Barton Fink (1991)

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El toque Coen

Barton Fink, de los hermanos CoenCon esta película, los hermanos Coen llevaron a cabo una doble labor: por un lado, consiguieron el beneplácito de la crítica como cineastas artesanos, como creadores independientes con un discurso propio y original, alternativo y paralelo al cine simplemente comercial y de consumo; por otro, articularon el estatuto anterior de reconocimiento y prestigio autoral sustentándolo a través de la mise en abisme de los propios mecanismos de la industria del cine, más en concreto de la época dorada de los grandes estudios hollywoodienses de finales de los años treinta y principios de los cuarenta del siglo XX.

No obstante, en una especie de tour de forcé, acorde con la transversalidad genérica y la interdisciplinariedad estructural característica de su estilo posmoderno, también ponen en solfa la deconstrucción clásica de la propia deconstrucción por medio de un relato enmarcado y autorreferencial en donde el enunciado crítico, el tema del cine dentro del cine, es socavado mediante una enunciación discursiva próxima a lo psicótico y al delirio, enunciación que persigue romper y franquear las férreas fronteras entre realidad y ficción, a fin de evidenciar el carácter retórico, artificial, de cualquier representación artística.

Se trata de ir un paso más allá de Minnelli o de Truffaut: el acta de defunción de un modelo de representación clásico sirve de alegoría auto-reivindicativa del modelo de representación de los mismos hermanos Coen.

El guionista demiurgo

Es toda una declaración de principios que el título de la película corresponda al nombre del personaje principal: Barton Fink, pues él será la viga maestra sobre la que se edifica esta fábula pseudo-crítica, pseudo-onírica, que pretende desmantelar, reivindicándola a la par, la figura del guionista como génesis hacedora de la ficción cinematográfica.

Este escritor, dramaturgo en concreto, es la condición necesaria pero insuficiente para levantar la catedral fílmica: es el alfa del proyecto, pero no su omega. En el ínterin, toda una serie de intermediarios económicos, de mediadores, se apropian de la mercancía intelectual, de la idea, para fabricar un producto con el preciso valor de intercambio, aquél que señale el gusto del público comprador-espectador. Por el camino, queda esparcido el valor de uso primigenio, la pureza teorética emanada de la inteligencia del autor-guionista.

Este escritor, dramaturgo en concreto, es la condición necesaria pero insuficiente para levantar la catedral fílmica: es el alfa del proyecto, pero no su omega

Barton Fink

Este judío neoyorkino, compendio de la élite intelectual de izquierdas de la costa este de los años cuarenta, amparada por la política roosveltiana del new deal, es vapuleado sin conmiseración a lo largo de la historia.

En su figura se cifra la crítica que los “independientes” hermanos Coen realizan, a toro pasado, de toda una serie de arquetipos intelectuales y fílmicos que intentaron cambiar, transformar, los parámetros artísticos de los EEUU de aquella época. Transformaciones que se cifrarían en la apuesta por una concepción del arte, en sus diferentes manifestaciones, basada en la proximidad a lo “real”, entendiendo lo real como lo cercano al hombre corriente, de la calle.

Ante el artificio escapista y vacuo, Barton Fink apuesta por un arte comprometido con su realidad más inmediata. Significativo es el título de la obra de teatro que le lanza a la fama: Los ruidosos coros desnudos. Fink se emociona con la posibilidad de llevar a escena “un nuevo teatro, lleno de vida, hecho de, sobre y para el hombre corriente”.

Todas las situaciones y personajes con los que Barton se enfrentará durante el resto de la película evidencian el apoteósico fracaso al que está condenada a priori su cosmovisión teatral (e ideológica), así como su contumaz perseverancia en ponerla en práctica. Este afán de renovación puro e insobornable; este ímpetu de transformación y cambio tiene su principal enemigo en su máximo valedor: el propio Barton Fink, incapacitado ontológicamente, debido a sus anteojeras ideológicas, para percibir por los sentidos e interpretar en su mente correctamente las constantes señales que su cacareada y anhelada realidad le van poniendo delante de los ojos.

Acertadamente, los Coen evidencian la flagrante contradicción entre un discurso teórico y su plasmación práctica; denuncian la intransigencia perniciosa y contraproducente de un discurso que no atienda a los elementos referenciales y contextuales en que se ve inmerso. La ceguera de Fink es epistemológica; esta mirada invidente surge de su vanidad, de su incapacidad de escuchar a los demás, de su propia arrogancia, de su actitud engreída, satisfecha en última instancia consigo mismo, a pesar de todos los lamentos, de toda la insatisfacción de la que el necio personaje hace gala. Su incapacidad de ponerse en la piel de los demás, de sentir compasión por ellos, lo arrastra a un autismo complaciente y cobarde, a un desprecio que se escuda en la autenticidad de la que él es único depositario.

El dramaturgo que se quiere demiurgo acabará condenado a ser un taumaturgo de los estudios, una simple marioneta que deberá aprender a moverse según los hilos que la sustentan le indiquen.

El dramaturgo que se quiere demiurgo acabará condenado a ser un taumaturgo de los estudios, una simple marioneta

El espacio enunciado: Hollywood

Como telón de fondo y antagonista ideológico del protagonista, aparece recreada la política empresarial y productiva de los grandes estudios hollywoodienses.

A la par que la crítica del personaje principal, los Coen ejecutan una esperpéntica y grotesca representación del sistema productivo imperante. Este mecanismo industrial deglute el “talento” de Fink, hasta conseguir su bloqueo como escritor. Contratado para que lleve su “poética de la calle” a los estudios, en un  primer momento es tratado a cuerpo de rey, haciéndole creer su papel prominente en el engranaje fílmico: “El escritor es el rey”, afirma Jack Lipnick, presidente de Capital Pictures, en la primera entrevista que mantienen.

Los Coen ponen especial ahínco en mostrar el papel de los guionistas en el Hollywood clásico, el esclavista sistema, la jaula de oro, en que eran encerrados. En último extremo, se trata de incrustar la creación individual y de autor dentro de un sistema de producción en cadena, con un ritmo estajanovista. Productores, guionistas desfilan en este apartado, destacando la figura de W. P. Mayhew (Bill, para Barton), remedo de los escritores de prestigio que fueron contratados por los estudios (Faulkner, Hammett, Chandler, Huxley…) como guionistas.

Todos los escritores domesticados con el tiempo nos venimos al gran lametón salado. Probablemente por eso todos tenemos tanta sed” (lingotazo de alcohol de su petaca). Bill se convertirá en su admirado modelo, hasta que descubre que no es más que un pobre alcohólico (pero tan lúcido como cínico) que necesita de un negro (Audrey, su amante y secretaria) para escribir sus aclamados guiones y, lo que es peor, sus literarias y prestigiosas novelas.

La intransigente pureza de Barton no soporta tamaña traición. Su desilusión se trueca en asco y menosprecio, aunque luego no dudará en recurrir a su ídolo caído cuando se vea sobrepasado por su bloqueo creador. La ayuda procederá del “negro”, al fin y al cabo el verdadero y original creador: la amante-secretaria Audrey.

Una vez Barton ha firmado su pacto fáustico (el contrato con los estudios), el hotel deviene ente mefistofélico, infierno particular

El espacio del delirio: el Hotel Earle

El espacio físico de acomodo durante su estancia en Los Ángeles, el Hotel Earle, alcanza un lugar omnímodo en el desarrollo argumental, eclipsando el espacio de procedencia del personaje (la costa este, New York) y contrastando con las escenas situadas en los estudios cinematográficos y aledaños (casa y despacho de Jack, oficina del productor Ben Geisler).

Esta preeminencia servirá para canalizar todo el mundo interior, todos los fantasmas de Barton, que se desatan nada más poner pie en el inmenso, decrépito, devastado y desolado hall del hotel. Lo referencial deja paso a una proyección mental sustentadora, a través del delirio y la psicosis, de la categoría de lo siniestro.

Una vez Barton ha firmado su pacto fáustico (el contrato con los estudios), el hotel deviene ente mefistofélico, infierno particular. La puesta en escena de los Coen oscila entre lo onírico y lo surrealista, entre lo terrorífico y lo psicótico. No cabe duda de los guiños establecidos con Polanski y Kubrick: los pasillos del hotel, deshabitados, tan tétricos como infinitos, sólo habitados por los zapatos de unos fantasmagóricos clientes que reposan metonímicamente en las puertas de las habitaciones, se convierten en un espacio laberíntico, trasunto del inicio de degradación mental del protagonista, dédalo del que ningún hilo de Ariadna le ayudará a salir, al menos indemne.

La recurrencia como mecanismo generador de la locura será el instrumento al que recurran los Coen para mesurar el viaje hacia la autodestrucción de su protagonista. Esos mosquitos que sobrevuelan la habitación y que hunden su picadura en el rostro cada vez más desencajado de Fink (aunque el productor nos informe de la inexistencia de mosquitos en una ciudad tan próxima al desierto); el desprendimiento del papel que recubre las paredes de la habitación, adherente y pringoso al tacto, debido a un calor sofocante y omnipresente; los constantes gemidos, mitad de placer, mitad de dolor, que desprenden las paredes contiguas; los travellings y los grandes angulares sobre un pasillo inhóspito y angosto; el ascensor a modo de barca de Caronte conducente a la laguna Estigia de la lógica y de la razón…

Pero este efecto de recurrencia alcanza su mayor carga de profundidad a través de una persona y de un cuadro. La persona es su vecino de habitación, Charlie Meadows, un hombretón que desempeña la tarea de agente comercial, figura tan cara a la tradición cultural norteamericana como exponente del fracaso (Muerte de un viajante). Este grandullón, ante el que en un primer momento Barton sentirá miedo, acabará convirtiéndose en el paño de lágrimas del autor intelectual noqueado; resumen del hombre corriente de carne y hueso tan idealizado y anhelado en su representación artística por Fink. Toda la fortaleza de Charlie será triturada por el egocentrismo vanidoso de Barton, incapacitado para escuchar y ver la realidad más próxima.

Charlie es una especie de reflejo de la bipolaridad contradictoria que habita en Barton: un escritor que se quiere realista pero desprovisto de la más mínina percepción de la realidad circundante. Charlie es también Karl Mund, Mund el loco, una especie de psyco-killer que decapita a sus víctimas y esconde sus cabezas. En cierto modo, Mund realizará los deseos más íntimos e inconfesados de Barton, quitando de en medio a Audrey y a su admirado-repudiado Bill. Con este personaje, el thriller se codea con el terror.

Dos detectives de significativo nombre (los detectives Mastrionotti y Deutsch), antisemitas evidentes en su trato con Barton, encargados de esclarecer el asesinato de Audrey y Bill, serán las víctimas propiciatorias de un justiciero Charlie/Karl, que a pesar de su esquizofrénica personalidad se muestra como un palmario antifascista (“Hail, Hitler”, le espeta a uno de los detectives antes de ejecutarlo con un tiro a bocajarro en la cabeza).

El cuadro representa una especie de anuncio publicitario, al estilo de ciertos cuadros de Edward Hopper que representan la cotidianeidad del modus vivendi norteamericano y la soledad asociada al mismo

La representación de la contemplación

Pero es en el cuadro que adorna la habitación 621, en la que se aloja Barton, cuadro que ocupa el espacio de una especie de larario sobre la mesa de trabajo de Fink, junto a la máquina de escribir y el flexo de luz, espacio sagrado de la creación y de la impotencia creadora a la vez, es en este cuadro donde se cifra la tesis de la película. El cuadro representa una especie de anuncio publicitario, al estilo de ciertos cuadros de Edward Hopper que representan la cotidianeidad del modus vivendi norteamericano y la soledad asociada al mismo. En él, una bella joven en bañador está sentada en la orilla de una playa contemplando el morir de las olas y el graznido de las gaviotas.

Significativamente, el cambio de escenario entre New York y Los Ángeles ha venido marcado por un plano suelto que ha precedido la entrada de Barton en el Hotel Earle. En este plano se ven las olas golpear contra una roca solitaria en la orilla de una playa desierta. A modo de estampa religiosa, la contemplación del cuadro acompaña a Barton durante su estancia en el averno habitacional donde se hospeda, como una especie de punto de fuga por el que canalizar su frustración e impotencia.

La secuencia final se convierte en una ejecución taumatúrgica de dicho lienzo: Barton, paseando por una playa solitaria, después de haber recibido una filípica del presidente de Capital Pictures, Jack Lipnick, en la que lo ha puesto en su sitio (el mecanoscrito-guión entregado por Fink “no cuela”; la opinión de un guionista no vale nada; “eres un arrogante hijo de puta”; “no eres escritor, sólo eres una puñetera chatarra”; “¿crees que el mundo entero orbita alrededor de lo que se mueve en esa pequeña cabeza judía tuya?”;…), totalmente desmedrado tanto física como espiritualmente, se encuentra con  una joven, álter ego de la chica del cuadro.

Ella se detiene y lo saluda amablemente, al tiempo que le interroga por la caja-paquete que sostiene Barton (se supone que contiene los objetos más personales del desquiciado Charlie/Karl, aunque a estas alturas intuimos que es la cabeza de alguna de sus víctimas). Fink desconoce el contenido y sólo acierta a retomar la conversación balbuciendo un elogio sobre la hermosura de ella y formulándole la siguiente pregunta: “¿Trabajas en el cine?”. “No digas bobadas”, replica la mujer. En el último plano volvemos a ver la composición que ha constituido el cuadro, con un añadido: Barton aparece dentro del encuadre cinematográfico, dentro del marco del cuadro, contemplando la contemplación de la mujer.

De este modo, con su propia inclusión como personaje, como un elemento más, en el encuadre tanto pictórico como cinematográfico, el realismo de Fink alcanza carta de naturaleza, cuando pasa a engrosar el engranaje del mecanismo de ficción, cuando se convierte en un elemento más dentro de la maquinaria de producción de signficado, cuando a base de haber sido zarandeado por su inmediata realidad aún es incapaz de aceptar los procedimientos mediatos para apropiarse de la inmediatez, la naturaleza artificial y secundaria de ésta, su imposible enunciación directa sin ser tamizada y codificada.

El trabajo de Fink, su desiderátum de “hacer algo bello, algo hermoso sobre nosotros”, carece de sentido, pues él no sólo no controla, sino que desconoce los procedimientos de formación de un arte real. Su titánica y denodada lucha está condenada de antemano al fracaso, tanto por sus carencias subjetivas como por el desconocimiento de la realidad humana que pretende retratar.

Un prólogo anticipatorio

El trabajo de Fink, su desiderátum de “hacer algo bello, algo hermoso sobre nosotros”, carece de sentido, pues él no sólo no controla, sino que desconoce los procedimientos de formación de un arte realNo en balde, el inicio de la película nos ha mostrado explícitamente por dónde discurriría el relato.

La secuencia inicial es un movimiento de cámara situado entre bambalinas de una representación teatral, bajando por el cortinaje del telón entre medio de la tramoya y del atrezzo, ofreciéndonos los entresijos que se esconden detrás de un escenario, los resortes de la creación de ilusión.

Allí está un encopetado Barton Fink paladeando sus propias palabras de autor-demiurgo a través de las voces de los actores que están escenificando su obra. Nada más terminar la función, cuando el público estalla en aplausos, de detrás del propio Fink surgen dos personajes que encarnan a los empresarios del montaje teatral.

El éxito del “realismo” en New York es un éxito empresarial; mejor, es un éxito teatral en cuanto que hay un público y unos productores que reclaman tal producto. Su traslación a la costa oeste será un estrepitoso fracaso.

El cine independiente

Así pues, los hermanos Coen utilizan la coartada de esta película para exponer alegóricamente su concepción del cine, para labrarse y ganarse los laurales artísticos de reputados directores, para adueñarse y erigirse como máximos representantes del llamado cine independiente norteamericano.

Simplemente añadir que tal marbete “independiente” está viciado desde sus orígenes, por la misma regla de tres que estaba abocada al fracaso la pretensión de realismo de Barton Fink, del personaje.

A dos años de la caída del muro de Berlín, en 1991 los Coen se permiten criticar la ceguera de cierta izquierda intelectual, esclerotizada y decrépita, al mismo tiempo que ellos enarbolan la bandera de un cine crítico y moderno, alternativo al de las grandes productoras y al público masivo; cine, el suyo, que persigue ocupar el nicho de mercado de todo un segmento de población que vive dentro del sistema económico dominante, el capitalismo, pero que, a pesar del lugar privilegiado que ocupa en él, se encuentra incómodo.

No se trata de construir un nuevo cine realista, social, de testimonio, denuncia…, esto es, de eufemismos que encubran la palabra transformación o comunismo o marxismo o socialismo, no; se trata de ofrecer un producto revestido del aura de prestigio intelectual que otorga la crítica (a ser posible la “fetén”, la francesa) y que recoja ese malestar que pulula en cierto sector de la sociedad, el más comprometido con las libertades, lo ecológico, los derechos humanos… a saber, con las nuevas banderas de enganche surgidas de las piedras derrumbadas del muro berlinés.

Barton Fink es la contribución de los Coen a esa nueva mirada sobre la realidad. Afortunadamente, a diferencia de esta película, un humor vitriólico hará acto de presencia en algunos de sus mejores logros cinematográficos.

Posiblemente en la plasmación en imágenes de la estupidez humana, de las carencias ontológicas, aliñadas con acerba ironía cuando no pura y dura mala leche, hallarán su venero más fructífero, su veta más productiva. Su mejor cine.

Escribe Juan Ramón Gabriel

Barton Fink es la contribución de los Coen a esa nueva mirada sobre la realidad. Afortunadamente, a diferencia de esta película, un humor vitriólico hará acto de presencia en algunos de sus mejores logros cinematográficos