ello parece aprovecharse Don Calogero. Sabe que donde él no puede llegar, llegará su hija. Y ella sellará con su belleza simple la alianza entre dos mundos: será el puente entre el pasado y el futuro.
Desde su aparatosa ingenuidad, con la que parece ir pidiendo perdón. Angelica impresiona y seduce. Será rechazada por las mujeres y admirada y deseada por los hombres. Insisto, su primera aparición en la película es impresionante. Y Claudia Cardinale recrea soberbiamente el personaje con pequeños y sugerentes matices.
Algunos críticos lanzaron ataques contra la interpretación de Claudia. Sobre todo, decían, no reflejaba el personaje de la novela. O sea trataban de expresar algo que (tantas veces) absurdamente se dice: intentar que un filme sea el exacto reflejo de la novela que se ha tomado como base. Y no es eso: una novela es una novela y una película es una película. A un guionista o a un realizador o a ambos puede haberles interesado una novela por varias causas y en ellas se basarán para escribir, crear la película: una parte, una idea, un personaje…
Angelica, efectivamente, en la novela no es la Angelica de la película. Visconti ha suprimido el final de la novela, evitado contar los años posteriores (o el destino) del matrimonio de Tancredi con Angelica. El filme no habla de “eso” y sí del ascenso de Angelica desde la más absoluta simpleza, desde la vulgaridad que proclaman sus reacciones intempestivas: la risa a destiempo cuando escucha, en la mesa “familiar”, las historias subidas de tono que Tancredi dice haber vivido en su trasiego militar.
Claudia Cardinale había ya trabajado con Visconti en Rocco y sus hermanos (Rocco e suoi fratelli, 1960) y se volvería a poner a sus órdenes como protagonista absoluta en Sandra (Vaghe stelle dell’orsa, 1965). También aunque sin acreditar apareció en la penúltima película que realizara Visconti, Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974).
La actriz nació en Túnez (1938) de padres italianos. Antes de llegar al cine había ganado un concurso de belleza. Uno de sus primeros papeles para el cine fue en Rufufú (I soliti ignoti, 1958) de Mario Monicelli.
Antes de ser la Angelica de El gatopardo había sido la protagonista de filmes de muy diferentes registros interpretativos. Citaremos además Rocco y sus hermanos, El bello Antonio (El bell’Antonio, 1960) de Mauro Bolognini, y La chica con la maleta (La ragazza con la valigia, 1961) de Valerio Zurlini.
El filme de Zurlini supuso un gran impacto para toda una generación. Claudia Cardinali protagonizó (y supo crear) un personaje prototípico y admirable: una ingenua chica pueblerina que busca al joven (chulesco y adinerado) que la ha llevado a la ciudad, creyendo en su ofrecimiento de convertirla en cantante. En esa búsqueda encontrará al no menos ingenuo hermano, a quien da vida Jacques Perrin (un actor que difícilmente superaría ese personaje), quien lógicamente terminaría por enamorarse de la joven. Le ocurría e él, igual que ocurría a muchos jóvenes que vieron el filme cuando se estrenó (4).
Claudia Cardinale no era la típica mujer explosiva representada en el cine italiano por actrices como Sophia Loren o Gina Lollobrigida. Tampoco era del tipo esbelto y elegante de Silvana Mangano. Era otra cosa: la chica vulgar, simpática, y algo infantil, enamoradiza pero que seducía a todos por su calculada simpleza. Cuando rueda El gatopardo está en uno de los picos más altos de su carrera. En ese mismo año (1963) rueda títulos tan significativos como Fellini 8 ½ (8 ½), La chica del bube (La ragazza di Bube) de Luigi Comencini o La pantera rosa (The pink panther) de Blake Edwards. Claudia, a lo largo de sus muchos años en la profesión, ha intervenido en más de cien películas y aún sigue en activo.
En El gatopardo, Angelica es una mujer ingenua pero adinerada. Es una bella rosa, flor con la que un plano de la película trata de identificarla. Ocurre en su presentación en Donnafugata. En el primer plano en el que aparece en imágenes. Ella en un extremo del plano, un ramo de rosas en el otro. Elocuente y hermoso piropo fílmico que incomprensiblemente “ensucia” Visconti en el momento siguiente: cuando la saluda el príncipe y le dice que es como una rosa.
Hay que ver con detenimiento la totalidad de esta secuencia porque resulta clave para entender la posterior claudicación del príncipe o, si se quiere, su convencimiento sobre la necesidad de realizar un pacto entre dos diferentes clases sociales: imperiosa necesidad de realizar el tránsito del pasado al futuro sin que desaparezca la nobleza.
En esta secuencia la cara de Concetta explica claramente su pensamiento sobre lo que está a punto de suceder. Comprende que nunca podrá competir con Angelica, que su primo Tancredi, su gran amor, no es para ella.
Excelente la forma en que Visconti muestra el saludo de bienvenida de Tancredi a Angelica. Toma la mano de la joven para… besarla. Al igual que si fuera la de una gran dama noble. Rectifica y le estrecha la mano, pero su gesto no ha pasado inadvertido para todos los que se encuentran en el gran salón del palacio. Y es que en esa llegada, la persona que aparece reconvertida en princesa es Angelica. Y si lo desea será una reina.
Angelica encandila todos. Y es que posee todo lo necesario para convertirse en madre de una nueva época. Cuenta con todas las virtudes y con todos los defectos. Es, si se quiere, un ser que espera, en las sombras, su ascensión. Lo conseguirá.
Hay una escena realmente admirable como forma de expresar el poder de la mujer, su forma de mandar sin que se note. Es en ese momento la observadora silenciosa de la Historia. En su silencio radica su fuerza.
Recuérdese el momento. Es aquel en que Don Calogero proclama desde el balcón de la alcaldía el resultado de la (¿democrática?) votación, una curiosa secuencia (sorprendente en el cine de Visconti) más propia del cine de Berlanga. En ese instante los dos poderes (o los dos poderosos) se encuentran en dos balcones situados a ambos lados de la calle: son las casas habitadas por el Príncipe de Salina y por Angelica. Él de pie, visible arrogante, ella sentada, silenciosa, ocultando tímidamente su presencia. Ambos reconocen la existencia del contrario. Se miran y se saludan. Existen en su intento de ser o mantenerse a flote. Forman parte de distintas escalas sociales pero están obligados a entenderse. Ambos son a la vez observadores y testigos del momento: son los reconductores de los cambios que se avecinan. Y lo harán por medio de pactadas uniones.
Existirá, como referencia a ese momento, la larga secuencia con la que prácticamente se cierra la película (puede considerarse como última ya que lo que prosigue supone un epílogo o una coda). Es la secuencia de la fiesta. En ella Angelica y el Príncipe Salina bailan un vals que la cámara certifica en su plenitud. Ambos personajes son conscientes de quienes son, de lo que representan y de aquello que está ocurriendo (o a punto de suceder) a su alrededor.
En un momento de esta amplia secuencia (posterior a la renuncia del príncipe a formar parte del nuevo parlamento), Fabrizzio (el Príncipe Salina) cansado, se retira a una sala apartada del jolgorio. Allí observa un cuadro (La muerte del justo) cuya visión es para él un presagio de su muerte. Será ante la mirada al cuadro y luego ante la propia visión de su rostro envejecido devuelta por un espejo. Pero no sólo descubre su muerte, también, por si tenía dudas, entiende que su mundo (el viejo mundo) también ha desaparecido. Es alguien del pasado, un fantasma que vagabundea por salas palaciegas que recuerdan el fastuoso, y perdido, por y para siempre, ayer.
Para rescatar al príncipe de sus tristes augurios entra en la habitación Angelica. Le invita a bailar con ella. Y ambos bailarán delante de todos, dejando claro que el pacto se ha producido. El viejo orden da paso al nuevo. Ni mejor, ni peor. Distinto.
Los espejos tienen gran importancia en la película. Como forma de reflexión, indagación y también de representación. Recuérdese que la aparición de Tancredi en el filme es a través de un espejo, aquel en el que, al principio, se mira Fabrizzio mientras se acicala.
Un rodaje complicado
Como protagonista de El gatopardo, Visconti quiso contar con Marlon Brando o en su defecto con Laurence Olivier, actor al que hacía tiempo trataba de convertir en protagonista de sus películas. No pudo hacerse ni entonces, ni nunca, con ninguno de los dos actores.
Como contraoferta los productores le ofrecieron a tres intérpretes: Spencer Tracy, Anthony Quinn y Burt Lancaster. Sin demasiado entusiasmado escogió al protagonista de El halcón y la flecha (The flame and the arrow, 1950) de Jacques Tourneur. A pesar de esa opción, el actor no le inspiraba demasiada confianza. Desde el primer momento Visconti le trató duramente. Tenía que quedar claro quién era el jefe.
Durante el rodaje Lancaster no tuvo ni tan siquiera la posibilidad de tener una roulotte personal para cambiarse. Privilegio con el que si contaba Alain Delon. Pero es que por Delon había apostado fuerte Visconti cuando le convirtió en 1960 en protagonista de Rocco y sus hermanos (5).
Alain Delon se había convertido desde entonces para el director en un imposible objeto amoroso. Quizá el primerizo encuentro con Delon fuera lo que le llevara años más tarde a realizar (aunque el filme se basase en una novela de Thomas Mann) Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1974). Quizá, pues, en el capricho amoroso del protagonista existieran (escondidos) elementos autobiográficos.
Delon probablemente, al saberse deseado, ejerciese un tiránico comportamiento frente a Luchino, por lo que su presencia en el rodaje de El gatopardo se identificase con el tono chulesco y desafiante del personaje de Tancredi.
Una de las primeras secuencias rodadas de la película fue la del baile final. Visconti exigió lo indecible a Lancaster. Durante el rodaje de aquella larga secuencia, el actor hizo ver al director que tenía problemas en la rodilla. Era la razón por la le costaba tanto actuar (como debiera) en aquel endiablado plano sostenido del vals que debía bailar con Claudia Cardinale. Entonces el director humilló al actor. Delante de todos le reprochó ser un actor poco profesional. Sin duda, le dijo, sus molestias de rodilla se debían a que hacía deporte de forma exhaustiva olvidando que ya no era un joven (en aquel año de 1963 el actor tenía cincuenta años). Después de abroncarle el director se ausentó del rodaje junto a Claudia Cardinale.
Burt Lancaster fue incapaz de reaccionar. Se debió sentir humillado. Hasta entonces había interpretado cerca de cuarenta películas. En la primera que intervino, Forajidos (The killers, 1946) de Robert Siodmack, ya había sido el actor principal. Un año antes de rodar El gatopardo había obtenido el premio de interpretación en el Festival de Venecia por El hombre de Alcatraz (Birdman of Alcatraz, 1962) de John Frankenheimer y no hacía muchos había conseguido el Oscar al mejor actor por El fuego y la palabra (Elmer Gantry, 1960) de Richard Brooks. Nada de eso parecía servir a Visconti.
El actor, sumido en un mar de dudas, pero sin duda obsesionado con triunfar en la culta Europa de la mano de un gran director italiano, decidió rebajarse y pedir disculpas a Visconti. Le aseguro que rodaría como fuese, que haría cuanto le mandaran. Lancaster estaba dispuesto a demostrar que pertenecía (como el Príncipe de Salina) al grupo minoritario de los cultos privilegiados.
No hubo más enfrentamientos entre el director y el actor. Luchino había hecho morder el polvo al americano seguro de sí mismo. El rodaje podría continuar. Había demostrado quien era realmente el príncipe.
Visconti y Lancaster terminaron siendo amigos (6). Visconti volvería a contar con él como actor. El reencuentro se producirá en Confidencias (Gruppo de famiglia in un interno, 1974), un filme donde el actor, como ya hiciera en El gatopardo, bordó su papel.
La novela (y no digamos la película) fue considerada errática, condenable y malévola para algunos estamentos religiosos e incluso políticos. Del Partido Comunista de Italia, por ejemplo, procedieron los mayores ataques a Visconti por haber realizado una película que calificaban poco menos que de reaccionaria. La Iglesia Católica no se quedó atrás en su furor inquisitorio. En 1962 el Cardenal de Palermo dijo que había tres factores que contribuían a la “deshonra” de Sicilia: la Mafia, Danilo Dolci (7) y el libro de Lampedusa. Añadió que si la novela se llevaba al cine el daño sería aún mayor para Sicilia.
Visconti quiso ser fiel en todo momento a la época y al lugar. Se asesoró de forma concienzuda sobre los tiempos descritos en la novela. Un viejo amigo siciliano, el duque de Verdura, fue quién le explico las costumbres, la forma de bailar y los trajes que llevaban los aristócratas de entonces.
De la búsqueda de exteriores para la película se encargó el hijo adoptivo de Lampedusa, Gioacchino Lanza Tomasi.
El director compró para habitarla durante el largo tiempo del rodaje, una ruinosa pero magnífica casa al lado del mar en las afueras de Palermo. La reconstruyó totalmente incorporando baños con mosaicos antiguos. Rehizo los salones y las habitaciones. Diseñó, incluso, un apartamento para Delon, que fue rechazado por el actor. Visconti quería tener las mismas comodidades en Sicilia que en Milán o en Roma. Para ello, incluso hizo que su chef se trasladase a Palermo.
Rodó durante cuatro meses en Sicilia, la mayor parte del tiempo en pleno verano siciliano. Los encargados del vestuario comenzaban a trabajar a las cuatro de la mañana y no acababan su trabajo hasta las diez de la mañana. El calor era asfixiante en los interiores y sobre todo en escenas grupales como la de la comida o la del baile final. Por ello debían cambiarse varias veces de traje durante el rodaje de esas escenas.
Para que en la película se “respirase” una atmósfera fiel al siglo XIX se arrancaron, en el campo, postes de telégrafo, mientras que en las ciudades el asfalto de las calles se recubría con adoquines.
Para poder rodar en los pueblos sicilianos, algunos colaboradores de Visconti tuvieron que pedir el pertinente permiso a los jefes de la mafia local. Era preciso hacerlo si se quería rodar. Visconti se desentendió de ese problema. No se enteró hasta tiempo después de que tales conversaciones se habían producido o, a lo mejor, lo que realmente ocurrió es que no quiso enterarse.
Visconti decía entender la nostalgia del Príncipe de Salina por un mundo perdido pero opinaba que, a pesar de ello, la vida debía seguir adelante. Eso era, concluía, lo que su filme pretendía mostrar.
Visconti y Fabrizzio, Príncipe de Salina
¿Tiene relación la vida de Luchino Visconti con la de Fabrizzio, Príncipe de Salina? ¿Se consideraba Visconti un descendiente del pacto entre Angelica y Tancredi? Más bien sería lo primero que lo segundo.
Fabrizzio, al igual que Visconti, reflexiona sobre el tiempo que pasa, los cambios existentes. Se enfurece, inquieta, discute, analiza lo que ocurre y se muestra dubitativo. Como hijo de su tiempo se debate entre un mar de dudas.
Por un lado, gusta de la fastuosidad de las grandes celebraciones de la Iglesia pero por otro discrepa de sus creencias. Es intelectual y aristócrata, amante de su clase y preocupado por la “ascensión” de los “incultos” burgueses.
¿Qué puede unir a dos intelectuales, ambos marxistas y homosexuales italianos interesados por el cine, como Pasolini y Visconti? Poco realmente a no ser el ansia (sobre todo en la primeras obras de ambos) de dar testimonio de la realidad. Aunque pueda ser sorprendente existe una mayor identificación entre Olmi y Pasolini (llegaron incluso a escribir conjuntamente algún guión) o entre Zeffirelli y Visconti (ambos embarcados en montajes de obras teatrales y de óperas) que entre el milanés y el boloñés.
A Luchino lo que realmente le hubiera gustado era no pertenecer a su tiempo. Haber nacido en un siglo en el que fuera tan reverenciado como el Príncipe Salina. Su añoranza se reflejaría ante todo por un registro estético más que ético.
Las películas de Visconti se fundamentan en las relaciones familiares. Aparecen en El gatopardo pero también en La terra trema (1948), Bellísima (Bellissima, 1951), Rocco y sus hermanos, La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969)… Relaciones en algunos casos que bordean el incesto, como en La caída de los dioses, donde aparece la figura de madre fuerte, adorable, que mimaría con tanto cuidado también en algunas representaciones teatrales. Caso, como ya hemos dicho de María Callas, a las que erigiría en una impresionante figura materna.
El gatopardo está repleto de pequeños detalles que sugieren muchas cosas. Basta un ejemplo: la afición de Fabrizzio a la astronomía indicada tanto por los diferentes aparatos astronómicos que tiene en su despacho como por la ultima “oración” que dedica a “su estrella”.
Detallista hasta el máximo, la película es una impresionante pieza de orfebrería cinematográfica: las miradas de los asistentes al baile, a la cena, sus gestos, el rezo del rosario (inicio del filme) en familia con la forma de “estar” allí cada uno de presentes, el recorrido de la pareja de amantes por las habitaciones vacías, el movimiento de las cortinas, los balcones abiertos, el Te Deum de acción de gracias en la Catedral, el sentimiento del calor asfixiante que se cuela en la casa palaciega en el verano… O las escenas de la comida en el campo, donde sin duda Visconti recordó algunos momentos del rodaje de Un día de campo (Une partie de campagne, 1936) de Jean Renoir, un caótico rodaje en el que intervino como ayudante de dirección.
La película se inicia con el rezo del rosario. Una secuencia igualmente prodigiosa. La cámara se acerca al palacio. Traspasa la verja invitando al espectador a participar de lo que allí acontece. Antes de que la cámara “suba” al piso donde se reza, vemos cómo las cortinas se mecen por un suave viento. Antes habremos recorrido el espacio del jardín cuyo camino está bordeado por estatuas. Piedras que hablan de grandeza o de personajes enaltecidos por la Historia. Pero, al fin y al cabo, seres pétreos, sin vida.
Un inicio que nos lleva a recordar otros comienzos imborrables de la historia del cine y muy especialmente los de Rebeca (Rebecca, 1940) de Alfred Hitchcock y Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles.
Nadie es perfecto y una película, aunque sea tan grandiosa como ésta, tampoco lo es. Ya he comentado el error que supone que el Príncipe Salina compare (explícitamente para el espectador) a Angelica con una rosa. Añadiría, como leves afeamientos, el flash-back en el que se nos habla de la madre de Angelica (siguiendo al pie de la letra, eso sí, la novela) o las dos demasiado explícitas conversaciones (durante la partida de caza) entre el Príncipe y Don Francisco.
De todas maneras no suponen demasiado problema a la hora de considerar que el filme está cercano a la obra maestra. Eso en el caso que realmente no lo sea.
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(1) Arturo Toscanini (1867-1957) fue considerado como el mejor director de orquesta de su época. En 1898 se convirtió en director de la Scala de Milan. Fue Toscanini quien consiguió que las representaciones de la Scala se realizaran con la sala a oscuras. Este cambio de “costumbres” desató las iras (sobre todo) de los ricachones que asistían a las operas. Y es que, en realidad, tales representaciones eran la forma de ocultar el verdadero objetivo de aquellos “asistentes” a esas “representaciones”: charlar y saludar a los que acudían, convertir los palcos y el patio de butacas en el verdadero espectáculo de cada función. Era la exhibición de los pudientes para envidia del resto. Los palcos con sus saloncitos de entrada servían además para que el adinerado poseedor del mismo pudiera recibir durante la representación, y en el momento que no actuaban, a los componentes del cuerpo de baile y a los propios divos o divas. Se trataba de hablar, brindar, preparar futuras citas o, si se terciaba, de “otras” cosas. El alcohol y el sexo protagonizaban los palcos mientras en el escenario proseguía la representación.
Toscanini era una persona de ideas muy claras por las que luchaba. Así, se opuso desde el principio al régimen fascista de Mussolini, lo que le hizo impopular entre los milaneses. Tal oposición le llevó a abandonar Europa y marchar a los Estados Unidos donde fundaría en 1937 la orquesta sinfónica de la NBC.
(2) La casa Ricordi es una de las editoriales musicales más importantes y conocidas de toda Europa. En 2008 ha cumplido los doscientos años de existencia. Su fundador, Giovanni Ricordi, se ganaba la vida como violinista y director de orquesta. En 1908 decidió abrir un centro de copiado de partituras musicales para los diferentes teatros de Milan. Con la Scala milanesa llegó a un curioso acuerdo: en lugar de recibir el pago de las copias sería el poseedor de los derechos de edición de las sucesivas operas que allí se representasen.
En 1807, Giovanni abrió una imprenta dedicada a partituras musicales, que se convertiría enseguida en la primera de Italia. Giovanni aprovechó su ventajoso contrato con la Scala para proveerse de partituras que luego vendería a los teatros de Italia y Europa. Nada menos que llegó a tener la propiedad de ochocientos títulos. Su hijo, Tito, optaría por otra línea: colaborar con los libretistas y compositores. En 1888 Giulio sucedió a su padre Tito al frente del negocio. Fue un editor “rendido” a Verdi y Puccini.
En el primer aniversario de su fundación Casa Ricordi contaba en su catálogo con 112.466 títulos. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Ricordi añadió a su oferta editorial discos, casetes y ediciones críticas de las operas.
Sobre esta saga familiar, Carmine Gallone dirigió en 1954 la película Casa Ricordi, con Marcello Mastronianni de protagonista. También existe una miniserie televisiva dirigida por Mauro Bolognini titulada La famiglia Ricordi (1993), protagonizada por Alessandro Gassman, hijo de Vittorio Gassman .
(3) Desde muy pequeño le gustaba a Luchino vestir a sus hermanos de mil maneras diferentes con el fin de que pudieran interpretar diferentes obras que él dirigía. De esa manera, en su infancia comenzó a dominar, desde una aparente ingenuidad, tanto las técnicas interpretativas como el poder de seducción y dominio, que luego ejercería en su profesión de forma despótica.
(4) Una secuencia de La chica con la maleta fue suprimida de forma absurda por la censura española. Su director Zurlini pudo comprobarlo en una sesión a la que acudió para hablar de la película, con motivo de su estancia en la Semana de Cine de Color de Barcelona, donde estaba previsto que presentara su siguiente filme, Crónica familiar (Cronaca familiari, 1962). Su indignación ante tal supresión le llevó, entre otras cosas, a redactar una nota de repulsa que hizo llegar a todos los medios nacionales y extranjeros. La secuencia suprimida era la conversación entre los dos jóvenes actores principales que tenía lugar en la cafetería de una estación de trenes. Durante ella, por las palabras de la mujer, el joven se entera que la chica tiene un hijo al que ha abandonado por seguir a su hermano. El padre de la criatura (personaje que interpreta un “primerizo” Gian Maria Volonté) no quiere casarse con ella. Sin duda es, asegura la muchacha, un comunista sinvergüenza. Parece mentira que, ante tal calificación del amante, la censura eliminara la escena. Quedaba perfecto para aquellos tiempos donde se suponía que los comunistas, como mínimo, eran “malísimos”.
(5) 1960 fue el año que encumbró a Alain Delon como actor. Ese año además de ser Rocco en el filme de Visconti, fue uno de los protagonista de A pleno sol (Plein soleil) de René Clement, la primera y más brillante adaptación de la novela de Patricia Highsmith El talento de Mr. Ripley.
(6) Esta amistad entre el actor y director es probablemente la que ha llevado a creer que Burt Lancaster era homosexual. Su vida parece demostrar lo contrario. Lancaster tuvo numerosos romances con actrices de Hollywood. Se casó tres veces y tuvo cinco hijos de su segunda mujer.
(7) Danielo Dolci fue uno de los mayores luchadores por los derechos humanos que ha tenido Sicilia en el Siglo XX. Incluso llegó a ser propuesto para Premio Nobel de la Paz.