Poemas y proclamas

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A propósito de Soñadores (2003)
Escribe Marcial Moreno

soadores1.jpg“Todo poema es una petición y toda petición es un poema”, de esta manera liquida el padre de los gemelos Theo e Isabelle el reproche de su hijo por no prestarse a firmar peticiones a propósito de Vietnam, y es que él, como poeta que es, se ocupa de lo suyo. Que cada cual haga su trabajo. Una forma muy peculiar de entender el compromiso con lo que te rodea, y más en un momento en que París está convulsionada por las revueltas. El padre, su generación, sintetiza todo aquello que a su hijo Theo y sus compañeros de la Sorbona y la Cinematèque más repugna, es la fortaleza contra la que alzarse para derribarla.

París, mayo de 1968. Una generación de estudiantes a la que pronto se suman los obreros se levanta contra un sistema al que consideran caduco y anquilosado. No tardarán en entrar en escena algunos de los intelectuales más renombrados del momento.

Los improvisados púlpitos, siempre con una cámara cerca para inmortalizar el momento, ejercen así su función de altavoz para arengar a una masa ávida de transformaciones. Pero siempre manteniendo las formas, provistos de poco más que diversos eslóganes precisos y preciosos que perdurarán en el tiempo y con los que confían en llevar a cabo la tarea destructora. Eso hace que otros no vean claro el futuro de tal revuelta: mucha poesía y poca sangre.

Casi cuarenta años después podríamos esperar una mirada nostálgica de aquellos días de un director que, por edad, formación y compromiso ideológico, forma parte de quienes hicieron de las calles de París un símbolo. Pero el tiempo no pasa en vano. La euforia juvenil se atenúa y la mirada crítica se revuelve contra lo que uno mismo fue. No se trata de salvar al antiguo enemigo, sino de recolocarlo en su lugar, de reconsiderar la distancia que entonces nos separaba de él, de ajustar cuentas con uno mismo y de reconocer, en fin, que las revoluciones quizá son algo más.

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La revuelta

Los hermanos Theo e Isabelle no se pierden una sesión de la Cinematèque. Ocupan siempre las primeras filas, pues así son los primeros en recibir las imágenes que la pantalla les ofrece. Su vida, fuera de la sala de proyección, prolonga lo que allí viven. Sus juegos en los que se transforman en personajes cinematográficos son constantes. Viven, en definitiva, en un mundo de ficción. Es por eso que les molesta tanto la expulsión de Henri Langlois y el cierre de la filmoteca parisina. Equivale ni más ni menos que a hurtarles el alimento que nutre sus vidas, el cemento que sostiene el andamiaje sobre el que se edifica su existencia.

bertolucci9.jpgA las barricadas entonces. Pero sólo hasta la hora de cenar. Llegado el momento se abandona la pose, se apartan las cadenas que sólo aparentemente los sujetaban a la verja de la Cinematèque, y rumbo al sólido refugio de la casa paterna. A eso se reduce su espíritu revolucionario, a componer una bella figura, a correr por el Louvre esquivando a los guardias que intentan detenerles, a vanagloriarse de uno mismo mientras la realidad sigue su curso. Son admiradores de Chaplin, aquél a quien únicamente le preocupaba su propia actuación, su propio ego, y desprecian a Keaton, quien apuntaba a la verdadera realidad.

Matthew, el extranjero que mira desde fuera lo que ocurre, posee la distancia suficiente para hacer un diagnóstico certero de lo que está pasando. Su problema es bien concreto. Cuando nota su excitación no la atribuye a sublimes ideales o a reclamos históricos; para él los acelerados latidos de su corazón sólo pueden deberse al acoso policial o al amor que se le despierta hacia sus nuevos amigos. Es más, cuando Theo, en un arranque de idealismo, proclama su disposición a ir a la cárcel, su amigo, mucho más prosaico, responde: “Yo sólo quiero que me quieran”. Keaton en estado puro.

Los hechos también ofrecen su justa medida a la implicación revolucionaria de estos jóvenes: Mientras Matthew e Isabelle hacen el amor en la casa, en el exterior se suceden las manifestaciones, las cuáles son contempladas por Theo desde el balcón. Más adelante, cuando momentáneamente los amantes abandonan la casa, se detienen a besarse dando la espalda a un escaparate en el que unos televisores ofrecen noticias de las manifestaciones que recorren París. Sorprendentemente la ciudad parece tranquila, como si los disturbios acaecieran únicamente en los noticiarios, pero cuando dan unos pocos pasos se encuentran con el montón de escombros que delatan inequívocamente lo que allí ocurre, por mucho que a ellos les pase desapercibido.

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El choque generacional

Y no soportan a sus padres. O al menos eso creen. O ni siquiera. El mismo lugar en el que viven y en el que se recluyen, más aún, en el que se resguardan, los delata. Se trata de una casa antigua, señorial, con historia, puro ancien regime. Es muy fácil observar desde ella los disturbios callejeros cuando se está seguro de que no se vendrá abajo.

La casa donde se desarrolla la historia es una adecuada metáfora del anclaje que mantienen los personajes con aquello que creen combatir. Más explícito aún si observamos la habitación de Isabelle, decorada y ordenada siguiendo los cánones del clasicismo más kitsch, en las antípodas por tanto de esa imagen libertina y existencialista que la joven cultiva con tanto ahínco. Isabelle, en su fuero interno, es conciente de esta contradicción, y de ahí sus reticencias a que Matthew entre en su santuario.

soadores7.jpgY es que, como dice el padre, antes de cambiar el mundo hay que saber que también se forma parte de él. O, aún más, que se contribuye a mantener su estructura. Mientras se lucha por destruir los flecos del sistema, se está consolidando su núcleo. Matthew, tan pragmático siempre, lo define espléndidamente cuando habla de la armonía cósmica. O, en palabras del padre, el caos, visto por Dios, encaja perfectamente. Es decir, esos elementos aparentemente disruptivos cumplen una función en el mantenimiento de aquello que creen combatir. Tan sólo hace falta la lucidez suficiente para percibirlo.

La falsedad que articula sus vidas también alcanza a la relación con sus progenitores. Su rebeldía tiene los límites bien definidos. No sólo viven en su casa, sino que se aprovechan de su dinero, y no de forma esporádica. El padre ha dejado el talón en la chimenea, “como siempre”, y cuando éste se agote la reacción natural será llamar a papá. Desde esa perspectiva es difícil encontrar energía suficiente para combatir el sistema.

La hipocresía se pone plenamente de manifiesto cuando, tras le engolado discurso en el que se proclama que la revolución no es una cena de gala sino un alzamiento en el que una clase derroca a otra, Theo se marcha a por las botellas de vino que atesora su padre. El mismo vino que seguramente se beberá en esas cenas de gala que desprecia. Porque la cuestión no es que una clase derroque a otra, sino a qué clase se pertenece y si se está realmente dispuesto a abandonarla, más allá de las proclamas.

Por supuesto que todo ello no implica el rescate del otro. El tratamiento que reciben los padres es demoledor. En dos breves pinceladas no los muestran como seres cobardes, incapaces de contradecir a sus hijos más allá de las florentinas conversaciones de salón. La escena en la que, horrorizados, descubren el estado de la vivienda y la actitud de sus hijos, no sólo pone de manifiesto su bajeza moral, sino que no los presenta como directamente responsables de la actitud caprichosa e infantiloide de sus vástagos. Lejos de corregir lo que no aprueban, se limitan a firmar otro cheque y huir sigilosamente, no vayan a despertarse y tengan que enfrentarse a ellos. Su posición ante los problemas no pasa de la pura teoría; en la práctica aceptan el orden dado y rehúyen las complicaciones. La vedad es que sus hijos han aprendido bien de su ejemplo.

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La libertad

Por lo tanto los padres no deberían preocuparse tanto. Las transgresiones de sus hijos no pasan de ser superficiales. Proclaman, por ejemplo, que nunca ven la televisión, en eso son puristas. O de vez en cuando fuman algo de droga… pero sin pasarse.

Si acaso su comportamiento en lo relativo al sexo va un poco más allá de lo que es usual. Aunque no tanto. De hecho, para sorpresa de Matthew, Isabelle era virgen, ¿quién lo hubiera pensado? Es, como mucho, en la relación semiincestuosa que mantienen los hermanos donde se da rienda suelta a sus ansias libertinas. Poco cambio social se va a conseguir sólo con eso, pero algo es algo.

soadores9.jpgAunque, si bien lo miramos, tampoco son tan originales. Los celos de Isabelle cuando descubre a su hermano con otra no pueden ser más convencionales, síntoma inequívoco de una concepción arcaica de las relaciones amorosas. Y el hecho de que tal relación quede establecida entre hermanos no debe atribuirse a su apertura mental, sino a la necesidad generada por su propia soledad, a su incapacidad de abrirse a los demás, a establecer una vida social normalizada.

En resumen, Bertolucci realiza una disección despiadada de estos soñadores, pertenecientes a una generación que es la suya, y que se ha hecho acreedora a una revisión implacable de lo que fueron sus ideales y sus actitudes. Lejos de ser el motor que propicia el cambio, el detonante de la utopía, los sueños se presentan aquí como la válvula que permite escapar de la realidad sin mancillarla. Si la transformación de lo real debe partir de la profundización en ella y en sus contradicciones, estos soñadores están haciendo justamente lo contrario, ignorarla para que todo siga igual.

El final de la película es en este sentido todo un manifiesto. Sólo cuando la realidad irrumpe en tu vida puedes comenzar a cuestionarla; mientras te mantengas al margen de ella contribuirás a consolidarla.

Eso sí, de vez en cuando se firman manifiestos, peticiones, poemas, y se protesta mucho, no vayan a pensar…

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