Madres e hijas
Dicen que es la película de Almodóvar, entre las últimas, que peor ha ido comercialmente. Sorprendente que, por ejemplo, la incoherente, en todos los sentidos, Los amantes pasajeros haya tenido más llamada que esta.
¿Estará tal hecho en los papeles de Panamá? Quién sabe, la manera de moverse los espectadores, de acudir a un filme, de promocionarlo depende de multitud de cosas imprevistas. Muchas de ellas tan sorprendentes como el fracaso comercial de una de las mejores películas del director manchego en cuanto a casi todo, incluido el hecho de abandonar una serie de tics que abundaban, rebajándolo, en su cine.
Ahora, en su recorrido, parará, dentro de la sección oficial por el festival de cine de Cannes. Uno de los más importantes que existen. Si resulta premiada volverá a la liza en los cines de estreno.
El reclamo de los premios (algunas veces sin motivo, incomprensibles), su sonido a arrebato, atrae a muchas personas que quieren estar al día en cuanto a lo considerado como excelso. Algo que no dan los premios, por mucho que se crea.
¿Quién pues es el culpable de este dar de espaldas a tan interesante film? Complejo saberlo, sobre todo, un hecho de culpabilidad, en un filme que habla, entre otras cosas, de culpa, dolor, destino, incomprensiones y recuerdos, a veces, malditos recuerdos que encadenan, destrozan vidas.
Se ha hablado de la identidad de esta película con el cine de Bergman y, más en concreto, con una obra máxima del director sueco, Persona. Tal identidad se desea reconocer tanto en un estilo de filmación, poco propio en el cine de Almodóvar, como en el eje central del filme focalizado en dos mujeres distintas pero que en realidad se trata de la misma. Bergman utilizaba a las sensacionales Liv Ullmann y Bibi Andersson para reflexionar desde el silencio y el monólogo sobre un estado de ánimo desdoblado desde la visión de una especie de espejo sobre el que, una sobre otra, se miraban las protagonistas.
En ese sentido podría ser Bergman. De hecho la narración de Almodóvar está basada, siguiendo al realizador sueco, a base de gran cantidad de planos fijos focalizados sobre el actor en miradas frontales y en una alternancia, conversacional, de planos y contraplanos. O en las letras que ocupan la pantalla de un escrito, de un diario. Algo que, por otra parte, no es sólo, ni mucho menos, un recurso bergmaniano aunque lo explote de forma reiterada en, por ejemplo, Pasión.
Dos mujeres como Alma y Elisabeth que son distintas pero unas y que, en la demostración de ello, se superponen en la imagen, una sobre otra, confundiendo sus rostros. No igual, pero sobre idea parecida, Almodóvar construye un momento mágico, no el único de Julieta, de gran brillantez y que, probablemente, es una de las mejores ideas y resoluciones —si no la mejor— de su cine: el instante en que Adriana Ugarte se convierte en Emma Suarez; dos grandes interpretaciones, por cierto, las suyas, aunque si uno tuviera que decidirse por una de las dos optaría por la segunda.
Hay que decir que prácticamente siempre el cine de Almodóvar ha buscado referencias en otras películas o en otros autores. En este sentido se parece a Woody Allen, el gran camaleón del cine, capaz de absorber distintas formas, estilos y directores haciéndolos propio.
No sé si Almodóvar llega a tanto pero sí es fácil encontrar en muchos de sus filmes las huellas de otros realizadores o influencias de alguna determinada películas. El caso más claro es Matador nacida, o reinventada, a partir de El imperio de los sentidos de Oshima. Pero también está Volver y La piel que habito, la primera cercana a cierto tipo de cine italiano y la segunda siguiendo, en gran parte, Ojos sin rostro de Franju. No se pueden olvidar los regustos del realizador por el cine americano negro (La mala educación) o por los melodramas tipo Sirk, Leitsen o Stahl, eso sí, desde planteamientos y resultados muy distintos a los de Todd Haynes.
El cine de Almodóvar, durante mucho tiempo instalado en escenas, resoluciones o personajes extravagantes, ha ido limando esos regustos conteniéndose cada vez más desde una realización más entonada y compleja. Sus primeras películas son un caos en forma, estilo y maneras, hasta el punto que se podría decir que se trata de filmes mal hechos, demérito que se transforma en mérito ante lo que se cuenta.
Pero, poco a poco, su cine está más trabajado, mejor hecho, como si Almodóvar hubiera aprendido a hacer y construir una película. En ese sentido su último filme, Julieta, resulta ejemplar. Conjunción de elementos perfectamente cohesionados. Basta, para darse cuenta, de esa facilidad, claridad y saber hacer, ver cómo están realizados los momentos en los que aparecen las calles madrileñas, el sentido de verdad que hay en ellas, la forma en que late y es rodada la vida en la ciudad.
Julieta es una película que Almodóvar venía pasando tiempo atrás. Probablemente ya le rondara, tomase notas o esbozase un guión, al preparar y rodar La piel que habito. En ella, el personaje de Marisa Paredes aparecía leyendo un libro de relatos de la escritora canadiense, premio Nobel de Literatura, Alice Munro. Aquel libro contenía tres relatos (Destino, Pronto y Silencio), protagonizados por la misma mujer y que serán la base de Julieta. Quizá el tono distante (¿objetivo?) de la literatura de Munro, trasladado al filme, lleve a un distanciamiento del espectador de la historia. Lo cual, en sí, no es malo.
La relación con Bergman, de la que antes he hablado, puede proceder de la propia visión de la película o de forma indirecta por el título pensado en primer lugar para el filme, Silencio. Un título, El silencio, que posee una de las películas del director sueco donde también (además de un niño) hay dos mujeres protagonistas. Según Almodóvar el rechazarlo y sustituirlo por Julieta, el nombre de la protagonista, se debe a que conoció que así se llamaría el último filme de Scorsese.
No descarto cierta similitud, posible, con el cine de Bergman pero ni es la única, ni la más importante. Gran parte de la obra de Almodóvar, aunque resulte extraño, se adapta o se integra dentro de una cierta forma concebida por un gran director del cine, y que, sin duda, es su gran referente. Me refiero a Alfred Hitchcock, al que de forma directa le rindió un homenaje en ¿Qué hecho yo para merecer esto? donde una idea era tomada de uno de los episodios que Hitch realizó para su serie televisiva, el titulado Cordero para cenar.
Julieta, desde ciertos temas, en especial el referido al de la culpa, soluciones de escenas (un misterio que resolver, el acabar en un cierto tono de suspense o interrogación ciertos momentos) o presencia de ciertos personajes es claro que nos movemos en el universo del realizador de Psicosis. Basta con la presencia de Rossy de Palma (muy entonada a pesar de algunas críticas que quizá no pueden verla en un papel distinto a los interpretados con anterioridad), remedo patrio —al lado, incluso, del mar— del ama de llaves de Rebeca.
Podríamos indagar en otras referencias, pinturas, elementos hitchcockianos pero sobre todo hay que destacar, y volviendo a las dos mujeres que son una, la referencia a Vértigo. En concreto, el enorme momento mágico señalado más arriba se mira de forma decidida, aunque resuelto de forma diferente, en la transformación de Kim Novak ante la exigencia de James Stewart.
Fuera referencias, Julieta es un filme enormemente personal donde transciende una narración que desde un cierta magia, encarada desde un sentido de relato mitológico y trágico, del que no es ajeno que uno de los libros leídos por Julieta/Adriana Ugarte sea La tragedia griega de Albin Lesky, algo que entra dentro de una cierta lógica al ser la mujer licenciada en la materia y profesora (lo cual resulta más forzado).
Sobre la historia de tres madres y tres hijas, Julieta narra unas historias cíclicas donde vidas y muertes se aúnan en la búsqueda de ese mar mitológico que conduce al ser humano, al igual que a Ulises, a su destino. Círculos cerrados donde los círculos se cierran, las historias se repiten, las mujeres y los hombres se encierran en unas historias que terminan por ser las mismas.
Y donde todo termina con el abandono y la muerte.
Un destino incapaz de ser cambiado, irrumpe en la vida de Julieta rompiendo de forma constante su sentido de la vida y devolviendo los recuerdos que se cree han sido olvidados. De ahí el primer encuentro con Beatriz, la amiga de su hija Antia, cuando intenta Julieta rehacer su vida y romper con el pasado (de forma literal con la ruptura de la foto). Pero, el pasado, se quiera o no, vuelve. Aquí en ese encuentro con Bea, después de años, en una breve vista a Madrid al comienzo del filme y será un nuevo encuentro con la misma mujer la que señale el derrumbe (otra vez) de una Julieta herida por tantas cosas.
Julieta en el primer encuentro quiere recobrar un pasado, pero ignora un secreto, algo que su hija sabe sobre la muerte de su padre. Julieta rehace la foto rota (toda ella troceada, señalando perdidas y lágrimas por tantos años sin saber de la hija) y rebusca en sus recuerdos volviendo a ellos. Renuncia para ello a su vida, a la liberación por tantas cosas.
Ese inicio del filme da paso a revivir los recuerdos a través de los escritos dirigidos a su hija perdida y en los que le hace partícipe de toda su vida. Una vida donde la realidad se funde con el ensueño, con las ilusiones y también con los fracasos y el dolor vivido. Dentro de ese carácter de ensueño, de planteamientos misteriosos estaría la aparición en una noche, surcada por un tren, un hombre misterioso con una maleta vacía y un ciervo. Dos personajes únicos en uno y que encierran también la doblez de un misterio y de un destino del cual no se puede escapar.
La separación de Julieta de su madre enferma (allá lejos en el pueblo donde se encuentra su padre con su amante) se identifica con la huida de Ansia de su madre. Destinos parejos donde la muerte pone o impone su ley. Muertes (cuatro) a lo largo de la narración (más la de la madre de Bea) que señalan transiciones y a la vez cambios en personajes, guardadores de secretos que se niegan a compartir. La muerte que une y separa en el dolor de la esposa, de la madre. Dolor por la muerte o la separación que, al fin y al cabo, es una especie de muerte. Tendrá que ser una muerte la que separe, en cierta forma, a madre e hija y otra muerte la que reclame, sin tener certeza de ella, el encuentro de la madre con la hija en un final en interrogante, a la espera de un encuentro esperanzador.
Julieta habla de culpas y de remordimientos, de amor y de vidas juntas, pero ignorantes unas de otras, de presencias y de ausencias, con momentos excelentes, entre la realidad y el sueño (o el ensueño) de la vuelta a la realidad (desde probablemente una irrealidad) de una madre acariciando el rostro de la hija que duerme a su lado y reconociendo a la nieta pequeña dormitando en la cama cercana. Una mano que acaricia un rostro de la misma forma que lo hará Julieta; en ese caso la caricia es sobre el corazón que su marido grabó sobre su brazo conteniendo las iniciales de ambos nombres: el suyo y el de Julieta. Una caricia sobre un brazo inerte, sobre el brazo de un ser ya muerto.
En la parte final el reencuentro nuevamente con Bea, tiempo después, le devolverá la realidad de la irrealidad, de la mentira en la que Julieta encamina su vida. Un encuentro que la lleva a descubrir parte de una verdad, o lo que es lo mismo como su búsqueda, inútil, se ha erigido sobre una falsedad.
Dominada por el color rojo, desde la apertura del filme sobre ese sorprendente trazo (¿objeto?, ¿símbolo?) que termina por configurar el vestido de Julieta, va adquiriendo, ese color (junto a los colores fríos en los que la mujer habita) una importancia a lo largo del filme: las uñas de Julieta, las tartas que año tras año va preparando para la hija ausente, la tarjeta que la hija envía en uno de los cumpleaños, el coche… Los colores adquieren un significado en función de los personajes y de las situaciones.
Cargada de simbología, lo que quizá le hace perder eficacia, Julieta transita por una realidad que se desea no salga a flote en el navegar por el mar de la vida. La casa frente al mar, la foto rota y vuelta a componer, la casa vacía en la que se desea habitar para llenarla de recuerdos, la profesión y estudios de Juieta/Adriana confluyen, junto a otros elementos, dentro de una fácil o difícil comprensión (el hombre que se suicida, el ciervo).
No se trata, ni mucho menos, de una película excelente ya que es afeada por ciertos momentos o propuestas (chirría, y mucho, la escena de la clase que imparte Julieta), aunque en otros instantes, como explicación o insinuación, de la orientación sexual de un personaje (Bea) tiene su sentido: el primer encuentro con Julieta en el que Bea va acompañada de tres amigos uno de los cuales muestra una decidida ambigüedad sexual.
Hay más temas en una película que se abre en múltiples sendas, quizá demasiadas, tal cual es la referencia a las sectas dominadoras de la voluntad de los individuos. En este sentido, y en el de la culpabilidad, Julieta se emparentaría con una película tan diferente a ella como es La invitación.
Podría escribirse mucho más sobre esta Julieta porque se abre a diversas reflexiones en su narración compleja donde pasado y presenta se funden en una búsqueda, o reencuentro, de una mujer consigo mismo y con la vida, asumiendo su culpa y su dolor
Escribe Adolfo Bellido López