Museo de cera
Con su novena película (ya está a punto de alcanzar los diez mandamientos cinematográficos), el universo de Quentin Tarantino se expande como un remedo de agujero negro que se retroalimenta de sus propios planetas en órbita.
El amor por el cine del director de Reservoir Dogs (1992) supera la cinefilia, pues es un devorador compulsivo, un cinéfago que no ha hecho ascos en su bulimia fílmica a ningún asteroide de la galaxia «cine», sin distingos entre películas gourmet ni el cine basura. Es más, todo el aparato intelectual surgido a raíz de los estudios culturales y su colofón de indistinción entre alta/baja cultura ha servido de soporte metacrítico, metatarantiniano (seguro que a Tarantino se la trae al pairo) para reivindicar unos productos artísticos que surgieron en la década de los años sesenta del siglo XX con la finalidad de surtir a la incipiente industria del ocio que se desarrollaba en paralelo al babyboom y a la sociedad de consumo.
En el apartado relativo a la industria cinematográfica, nos encontramos con la consolidación de las series de entretenimiento televisivo (su edad dorada y fundacional), con la agonía de los estudios clásicos hollywoodienses y su starsystem, es decir, con la desaparición de un modelo de representación de cuyas cenizas surgirían tanto nuevos directores como actores y perspectivas: Sidney Lumet, John Cassavetes, Frankenheimer, Pollack… o actores como Dustin Hoffman, Faye Dunaway, Diane Keaton o Al Pacino —aquí presente en la piel de un avezado productor que husmea por dónde van los nuevos tiempos y ofrece una nueva senda al estancado actor DiCaprio, un Pacino cuya carrera emergió a finales de los sesenta y cuyo modus actuandi supuso el descabello de la generación actoral precedente—.
Pero también irrumpiría toda una nueva y bizarra generación de directores noveles y europeos que, a raíz de la asimilación de los modelos genéricos canónicos del cine clásico estadounidense (western, cine bélico), se atreverán a intentar imitar y emular dichos modelos a la maniera autóctona (básicamente española e italiana, por ser los lugares mejor preparados para abaratar costes en las nuevas producciones hollywoodienses y, también, por la falta de pudor a la hora de apropiarse y nacionalizar dichos géneros, o ¿alguien se imagina dicha tendencia en suelo galo?).
Como subproductos cinematográficos fueron tildados estos remedos y coproducciones, alejados de la sofisticación cinéfila de Cahiers o Film ideal, pero que servían para nutrir las meriendas ociosas de los copiosos espectadores de los cines de doble sesión. Pues bien, Tarantino lleva años empeñado en reivindicar, homenajear y replicar este tipo de cine alimenticio y desdeñado durante décadas, pues pretende dotarlo del aura artística de la que se le privó en su momento.
Y es tal el empeño del director de Pulp fiction (1994), que lleva prácticamente la última década enmarañado en dicha empresa, pues tanto Malditos bastardos (2009) como Django desencadenado (2012) constituían réplicas de aquellos subproductos tan caros al cine italiano, mientras que en Los odiosos ocho (2015) parecía apuntar, como desquite, a los cimientos del western en un desaforado y exacerbado homenaje (a la par que impugnación) de La diligencia fordiana.
La presencia como actor en sus últimas tres películas del austríaco Christoph Waltz había propiciado un regusto por el juego y la parodia lingüística, apoyándose en la facilidad para imitar acentos del intérprete trasalpino, lo cual había dotado a los diálogos tan aparentemente trascendentales como profundamente banales de los personajes (marca de la casa tarantiniana, por otro lado) de una preeminencia que desdibujaba el desarrollo diegético de las narraciones, hasta cierto punto feliz y complacientemente enfangadas en un fárrago ebrio de verbalismo desmesurado.
Valga destacar que Tarantino, sin renunciar a la banalidad lingüística, ha recuperado el pulso narrativo, el brío de un relato en que la palabra y la imagen se complementan y apoyan mutuamente, con la inclusión de una voz en off que no perturba ni molesta a la fluidez de los fotogramas. Y hay imágenes y palabras y sonidos y música en casi tres horas de película, en esta película-río que fluye caudalosamente, con una corriente casi imperceptible que, sin embargo, avanza y transporta unos sedimentos tan inextricables como livianos, un cargamento (ahora sí, cinéfilo) repleto de un inconmensurable amor por toda una época pretérita, fenecida, que el ave Fénix del cine, gracias a su capacidad demiúrgica, es capaz de resucitar.
Y el demiurgo Tarantino se siente dueño y señor del mundo que va desplegando en la pantalla (sabedor y conocedor del engranaje que maneja), de un tiempo y un espacio que sólo pudo vivir a través del cine y la televisión, de las imágenes relatadas y encapsuladas en esas películas casi sensoriales, como si él fuese un dermatólogo que palpa y acaricia la dermis de un imaginario que se le ha incardinado en el cerebro y, sobre todo, en el corazón, y por eso muestra una relación de filia, de amistad viril, masculina, entre sus dos protagonistas, dos espléndidos Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, sin sombra de mirada homoerótica, pues no cabía en su conciencia dicha posibilidad, más cuando en el cine coetáneo de finales de los sesenta se estaba agostando dicho arquetipo masculino, con un Steve McQueen epítome del último hombre vivo en el cine, en un guiño-parodia-tributo a los héroes que interpretó, particularmente al personaje de La gran evasión (1963) de John Sturges, película cuya duración es similar a la de Tarantino y alguna de cuyas secuencias se recrean sin vergüenza y con una ambivalente admiración: la que propicia la nostalgia por una cosmovisión y un modo de hacer cine (de entender el mundo) consumidos, agotados.
Tarantino ha erigido un edificio repleto de referencias cinéfilas, de guiños metacinematográficos, con el riesgo de propiciar una especie de roman à clef, de relato en clave para degustación de sofisticados comensales, pero tal pastiche culturalista y posmoderno no es óbice para paladear y disfrutar de una narración desatada y desprejuiciada. La condensación de la historia en apenas cuarenta y ocho horas (dos días de febrero de 1969, el ocho y el nueve concretamente, separados con una elipsis de seis meses de esos mismos días de agosto del mismo año) le resultan suficientes para describir la ciudad de Los ángeles y el Hollywood de la época, así como para retratar a los dos principales protagonistas.
Bodegón de un Meca del cine en declive y retrato de personaje. El amor y admiración por sus referentes en la dirección quedan explicitados: Sergio Corbucci es citado por la voz en off como el segundo mejor director de westerns italianos (queda claro que el primero es el otro Sergio, el Leone, pues con el título de este filme Tarantino ya da por hecho bajo qué sombra autoral se refugia), así como se reafirma su estima por Antonio Margheriti, del que tanto bebe Malditos bastardos.
La puesta en escena nos retrotrae a ese fatídico y mítico (mitificado y mixtificado) año 1969, con un Tarantino que circula por las famosas colinas hollywoodienses a lomos de los recorridos y cabalgadas automovilísticos de sus protagonistas (¡Ay, esos desplazamientos de McQueen!), o esa insistencia por mostrarnos los neones reverberantes con las múltiples salas de cines que jalonaban Hollywood Boulevard.
La mirada de Tarantino no se contenta con este revival nostálgico tan profusamente cultivado durante la última década por las más exitosas series de televisión, sino que incardina en su película-río afluentes que corresponden al modo de representar de la época. DiCaprio protagoniza toda una subtrama en la que, gracias a su fama como protagonista de seriales televisivos de vaqueros, es contratado para protagonizar papeles secundarios de villano en algunos nuevos neowesterns.
Todo el dolor y renuncia y quina que debe tragar para asimilar su fugaz y casi opacado estrellato aparece retratado con lirismo por la cámara de Tarantino, en especial una secuencia con una nueva y joven actriz en ascenso cuyos métodos interpretativos están a años luz del modelo del ajado vaquero. Su momento de gloria lo alcanzará cuando consiga controlar sus miedos y sus inseguridades, así como los perniciosos efectos del alcohol, medicina de la que abusa para aplacar sus nervios.
El personaje de DiCaprio es el reverso fracasado del actor Clint Eastwood, cuya trayectoria profesional se asemeja al rol interpretado por aquel. Si Eastwood consiguió alcanzar fama y gloria, fueron múltiples los actores norteamericanos que no lograron trascender sus papeles en los spaghetti westerns, cuyos nombres (y morfología constitutiva) anglosajones dotaban de un prestigio y una autenticidad a aquellas producciones.
Brad Pitt, por su parte, es la cara oculta del efímero éxito de su jefe y amigo DiCaprio, un especialista rodeado de una leyenda negra (se le atribuye el asesinato de su mujer) cuya belleza física sobresale para los parámetros propios de su profesión, sabiendo extraer de esta contradicción ad hoc petróleo el director de Jackie Brown (1997), pues Pitt tiene un registro alejado de su condición de estrella guaperas que tanto los Coen como Tarantino le saben exprimir.
La secuencia de su enfrentamiento con un pretencioso y ufano Bruce Lee es un ejemplo más del hábil manejo de la parodia de Tarantino, una secuencia desopilante y que muestra la retórica huera y ficticia (que no falsa) sobre la que está estructurado el universo cine. Por un lado, todo el glamour y sofisticación de las imágenes que vemos en la pantalla; por otro, toda la labor silenciosa y callada de un arte colectivo, que precisa de un ingente engranaje oculto para funcionar.
Pitt también protagonizará una subtrama en su relación con una joven Lolita, una libérrima autoestopista con la que Pitt va tropezando causalmente y cuyo encuentro final propiciará otra subtrama en la que el magisterio de Tarantino consigue crear un pequeño relato de suspense y terror psicológico, envolviéndonos en una atmósfera de tensión que se resolverá quebrando nuestras expectativas criminales, en una especie de anticipo que debe servir de advertencia al espectador.
Con esta procaz púber hay una inevitable química, una tensión erótica y una tentación sexual que le puede acarrear el ingreso en el mundo carcelario al que Pitt lleva toda su vida esquivando Posiblemente sea un guiño fantasmático a unas relaciones que podían ser motivo de fantasía erótica y cuya consumación, en años posteriores más puritanos, ocasionaron serios quebraderos de cabeza al director Roman Polanski, cuya presencia es tan esquiva como determinante en la construcción del guion. Pues la archifamosa y aciaga historia del asesinato de su joven esposa Sharon Tate por los miembros de la familia Mason es el mcguffin que se utiliza para hilvanar una parte de esta historia, aprovechándose de un referente real con aires de película gore por las desgraciadas consecuencias que tuvo.
La efeméride conmemorativa (quincuagésimo aniversario) es una excusa que ha sido convenientemente publicitada para actuar como reclamo. La actriz Margot Robbie encarna a una jovial, guapa y despreocupada Sharon Tate, modelo de una alegría de vivir muy sesentera y de toda una nueva generación de actrices que estaban surgiendo y que iban a trascender el arquetipo de rubias guapas y tontas. Su muerte fue el inicio de una reacción contra unos años de libertad y contra el lado más oscuro y siniestro del desenfreno irracional.
Su presencia en la pantalla sanciona el estrellato ascendente y el prestigio intelectual, moderno, de un nuevo modo de hacer cine que Hollywood se preparaba para explotar, en contraste con el modelo decadente (y masculino) que encarnan DiCaprio y Pitt. En la secuencia final, se produce un reconocimiento mutuo de ambos mundos, que muestran una admiración recíproca, cuando DiCaprio es invitado a tomar una copa en la mansión que habitan los Polanski. Lo viejo y lo nuevo se dan la mano pues de las cenizas de aquel surge el vuelo de este.
La secuencia en que Robbie entra en un cine donde se proyecta una de sus películas le sirve a Tarantino para explayarse en el discurso metacinematográfico, en esa división realidad-ficción que el cine es capaz de suturar, creando un universo paralelo que los imbrica y amalgama. Tate/Robbie disfruta doblemente como espectadora en la oscura sala de cine, disfruta de verse reflejada en la pantalla y disfruta de las risas que su atolondrado personaje suscita en el patio de butacas. Su satisfacción es inmensa.
La destreza del director, del demiurgo Tarantino, y la satisfacción que siente hacia su propio trabajo lo inducen a parodiarse a sí mismo, situándose en el mismo nivel de sus admirados referentes (Corbucci, Leone, Margheriti y tutti quanti). Hay una secuencia que protagoniza DiCaprio en la que barre con un lanzallamas a un grupo de nazis que orquestan un plan de ataque sobre una maqueta, secuencia que remite directamente a Malditos bastardos.
Sin embargo, no es un simple autohomenaje, pues Tarantino desarrolla el motivo del lanzallamas de modo que en el tramo final de la película desempeñará un papel relevante (tanto como doblemente paródico). De igual modo, a Pitt se le concede, en su papel de especialista segundón, amén del enfrentamiento señalado con el vanidoso Lee, un cara a cara con el jefe de especialistas del estudio interpretado, como no podía ser menos, por Kurt Rusell, en un guiño al papel que Tarantino le otorgó de psicópata asesino en Death Proof (2007).
Allí fue neutralizado por una verdadera especialista que ponía fin a sus desmanes persecutorios y feminicidas, papel interpretado por la verdadera especialista Zoë Bell, a quien ahora Tarantino le reserva el rol de mujer de Rusell y jefa de especialistas (empoderamiento femenino, carácter de hierro), quien despide a Pitt después de ver las nefastas consecuencias que han tenido sobre su coche particular la pelea entre Lee y Pitt.
En este tour de force también hay resquicio para volver a rendirse pleitesía: parte del desenlace del filme apela mutatis mutandis al final de Malditos bastardos, en el afán de reivindicar la autonomía de la imaginación, del arte, para usar la realidad como mero pretexto, para no dejarse avasallar por ella.
El fetichismo cinéfilo del director queda patente a través de todos los afiches que adornan las paredes de calles y salones, de los títulos de las innumerables películas que pululan por la pantalla, por los fragmentos de todas las series de televisión que triunfaban en aquel momento, incrustando a DiCaprio en un fragmento de una de ellas (FBI, siendo citadas también con profusión Manix, El virginiano, Bonanza…).
Más corporalmente, Tarantino recupera ese fetichismo erótico por los pies descalzos (y con las plantas sucias) que ya lucían Uma Thurman/Mia Wallace o Esmeralda Villalobos, la conductoras del taxi que recogía al boxeador Butch/Bruce Willis en Pulp fiction; o los pies de Bridget Fonda en Jackie Brown; o el de todas las protagonistas de Death Proof; o el de la nínfula de Pitt en su trayecto en coche o el de Tate/Robbie durante la proyección en el cine.
De igual modo, el cuidado de la banda sonora remite a la importancia que tenía en las citadas Pulp fiction o Jackie Brown, desfilando por esta su novena película los principales éxitos musicales de la época, subrayando tenuemente las imágenes de la pantalla, el tono elegíaco y el canto a la amistad que se desprenden de las mismas, el duelo por un tiempo pasado y perdido, así como el carácter irónico que adquiere escuchar a Simon y Garfunkel, su Misses Robinson, cuando la joven nínfula recuesta su cabeza sobre las piernas de Pitt mientras conduce: la sonrisa de Pitt es la ironía por el cambio de rol (ahora es un hombre mayor frente a una joven sirena), así como por la conciencia del tiempo que los separa, pues Pitt es un viejo de camisa hawaiana con el que se identifica Tarantino, pero también nosotros, hipócritas espectadores (masculinos), que hemos envejecido al unísono.
Han pasado veinticinco años desde la exitosa Pulp fiction y la figura de Quentin Tarantino se ha convertido en un icono que incluso ha engrosado los muñecos de un museo de cera. El director se resiste a dicho estatismo, pero al mismo tiempo se regodea en su propio universo particular.
El paralelismo del movimiento de cámara final, ese plano secuencia panorámico —pues también los estilemas cinematográficos del cine de aquellos años serán mimetizados— con una grúa que parte de la casa de DiCaprio para alcanzar las rejas que salvaguardan y protegen (inútilmente) la entrada a la mansión de los Polanski, en Cielo Drive (nombre real, hoy en día cambiado, pero que le sirve como irónico guiño en bandeja a Tarantino), se detiene con un plano fijo sobre el asfalto de la placita que sirve de parking. Allí, ostensiblemente, se percibe una cruz latina dibujada en la calzada, mero adorno casual o posible símbolo o indicio causales de lo que Tarantino nos está preparando para su décimo mandamiento.
Esperaremos en capilla pacientemente. Amén.
Escribe Juan Ramón Gabriel