Escribe Gloria Benito
El gatopardo, novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, se publicó en 1958, unos meses antes de la muerte de su autor. Lampedusa era hijo del príncipe Giulio María Fabricio, en sus palacios palermitanos discurrió su infancia y, seguramente, en sus galerías nació la percepción de la decadencia de una aristocracia forzada al relevo histórico por otras clases sociales que reclamaban protagonismo en la Italia incipiente de 1860.
La experiencia vital de Lampedusa, entre libros y círculos de arte parisinos e italianos, se vuelca en esta novela, donde la soledad y la conciencia decadente se impregnan de melancolía combinada con la aceptación irónica y distante de un destino inevitable: la desaparición y la muerte.
La novela muestra de forma magistral la posición interior del príncipe don Fabrizio de Salina, el Gatopardo, personaje de gran presencia física y exquisita sensibilidad teñida de cierta dosis de humorístico cinismo, características que le llevan a posicionarse con paradójica objetividad ante los cambios históricos y familiares que acontecen a su alrededor. Lo que llama la atención del personaje es su vitalismo lúcido y pesimista, su sensualidad ante la naturaleza y su rigor como astrónomo de prestigio, su enorme poder en el ambiente familiar y, sobre todo, la fina ironía para valorar las transformaciones políticas y económicas de la nueva y unificada Italia, que anuncia el nacimiento de un mundo del que se siente excluido y del que no desea formar parte.
Lo más interesante de la novela es la atmósfera intimista de la narración, en la que el discurso del narrador externo y en tercera persona, va haciendo aparecer ante los lectores, no los hechos que constituyen la historia, sino las impresiones que éstos provocan en el Gatopardo, la forma en que los percibe, las opiniones que se forma al respecto. Así que, de un modo lento pero implacable, el personaje va desvelando su interior, mostrando su alma, con la naturalidad de las cosas verdaderas, sin pudor ni presunción, como si fuera la realidad misma la que le llevara a ser y comportarse como es.
El tiempo de la historia dura aproximadamente cincuenta años, desde mayo de 1860 a mayo de 1910, pero el tempo interior es intenso: toda una vida, con los recovecos de la conciencia al aire, y la sensación de desmoronamiento interior y exterior desgranándose poco a poco, debilitando el impulso vital hasta acabar en la muerte.
En el libro hay una metáfora de ese mundo que muere con el Gatopardo: el perro Bendicó, embalsamado y apolillado, compañía continua de Concetta, que “no está dispuesta a desprenderse del único recuerdo de su pasado que no le provoca sensaciones penosas”. Finalmente es arrojado al basurero y, en su caída al patio, parece recobrar vida y evocar al gatopardo rampante del escudo de los Salina. Todo un símbolo que desaparece “en un montoncito de polvo ceniciento”.
A partir de este material literario elabora Visconti su relato cinematográfico, un filme denso y largo, en el que los elementos narrativos se imponen a la introspección del personaje que hemos constatado en la novela. Visconti hace explícitos sucesos que en la novela se aluden indirectamente, pues en ésta, como ya observamos, no interesa detallar los acontecimientos, sino la huella psíquica que dejan en el protagonista.
Por ejemplo, las guerras garibaldinas son expuestas detalladamente en las revueltas ciudadanas donde se enfrentan los insurrectos y las tropas reales. La puesta en escena de la batalla, con abundantes movimientos de grupos que se desplazan por plazas y calles, sorteando incendios y esquivando emboscadas, da lugar a grandes planos dramáticos, con profusión de movimientos de cámara que muestran, entre la niebla y el humo, las rojas gorras y casacas de los rebeldes, tan del gusto de Visconti.
También amplía y se recrea en los paseos de Tancredi y Angélica por estancias y galerías recónditas, entre polvo y telarañas, del viejo palacio de los Salina en Donnafugatta. Lo que en la novela es símbolo de decadencia y de ocultos y reprobables vicios de los antepasados, en la película sirve al excitable erotismo que envuelve las relaciones de los enamorados. Erotismo que exagera Visconti, en el tratamiento de Angélica como un animal sexual y primitivo, de mirada aviesa y vitalidad aldeana. En la novela, este personaje aparece exaltado en una belleza capaz de provocar grandes pasiones, pero no es tan descarado, no fascina ni seduce al Gatopardo hasta el punto de la entrega, con aquel apasionado beso en los dedos de la mano, después del vals, en el baile final.
Precisamente el baile juega un papel muy distinto en la novela y en la película. Visconti aprovecha la ocasión para realizar grandes planos secuencia con profusión de rojos, negros y blancos. Planos picados que empequeñecen a los bailarines en un baile circular sin fin, y todo ello con un escenario lleno de dorados, sedas y tules evanescentes, que se deslizan entre los claroscuros producidos por las llamas de las inmensas lámparas del palacio.
El baile es un derroche de color y música, todo un placer para los sentidos. Pero resulta muy narrativo, con profusión de detalles y anécdotas muy fieles a la novela. Lo que cambia es la finalidad: en la película se intentan mostrar las debilidades del hombre acabado. En la novela, en cambio, se percibe al príncipe de Salina como el que controla la situación, el que decide con gran pragmatismo su papel en el mundo que le toca vivir, el que matiza los detalles del papel que le ha tocado representar.
De hecho, en la película, don Fabrizio se aleja por el callejón solitario, mientras se oye la campanilla del viático. Y se acaba. Fin. En la novela hay dos capítulos más: uno relata la muerte del Gatopardo y la lúcida aceptación de su destino, y el último remata el fin de toda una clase social y la pérdida de su poder mediante el relato de la vida de las princesas Concetta y Carolina.
Película y novela, dos productos diferentes, con diferentes objetivos. Dramático y narrativo en el filme, lírico e intenso en el libro.
