Quentin Tarantino y Peter Jackson: ego elefantiásico

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Django desencadenado y El Hobbit 

django-desencadenado-0El estreno en menos de un mes de dos títulos tan esperados como El Hobbit y Django desencadenado nos anima a comentar uno de los problemas con que nos estamos encontrando los espectadores en los últimos años: el tamaño del ego de algunos autores que se consideran a sí mismos intocables y, por tanto, no sólo pueden hacer lo que les venga en gana —algo absolutamente respetable— sino que no tienen ningún interés en contar con asesores o colaboradores que sean capaces de pararles los pies en algún momento.

Y falta les haría.

Lo cierto es que cada film que hoy en día estrenan Peter Jackson o Quentin Tarantino se convierte en un “acontecimiento” esperado por público y crítica con la obligación —moral, suponemos— de ser el no va más en el cine del siglo XXI. Y esto parece haberlos convencido de que, efectivamente, son unos genios absolutos, hagan lo que hagan.

Pero no siempre es así.

A su favor cuentan con la perfección técnica que han alcanzado en sus últimas películas, lo que predispone al público a una recepción como mínimo entusiasta, gracias a esos efectos especiales que hoy en día pueden conseguir prácticamente cualquier imagen, por compleja que nos parezca a priori.

En contra, el exceso en todos los sentidos.

Principalmente de su propio ego, con problemas serios de elefantiasis.

Intentemos explicarnos un poco mejor.

El crecimiento desmesurado de Peter Jackson

En el caso de Peter Jackson, esa perfección ha sido una de las metas de su cine. No olvidemos que sus primeros títulos, en su Nueva Zelanda natal, eran películas caseras engordadas con distintas subvenciones estatales para alcanzar una duración estándar y poder exhibirlas en salas comerciales.

Mal gusto (Bad taste, 1987) comenzó siendo una película en 16 mm rodada en fines de semana por un grupo de amigos, me mezclaba con descaro humor y gore. Su triunfo en distintos festivales, sobre todo de cine fantástico, le abrió las puertas a una sana carrera comercial, que tuvo su continuidad con El delirante mundo de los Feebles (Meet the Feebles, 1990) donde mantenía su combinación de humor grueso, sexo y mala uva, esta vez tomando como referencia las marionetas de Jim Henson y compañía.

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El cierre de su trilogía inicial llego con Braindead: Tu madre se ha comido a mi perro (Braindead, 1992), con el gore y el desmadre como absoluto protagonista de la función, echando mano de una coproducción con España en la que el nivel técnico de los efectos de maquillaje y la hemoglobina aumentan en cantidad, dando como resultado un film macabro, divertido, bestial, exagerado en todos los sentidos. Y, además, divertido.

Su segunda trilogía es la que le abre las puertas a Hollywood y, por otro lado, a un cine más serio. En ella coquetea con la ciencia ficción y el fantástico mainstream gracias a la presencia de Michael J. Fox como protagonista de Agárrame esos fantasmas (The frighteners, 1996), con el cine más serio, el thriller en su vertiente elegante, con Criaturas celestiales (Heavenly creatures, 1994), que también tenía buenas dosis de fantastique, y con ese falso documental tan en boga en los últimos años, con la fantástica historia de un director de cine neozelandés que fue el inventor de casi todo en el tratamiento de la película química y que Jackson descubrió gracias al found footage, material perdido y descubierto casualmente ¡en una cueva!, La verdadera historia del cine (Forgotten silver, 1995).

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Debidamente curtido en producciones de más caché y mayor profesionalidad, el otrora enfant terrible se transforma en un director más serio, más capaz técnicamente y mucho más ambicioso. De ahí nace su fama y su prestigio, al rodar la trilogía de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003), con la que logra todo lo que un cineasta puede desear: prestigio, dinero, premios, respeto y una inabarcable legión de seguidores.

Eso sí, también es el inicio de su tendencia a la desmesura: tres películas de tres horas y distintas versiones en DVD y Blu-ray con añadidos innecesarios comienzan a delatar su tendencia a aprovecharlo todo. Algo poco recomendable si quieres que el espectador te acompañe hasta el final de los títulos de crédito.

Buscando nuevos retos, Peter Jackson había optado en los últimos títulos por seguir buscando en viejas aspiraciones juveniles, como ese remake de King Kong (King Kong, 2005) donde la exquisita técnica y una inteligente adopción del punto de vista de la narración (sobre todo en las escenas en que están juntos los dos protagonistas y que muy bien podrían transcurrir en la mente del simio y su amada, dado que nadie más los ve juntos en la isla o incluso en el lago helado de Central Park, por citar dos ejemplos) le permiten obtener uno de sus proyectos más redondos y equilibrados, pese a que sigue pecando de esa elefantiasis aguda que ya parece asentada en su obra.

The lovely bones (The lovely bones, 2009) es una obra capital en su última etapa: aspiraba a ganarlo todo con esta adaptación de una prestigiosa novela con fama de inadaptable y se la pegó con todo el equipo. Exceso de metraje, muchas imágenes cursis para recrear ese cielo en el que se queda enclavada la protagonista, una narración sin fuerza, efectos especiales técnicamente impecables pero que no logran salvar la función… y, por supuesto, ningún gran premio en la agenda.

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Peter Jackson aprendió la lección y donde dije digo digo Diego: vuelve a la Tierra Media con un proyecto ya de por sí desproporcionado antes de ponerlo en marcha.

Si los tres libros de El señor de los anillos (en torno a 500 páginas cada uno) podían dar lugar a una trilogía de nueve horas (tres pelis de tres horas), una sola novela como El Hobbit (que apenas alcanza las 300 páginas) difícilmente puede dar para un largometraje de tres horas… pero Jackson se ha empeñado en hacer de la narración de J. R. R. Tolkien una nueva trilogía.

Si nunca segundas partes fueron buenas, intentar calcar un éxito anterior partiendo de una base literaria mucho más breve es algo abocado al fracaso, porque Jackson se ve obligado a estirar las escenas en busca de su ansiado metraje.

Y el chicle no da para tanto.

Confieso que hacía años que no me salía de ver una película en el cine y eso me sucedió con El Hobbit, aproximadamente a las dos horas y cuarto de proyección, cuando el juego de adivinanzas en la cueva, entre Frodo y Gollum, agotó la paciencia y la moral inyectada con las deslumbrantes imágenes con las que el director nos obsequia desde el inicio de la función.

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Desde la presentación de la aldea inicial, pasando por la presencia de esos invitados indigestos (aunque reconozco que la escena de recoger la vajilla es brillante, con esa canción que permite comprobar sus dotes), la película se alarga demasiado en casi todos los momentos: los viajes por los bellos paisajes de la Tierra Media, el ataque de esos ogros que acaban convertidos en piedra (después de una larguísima pelea en la que no pasa nada), la persecución hasta que encuentran la cueva, el encuentro con Sauron y los magos, la huida por el paisaje nevado…

Todo es visualmente portentoso, pero Jackson es consciente de que las escenas están demasiado estiradas, porque incluso en algún momento la cámara abandona los largos diálogos (esa filosofía que resulta cargante en muchos momentos) y se marcha a mostrarnos esos hermosos paisajes digitales. Como muestra, la reunión de los magos en ese foro al filo del abismo, mostrada en muchos momentos desde el exterior: mientras los magos siguen hablando, nosotros salimos fuera para disfrutar de acantilados, cascadas imposibles e imágenes bellísimas… ¿pero qué fue de lo que están diciendo? ¿A quién le interesa si llegamos a abandonar su diálogo?

A El Hobbit le sobra metraje. Quizá no le sobra ninguna escena en concreto, pero todas necesitan de una poda importante. No se puede concebir una película únicamente a base de largas set-pieces donde todo es brillante visualmente, pero donde apenas pasa nada. No se puede confiar en que haya una gran batalla final que lo arregle todo y nos predisponga para el segundo capítulo, porque algunos ni siquiera aguantamos hasta esa presunta batalla final.

Podría haber sido un film-acontecimiento, pero no una trilogía de nueve horas. El patinazo es importante por más que la campaña publicitaria logre atraer a un público ávido de consumir aquello que tanto se oye en cine, televisión, Internet y cualquier medio de comunicación. Por supuesto, esa autoconciencia de autor serio ha hecho que pierda cualquier rastro del sentido del humor de sus primeras obras: es un autor serio, importante, nada de chistes, por favor.

Definitivamente, Peter Jackson padece sobredosis de egocentrismo.

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Pero, para egos, el de Tarantino

La carrera de Quentin comienza en un videoclub donde trabaja, devorando todo el cine que muchas veces no se estrena en salas, pero sí llega a las estanterías para alquilar. Así, asimila no sólo los clásicos norteamericanos, sino también el cine europeo y, sobre todo, el asiático. Descubre títulos que mitificará y que querrá homenajear con el paso del tiempo.

Su carrera como cineasta comienza con la casi desconocida My bestfriend birthday (1987), casi un mediometraje alargado y rodado en plan amater.

Será su segundo título, Reservoir dogs (Reservoir dogs, 1992) el que lo encumbre, pero al igual que sucedió con Peter Jackson, no será un gran éxito comercial, sino un título de prestigio, que cosecha seguidores y premios en los festivales especializados… aunque en alguno de ellos se hable de plagio de un título oriental poco conocido en nuestras pantallas. Y, efectivamente, vista después, City on fire de Ringo Lam incluye escenas idénticas, como el enfrentamiento entre varios pistoleros que se apuntan unos a otros.. algo que, por cierto, también acabó siendo la marca de fábrica de John Woo.

Independientemente de que plagie o no escenas completas, Tarantino ya apunta aquí los elementos que van a hacer grande su cine: brillantes diálogos, escenas alargadas hasta lo imposible pero resueltas con habilidad, grandes dosis de sangre y violencia, pero tratada con ironía y un sentido de humor de grueso calibre, incluso su presencia como actor se convierte en una de sus señas de identidad.

La fórmula alcanza su cima con su siguiente título, Pulp fiction (Pulp fiction, 1995) en la que el cine negro, el thriller e incluso la comedia se dan la mano en un film de sketches en los que el montaje salta adelante y atrás en el tiempo para encajar las piezas de un rompecabezas que acaba funcionando como un reloj. La ironía, un gran elenco de intérpretes y unos diálogos “de película” (en todos los sentidos) acaban por redondear un producto brillante y técnicamente impecable.

Y entones Tarantino comienza a engordar…

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Ya no le basta con escribir, producir, dirigir e interpretar sus propias películas, por lo que empieza a esparcir su “toque de distinción” en productos que acaban en manos de amigos como Robert Rodríguez, con el que codirige algún fragmento de Four Rooms (1995), Sin city (2005) y Grindhouse (2007).

También su ego comienza a abarcar más de la cuenta, como demuestra este último proyecto, un intento de recuperar los programas dobles de los autocines de los 60 y 70, para lo cual rodaron Rodríguez y Tarantino dos películas distintas unidas con los trailers y todo… aunque el escaso éxito de taquilla en Estados Unidos hizo que se estrenaran por separado en el resto de mundo, así nacieron Planet terror (2007) y Death proof (2007)… que ya pecaban de estirar en exceso un metraje que más compromido seguramente funcionaría mejor.

El metraje, siempre el exceso de metraje como símbolo de autoría.

Tras el relativo patinazo que supuso su intento de recuperación del blaxploitation de los setenta con Jackie Brown (Jackie Brown, 1997), Tarantino apuesta por la desmesura y ahí está Kill Bill, volumen 1 (2003) y Kill Bill, volumen 2 (2004) para demostrar que la división de una película en varios títulos puede funcionar tanto en taquilla como en el prestigio de sus autores, al igual que sucedió con Jackson y El señor de los anillos.

Más allá de su indudable perfección técnica y de su montaje con distintas técnicas, incluido el manga, la película delataba la multitud de influencias que Tarantino filtra y hace suyas, logrando un film muy particular, desequilibrado si se quiere, con multitud de referencias a sus títulos y géneros predilectos, pero con una gran cantidad de momentos, de escenas sueltas, que permitían mantener la atención del espectador.

La fórmula no era muy distinta que la empleada en Pulp fiction, aunque aquí era una venganza el eje de la narración. Y esa pasa a ser parte de sus señas de identidad: además de los brillantes diálogos, de las escenas estiradas hasta casi lo imposible, Tarantino apuesta por la venganza como hilo conductor de sus siguientes films.

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Su marca de fábrica, que aparece en Malditos bastardos (Inglourious basterds, 2009) y la actual Django desencadenado (Django unchained, 2012).

Ambas comparten las largas secuencias (de hecho la primera podría considerarse una obra de teatro en cinco actos ya que la acción transcurre en cinco escenarios y cinco largos momentos, brillantes en ocasiones —como el largo inicio en la cabaña— y pesados en otras), los ostentosos diálogos, la puesta en escena operística, el baño de sangre final y el reconocido homenaje al cine popular de los 60 y 70, sobre todo italiano: la primera toma incluso el título de un bélico de serie B de Enzo G. Castellari que en España se tituló Aquel maldito tren blindado (1978) y la segunda del spaghetti-western, en especial Django (1966), de Sergo Corbucci, interpretado por Franco Nero… quien incluso aparece como secundario en el film de Tarantino.

Visualmente portentosa, con paisajes sabiamente fotografiados por Robert Richardson en pantalla ancha (ese Cinemascope ya abandonado, aunque los italianos solían utilizar su propia versión, el Techniscope, más o menos con las mismas proporciones de pantalla), la película comienza con unos créditos a la antigua usanza y la canción de Django, obra de Luis Bacalov que debería figurar como autor de esta banda sonora ya que son muchos los temas suyos que utiliza Tarantino.

Pero la banda sonora es de Tarantino: él elige las piezas, las ajusta en el montaje, incluso las amplía o reduce según su necesidad. Es el autor-estrella y esa es una de sus señas de identidad… aunque no siempre acierta.

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Dos ejemplos para ilustrar sus excesos con la selección musical.

El primero, aunque el collage sonoro puede funcionar con cierta lógica en la mayoría de los casos, la utilización de un rap en un momento determinado del viaje resulta difícilmente justificable. Es un capricho fuera de lugar, un antojo del director que personalmente “me saca fuera” de la película, algo que no sucede con la música de Morricone, Bacalov y otros que utiliza con cierta lógica (que se utilice otro rap en los créditos finales es menos importante, la película ya ha terminado).

El segundo ejemplo es la utilización del tema Nicaragua de Jerry Goldsmith, compuesto para la película Bajo el fuego. Un crescendo sostenido, vibrante, inolvidable, que Tarantino utiliza íntegro en una escena concreta, la llegada a la mansión de Leo Di Caprio. ¿Qué sucede? Que el tema dura más de tres minutos y Tarantino se ve obligado a estirar el metraje de la llegada incluso introduciendo innecesarios planos al ralentí, para ajustar la duración de los planos a su adorada música. Consecuencia: una escena de simple transición, que apenas debería durar unos segundos, se convierte en un videoclip de más de tres minutos, donde la música marca el ritmo de los planos.

Absolutamente innecesario y gratuito.

Y no es que Tarantino no sepa cómo utilizar a música. Todo lo contrario. Viene dando muestras de su buen hacer desde Reservoir dogs: sus canciones suelen funcionar como contrapunto, como transición entre escenas o como simple acompañamiento con una brillantez indudable.

De hecho, en Django desencadenado utiliza en multitud de ocasiones la música para encadenar escenas: comienza segundos antes del final, la utiliza durante algunos planos de transición —bellos paisajes y viaje a caballo en la mayoría de los casos— y funde la música cuando la nueva escena ya está iniciada. Breve, conciso, brillante… excepto en caprichos como el uso del tema de Goldsmith.

Y ese es el problema de Tarantino: todo vale. Actúa por capricho, por instinto, porque le apetece. Y la coherencia se resiente de ello.

En Django desencadenado hay planos que se adelantan a lo que va a suceder, hay flashbacks, hay planos imposibles, hay elementos que pueden sonar a anacrónicos (también en la banda sonora, como hemos comentado), hay en definitiva un puzle en el montaje que pretende crear una narración más dinámica.

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Pero no lo es. Tarantino estira la segunda parte del film hasta lo insoportable. La presencia de Leo Di Caprio casi parece que le impone autoridad y como sólo aparece en la última parte, necesita dedicarle una hora de metraje. Largos diálogos, rimbombantes, salidas de tono muy a lo Tarantino y, por supuesto, el baño de sangre final para que el “toque Tarantino” esté completo.

Sólo que todo ello tarda muchísimo en llegar.

El guión no es tan brillante como en ocasiones anteriores: un largo camino para cumplir un rescate y, de paso, alguna que otra venganza. No hay mucho más. El presunto ingenio del caza recompensas alemán (excelente, aunque algo exagerado, Christoph Watz) obliga a alargar algunos momentos más de la cuenta, también la sobreactuación de Di Caprio estira sus escenas lo suyo, en medio queda un comedido Jamie Foxx, finalmente convertido en un héroe-matón porque la venganza había que completarla. Es una de las marcas de la casa.

En el camino encontramos humor de grueso calibre, alguna matanza filmada de forma primorosa (el ataque a Django en la casa, con este escondido tras un cadáver que recibe un balazo tras otro), disparos a bocajarro con sangre a borbotones, aunque sólo en tres o cuatro momentos: el asalto a los traficantes de esclavos, la batalla en la mansión de Calvin Candie, la venganza final de Django…

Y esa difícilmente creíble escena en la que Django es vendido a unos matones de tres al cuarto para que trabaje en una mina. Escena que le permite al mismísimo Tarantino aparecer como actor —ya se sabe, si lo hacía Hitchcock él no va a ser menos—, lo que le proporciona sin duda una auténtica hemorragia de placer y una explosión de buen gusto. Ustedes ya me entienden… y si no ya lo entenderán cuando vean la película.

Al final el problema es el guión: cuando escribe Pulp fiction o Kill Bill cuenta con los saltos entre escenas, con el montaje tipo puzle para centrarse sólo en los momentos fuertes, en escenas largas pero intentas; sin embargo en Django desencadenado cuenta un viaje, que no es interior ni mucho menos (no hay una evolución prácticamente en ningún personaje: ni el Dr. Schultz, ni el esclavo finalmente convertido en héroe se puede decir que «reflexionen» y tomen decisiones), sino un viaje exterior lleno de momentos muertos, de planos del paisaje que Tarantino rellena con brillantes músicas, pero son escenas alargadas e innecesarias, por lo que la estructura se viene abajo.

Y la película es aburrida, muy aburrida.

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Apresurada conclusión

No son carreras cerradas, ni mucho menos. No están fracasando en taquilla. No parecen interesados en buscar en otros lugares. Sin embargo, Peter Jackson y Quentin Tarantino, a la vista de El Hobbit y Django desencadenado, se encuentran hoy en día en callejones sin salida bastante parecidos.

Han llegado a la cima, han comenzado un cierto decaimiento —lógico por otra parte: después de la cima sólo se puede bajar, de ahí su nombre—, e intentan recuperar su hogar en el Olimpo con películas que buscan en el baúl de los recuerdos sus señas de identidad para intentar aplicarlas sistemáticamente.

Sus últimos títulos son calculadas copias de anteriores éxitos, pero llenos de un ego que aquellos títulos quizá no tenían en su momento: son autoconscientes de su “maestría”, de sus “señas de identidad”, de su “importancia”… y normalmente cuando esto sucede se pierde la frescura, la novedad, el interés por crear algo nuevo.

Y se gana en minutos, en opulencia, en grandes efectos especiales, en diálogos excesivamente elaborados, de película en el peor sentido.

Títulos excesivos ambos, a los que quitarle muchos minutos de metraje les haría ganar enteros.

Pero no hay quien le tosa a Tarantino o Jackson. Son Autores, así, con mayúsculas, y difícilmente admitirán que alguien reduzca sus grandes obras, que alguien pula su montaje.

Así, seguiremos encontrándonos durante años con películas de más de dos horas y media que se pretenden homenajes a títulos que apenas duraban noventa minutos, o adaptaciones de obritas que dan para un par de horas convertidas en trilogías inabarcables.

Eso no lo salva ni la brillantez de la puesta en escena, ni la perfección técnica, ni unos impactantes efectos especiales.

Excesivas y aburridas como ellas solas.

Escribe Sabín

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