Poesía y prosa de los desperfectos del alma
En la primera secuencia de Dolor y gloria, la película número 22 de Pedro Almodóvar, vemos a Antonio Banderas sumergido en una piscina. Al emerger lentamente muestra una larga cicatriz vertical trazada en su torso, huella simbólica de la reconstrucción de una dolencia tanto física como espiritual. Esta dualidad, esta interacción entre el dolor físico y emocional, recorre y cohesiona un discurso cinematográfico en el que, según la opinión más extendida, el director manchego desnuda su alma.
La película propondría entonces un itinerario, un recorrido audiovisual por el universo íntimo de un director de cine que, desprovisto de la máscara del triunfador, ha decidido mostrar lo que ésta escondía: la soledad y el vacío del hombre reducido por la cronificación de su sufrimiento y la frustración de su bloqueo creativo. Éste parece ser, a grandes rasgos, el propósito que subyace en la realización de la película, el tema que Almodóvar, guionista y director, se propone hacer llegar al espectador.
Pero no debemos confundir al autor con el narrador ni a éste con el personaje, como dice Antonio Orejudo (Ventajas de viajar en tren, Alfaguara, Madrid, 2000). Pues, como el director y los creadores de arte en general suelen precisar, estamos ante una obra o una ficción que traslada una determinada visión de la realidad, pero no se confunde con ella. Quizá sería oportuno recordar aquella hilarante e ilustrativa escena de El ciudadano ilustre (Gastón Dupré y Mariano Cohn, 2016), donde un lector impertinente acusa al autor de una novela de no reconocer que un personaje es su padre.
Por lo tanto, diríamos que Dolor y gloria es una película sobre el mundo interior de un director de cine, Salvador Mallo, en sus momentos más bajos. Se trata de un hombre de unos sesenta años que ha triunfado en su carrera y, sin embargo, se siente prisionero de un tedio que le resta fuerzas para seguir viviendo y, mucho menos, creando. En este personaje representado por Antonio Banderas, reconocemos rasgos, gestos, actitudes y experiencias que apuntan al director manchego, pero que no le representan en su totalidad.
Esta película no es un biopic, ni una autobiografía, sino una especie de diario íntimo donde lo narrado evoca fragmentos de la memoria del protagonista, encadenando los recuerdos de un pasado feliz con los hechos de un presente desdichado. Con un argumento mínimo que articula episodios pertenecientes a la vida cotidiana de Salvador, se van descubriendo algunos capítulos de su vida que conforman el perfil del personaje: su rencorosa enemistad con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), el actor principal de una antigua película, Sabor, que resurge al ser repuesta en la filmoteca de la ciudad; la superación de esa vieja hostilidad mediante la evocación de algunos aspectos y usos de la movida madrileña de los 80; el reencuentro con Federico (Leonardo Sbaraglia), un antiguo amor de aquellos juveniles y lejanos tiempos que reconcilia a Salvador con la vida, mientras que las acciones de Alberto lo impulsan a volver a escribir, pues ya se sabe que las películas surgen de un texto previamente escrito.
Los recuerdos rescatan episodios de la niñez de Salvador: la madre, Jacinta (Penélope Cruz), lavando en el río con otras mujeres en una escena impregnada de poesía lorquiana y de luz de Sorolla; los años del colegio de curas que ya conocimos en La mala educación; la vida en las casas-cueva de Paterna y los primeros descubrimientos eróticos de Salvador, que se alojaron en La ley del deseo; la constante y culpable presencia de su madre en la rememoración de su vida, y, por encima de todo, su incondicional pasión por el cine. Desde el cine de los veranos en la plaza del pueblo hasta el que le dio fama y dinero.
Creo que es en esta semblanza del pasado donde mejor se desenvuelve el relato de Almodóvar, pues las secuencias relativas a ese tiempo están resueltas con tal precisión narrativa y sobriedad formal que consolidan el lenguaje minimalista y sintético de Julieta. La adecuación entre forma y contenido en Dolor y gloria parece haber abandonado el barroquismo ocasionalmente kitstch de etapas anteriores. Pero el valor más significativo de estos fragmentos del pasado es su absoluta verosimilitud, algo que los hace llegar al espectador con la frescura y veracidad esenciales en cualquier relato de calidad.
No es ajeno a esta valoración el trabajo de los actores y actrices que encarnan a los personajes del pasado. Impecables Penélope Cruz, Raúl Arévalo en el papel de padre de Salvador, el joven César Vicente como el albañil pintor de las cuevas, y, sobre todo, Asier Flores, que encarna al Salvador niño. Es indiscutible la pericia de Almodóvar tanto para elegir actores y actrices entre los veteranos como para para descubrir nuevos talentos.
En la parte correspondiente a la línea temporal del presente, la película no muestra esa solidez necesaria y decae parcialmente. La estructura fragmentaria del guión, donde los hechos actuales se interrumpen con flashbacks, no es responsable de ese debilitamiento de la historia, ya que es un recurso muy común en los relatos literarios y cinematográficos.
Sin embargo se observa una falta de cohesión y verosimilitud, que creo se debe a la voz en off de Banderas y a la interpretación que del protagonista hace este actor. Es evidente y muy loable el esfuerzo de Antonio Banderas por mimetizarse con Pedro Almodóvar, y digamos que lo consigue en el aspecto externo: su gesto, su forma de andar y moverse, su caracterización, son excelentes. Pero no vemos representado al personaje en los rasgos que construyen su conflicto interior, su apatía y falta de vitalidad. Es como si el cuerpo del actor estuviera cerrado y no dejara salir al personaje.
Quizá la causa esté en que Banderas sea un actor muy «corpóreo», «denso», más adecuado para los papeles relacionados con la sensualidad y la acción. Su imitación es perfecta, pero representar no es imitar a un personaje sino crearlo con todos sus matices, como hiciera Robert de Niro en El último magnate. En este sentido la fuerza interpretativa de Asier Etxeandia resalta la debilidad del protagonista, rebajando así su credibilidad. Digamos que el personaje no está completo.
Tampoco la animación de Juan O. Gatti, el diseñador gráfico de Almodóvar, contribuye a la cohesión del filme. Más bien la tensión narrativa de la historia decae, no por la irrupción de este lenguaje, sino porque la explicación de las enfermedades de Salvador es excesivamente prolija y no respeta la sagrada regla de la síntesis.
En cambio, he encontrado más información sobre el alter ego del director en la escenografía y composición del espacio, pues tanto los objetos y muebles que vemos en la casa del protagonista como su disposición son significativos. El rojo de los armarios de la cocina connota una modernidad perfectamente compatible con los tonos más discretos y coloridos pero elegantes del gran salón.
Pero es sobre todo en las obras de arte donde mejor se refleja la personalidad del realizador, el real y el ficticio, el original y la copia. Esculturas, cuadros y libros establecen vínculos con la forma de ser del protagonista, conforman su mejor retrato. Las líneas ascendentes de las formas tubulares de Miquel Navarro sugieren una geometría aérea donde los sueños puedan emerger de la realidad y volar hacia otras altitudes, explorar nuevos espacios. Las formas planas y rotundas de los rostros de Maruja Mayo crean el simbolismo naif, pero enérgico, de una inocencia consolidada, integrada, no perdida. El relativo abigarramiento de los cuadros de Guillermo P. Villalta, con sus curvas barrocas y entrelazadas, nos traslada el caos del ser humano, su conflictiva soledad. Las pinturas de Jorge Galindo podrían considerarse la mejor metáfora de la película: por un lado, sus formas no figurativas, donde lo visual y lo abstracto se alían para dotar de ambigüedad a sus mensajes; por otro, el uso de materiales variados como fotos y lanas, prioriza un arte que prima el collage y la instalación sobre otras formas más tradicionales de expresión.
Lo más relevante del director, su interior complejo y oscuro, ambiguo y caótico, contradictorio y enérgico, es, pues, proporcionado por estas obras de arte que ocupan paredes y rincones del espacio escénico. Nos hablan de quién es el hombre que lo habita, un hombre que vive en el desorden y busca salir de él explorando sus sueños.
Lo mismo podríamos decir de algunos libros que Salvador lee o simplemente acaricia u hojea. La novela de Torborg Nedreaas Nada crece a la luz de la luna suma la idea del amor como deseo en el ámbito nocturno de las trasgresiones; Cómo acabar con la contracultura, de Jordi Costa, el estudio del underground español, desde el hippie al youtuber. Y El libro de desasosiego, de Pessoa, es otra referencia de lo que define tanto al director como a su película: una combinación de fragmentos que no tienen por qué componer un argumento, un conjunto de sugerencias y divagaciones sobre un universo interior del que se ofrece una minúscula muestra, apenas un atisbo.
No se sabe qué hará Pedro Almodóvar con este camino recién emprendido. Quizá siga toda su vida dedicado a la imposible tarea de analizar y mostrar la sombra de quién es o quién ha sido. Quizá no vuelva a frecuentar estos áridos territorios. Pero en cualquier caso, su última película, Dolor y gloria, es a veces poema visual y a ratos relato prosaico.
Escribe Gloria Benito