Del pesimismo antropológico al optimismo vital
Suele contar Gilliam de sí mismo que le gusta sentirse un extraño en tierra extraña. Dado que tal afirmación proviene de un americano afincado en el Reino Unido, podríamos sentirnos tentados de interpretar su sentencia de un modo topográfico. No obstante, conociendo un poco mejor su atropellada biografía, quizá fuera más feliz recurrir a una explicación existencial.
Su exilio voluntario a Londres surgió en realidad de un convencimiento entre político y emotivo, lo que irremediablemente nos conduciría a pensar en que sus necesidades fueron más bien casi vitales: Gilliam no se sentía a gusto en un país que hostigaba a los objetores a la guerra de Vietnam y además tenía una novia inglesa, lo cual parecería motivo suficiente para emigrar… pero esta situación encerraba la secreta y doliente circunstancia de alejarlo de aquello que podría constituir una fuente de inspiración para su imaginación inagotable: la irrealidad más fantasiosa y grotesca de los Estados Unidos, plasmada en
El carácter existencial viene determinado también porque su huida hacia el viejo continente tuvo por objeto buscar un territorio preñado de autenticidad y de historia, reposado en su riqueza como un vino viejo, y no tan burbujeante como el ansia de novedad del consumidor norteamericano.
Pero paradójicamente, de la misma manera que quiso convertirse en inglés, no pudo dejar de ser estadounidense: casi todo su cine podría definirse como una suerte de eclecticismo mágico, una dialéctica entre los dos continentes cuyos modos de entender la fantasía arraigaron de uno u otro modo en su subconsciente, dando lugar a una obra difícil, susceptible de ser mal interpretada tanto por unos como por otros, y que lo acerca inevitablemente a la consideración de autor maldito.
Cualquiera que bucee lo suficiente bajo la compleja mentalidad de Gilliam, puede darse cuenta de bajo su aparente esteticismo ferial, su gigantomaquia de cartón piedra y su despatarrante imaginación, late precisamente una pulsión de autenticidad en apariencia incompatible con el efectismo prefabricado de los artefactos de Hollywood. Él se siente deudor de las ilustraciones de los libros de alquimia, de la pintura clásica de Bronzino, de los libros de caballerías, de los escenarios barrocos del teatro victoriano y de los hallazgos visuales de las vanguardias artísticas: el surrealismo, el futurismo, el cubismo y sobre todo el dadaísmo, pero también del collage al que revitalizó desde una perspectiva contemporánea, convirtiéndolo en animado. Esa devoción, que demuestra desde muy temprano en los títulos de crédito y las animaciones de Monty Python, constituye una constante en lo que podría denominarse la factura visual de su cine, que sólo por este detalle podría calificarse ya de abrumadoramente complejo.
Pero si nos situamos desde el punto de vista de la otra orilla, no podemos dejar de reconocer en su amor por el colosalismo y los monstruos de feria algunos rasgos de su irrenunciable herencia norteamericana. La conjunción de ambas tendencias es la que determina su desarraigo y su extrañamiento en el mundo del cine, una patria que requiere fronteras reconocibles dentro de las que se niega a encontrar acomodo y a facilitárselo al espectador.
Sin embargo, solventada la supuesta paradoja, no podemos aventurar una explicación completa de su obra sin reprocharle un en ocasiones abigarrado oscurantismo que lo aleja de la facilidad de interpretación y la placidez contemplativa.
Sí, Gilliam puede resultar incomprensible, indigesto; las más de las veces debido a su excesiva orfebrería visual, pero también porque su cine nos habla desde el pesimismo antropológico del observador de
No deja de ser cierto tampoco, que a veces se contenta con disfrazar con su barroca caligrafía un contenido banal, que podría colocarnos sobre otra de las fallas en las que se sustenta su ya mencionado “malditismo”: uno no sabe bien si lo que va a contemplar cuando acude al cine es una de sus obras de culto (Brazil, Münchausen, El rey pescador o Doce monos), un pastiche huero y confuso (Los hermanos Grimm) o un producto inclasificable, entre encantador y grotesco (Miedo y asco en Las Vegas, Tideland o Parnassus).
Money, money money!
Si tomamos como referencia las mencionadas obras de culto, sólo dos pueden considerarse éxitos de taquilla, apuntando al hecho de que cubrieron de sobras los costes de producción y cosecharon gran relevancia entre el público medio.
Probablemente al conocedor de la obra de Gilliam no debe escapársele que esta circunstancia pueda tener algo que ver con su menos apabullante esteticismo, y es que tanto El rey pescador (1991) como Doce monos (1995) estaban cimentadas sobre guiones ajenos.
Sin duda ello acabó por constituirse en un dique de contención para la casi siempre desbordante imaginación visual de Gilliam: al parecer su método de trabajo para con las ideas propias consistía en imaginar (en el más estricto sentido de la palabra, producir imágenes mentales de su película) las secuencias y después construir el guión que acabaría por convertirse en una plasmación en celuloide de aquéllas.
Las aventuras del barón Münchausen (1989) fue, por así decir, el paradigma de semejante método, pero por encima de todo supuso el comienzo de su leyenda negra como derrochador impuntual y caprichoso.
Si bien es cierto que la película se pasó de presupuesto, recaudó relativamente poco en EEUU, y tuvo un sinfín de problemas de producción, no lo es menos que en el conjunto de lo ganado en Europa, el mercado de vídeo y DVD, llegó casi a cubrir costes. Por otro lado, la dolorosa evidencia de su deficiente recaudación estadounidense puede deberse a que la productora que entró al trapo del rescate una vez cumplidos los plazos de entrega y acabada la hucha del presupuesto, decidió estrenar la obra con muy pocas copias para ahorrarse distribución, publicidad y evitar un rotundo fracaso, que no resultó tal a juzgar por el relativo éxito de crítica y sus nominaciones a los Oscar y a los BAFTA.
Considerando el éxito que en uno y otro continente tuvo el filme, no podemos dejar de señalarlo como una perfecta parábola sobre su ambivalente relación con los Estados Unidos y Europa, donde al inevitable cariño por sus conciudadanos, se opone la evidencia de que su cine parece ser mejor comprendido en el viejo continente.
Terry contra Goliath
Si queremos hablar sobre el fiasco parcial que supuso El secreto de los hermanos Grimm (2005), hay que hacer notar que también fue hecha por encargo, pero pareció llovida del cielo justo después de que precisamente los elementos se conjuraran contra él en The man who killed Don Quixote, otro caso especial de mala suerte y miedo cerval de las aseguradoras.
El productor de 12 monos, Charles Roven, se la puso en bandeja por considerar que se trataba de una película afín a su particular universo, pero Gilliam estuvo tan atado de manos tanto en el desarrollo del guión como en lo que respecta a la producción, que difícilmente hubiera podido salvar un proyecto condenado desde el principio a convertirse en una película indigna de su talento.
Nadie sabe muy bien por qué (quizá el miedo a lidiar con Gilliam),
Los Weinstein quisieron atar en corto desde el principio a Gilliam: “Usualmente mis peleas son cuando termino una película, pero esta directamente arrancó mal”. Al parecer, ya antes del comienzo del rodaje Bob Weinstein insistió en cambiar a la actriz Samantha Morton, según se dice por un criterio tan absurdo como la anchura de sus hombros. Fue sustituida por Lena Headey, pero no resultó la única intromisión del productor con respecto a los actores: vetó, al parecer por razones de presupuesto, a Robin Williams y Uma Thurman, y además se permitió eliminar una prótesis de nariz para el rostro de Matt Damon, con la excusa de que resultaba estúpido pagar tanto a una estrella para que luego no fuera reconocible en pantalla. He aquí una de esas anécdotas que pueden ser fuente de posteriores chistes cinematográficos: quien sabe si la obsesión de Damon por su nariz en Ocean’s thirteen no proviene de esta caracterización frustrada.
Con respecto a la realización y sobre todo el montaje de la película, las divergencias fueron tan enormes que Gilliam aseguraba sentir que se hablaba de dos películas distintas. Paradójicamente consecuente con su paternidad, decidió abandonar a su hija en mitad del proceso para marcharse a concebir otra (Tideland). Cuando volvió, el padre pródigo se hizo cargo de los pormenores de su formación, en sentido estricto, para darle un aire más de familia. Según parece, productores y realizador quedaron relativamente contentos con el resultado, pero no puede decirse, a juzgar por la acogida de crítica y seguidores, que Los hermanos Grimm sea una de sus más admiradas creaciones.
Por eso no sería justo computar en el debe de Gilliam todos sus encontronazos con la taquilla; en verdad, gran parte de la responsabilidad de sus fracasos cinematográficos son imputables al miedo de la industria a distribuir productos no convencionales, que además han costado carísimos. Gilliam no es un realizador que ponga coto a la imaginación ni al presupuesto, y ambas cosas son muchas veces incompatibles. De él solía decir el mencionado Charles Roven que “pretendía estar al margen del sistema, pero al mismo tiempo sus ideas eran tan grandiosas que requerían elevados presupuestos, los cuales sólo podían conseguirse en los grandes estudios, lo que exigía a su vez llegar a un público amplio para cubrir costes…”. Eso no suponía otra cosa que la intromisión de esos grandes estudios en su trabajo, con objeto de hacerlos llegar a ese gran público que pudiese sufragar los dispendios de su imaginación exorbitante.
En este contexto, y aunque podemos encontrar desencuentros menores desde casi el comienzo de su filmografía (para La bestia del reino, de 1977, casi todo reclamo publicitario hacía referencia a su relación con Monty Python, cosa que Gilliam detestaba, al tratarse de su primera obra desvinculada del grupo, al menos en lo que a creación se refería), quizá el caso más célebre es el de su magnífica distopía Brazil (1985), sobre cuyos pormenores llegó a escribirse un libro y editarse un documental que lleva por nombre The battle of Brazil (1987, 1996), y que será objeto de estudio detallado un poco más adelante.
Lo que no podemos obviar es que la historia de desamor entre nuestro autor y las productoras es fruto de una animadversión mutua: Gilliam se ha comparado a sí mismo en ocasiones con Stanley Kubrick, siempre desde una postura respetuosa y siendo consciente de las distancias y diferencias artísticas que separan sus respectivas obras, pero sin dejar de hacer notar las coincidencias: en lo primordial, ambos son muy perfeccionistas (Terry Jones, codirector de algunas de sus películas y el resto de los Monty Python solían recriminarle que ellos eran actores de carne y huesos, no recortables de papel a los que podía exigirles cualquier sacrificio sin que se quejaran), y eso es una pesadilla para los productores; perfeccionismo suele equivaler a repetición de tomas, derroche de celuloide, toneladas de material de montaje a revisar y, por descontado, plazos incumplidos de un tiempo que vale oro. Es famosa la anécdota sobre el hámster de Doce monos, que dio nombre a otro documental (El factor hámster y otras historias de 12 monos, 1997), y que se refiere a la obsesión de Gilliam por que apareciese en un lejanísimo segundo plano la noria en movimiento de un hámster que por lo visto se negaba a colaborar empujando el artefacto.
Por otro lado, Gilliam también parece colocarse del lado de Kubrick en lo que respecta a la digestión de sus filmes; mientras que en un lado de los grandes situaba a un Spielberg que siempre adornaba sus películas con finales comprensibles, asumibles y felices, al otro colocaba al Kubrick del descontento, la desesperanza y la ambigüedad interpretativa, bien que a veces aderezada con humor negro y socarronería muy poco del gusto del Rey Midas de Hollywood.
Como puede imaginarse, todo ello no contribuía en absoluto a facilitar su relación con la industria, puesto que mientras que a Kubrick nadie osaba tocarle un fotograma, a Gilliam no parecía tenérsele en tan alta estima, quizá debido no tanto al aura magnificiente de aquél cuanto a su proverbial mal genio. Las películas del ex Monty Python han sufrido lo indecible en las mesas de montaje debido a la falta de respeto de las productoras.
El resultado es que Gilliam no debería ser considerado autor exclusivo de algunas de sus obras, y con ello no debiera hacérsele responsable de todos sus fracasos. La historia no escrita del desarrollo de El secreto de los hermanos Grimm parece darnos la razón en cuanto a esto.
Brazil, sede del Ministerio de
Brasil formaría parte de Oceanía en 1984, la inmortal novela de Orwell. Oceanía y Eurasia eran los dos bandos continentales enfrentados en una guerra sempiterna. Con todo, tanto la acción de la película como la de la novela, transcurre muy lejos de latitudes ecuatoriales. Brazil es una distopía industrial y burocrática que sólo guarda relación con el gigante carioca con respecto a la alegre tonada (Aquarela do Brazil) que resuena sin cesar en sus oscuros escenarios, y que tenía por objeto plantear un contraste entre la alegría festiva y la pesadilla laboral.
Hemos dicho que las relaciones de la novela con la película son numerosas, aunque como veremos más adelante, quizá lo sean incluso más con la realidad de su creación artística.
Lo cierto es que aunque Gilliam aún no había leído la novela de Orwell, pensó en llamarla 1984 and 1/2 como pequeño homenaje a él y a Fellini. Ha de hacerse notar un triple influjo europeísta, puesto que también se barajó el más kafkiano nombre de El ministerio, aunque finalmente optara por el de Brazil.
La elaboración de Brazil, enormemente compleja desde sus inicios (el guión fue escrito por tres personas entre las que se encontraban Gilliam e incluso uno de los actores de la película, Harvey McKeown), no fue sin embargo accidentada; la película fue acabada más o menos dentro de plazo y sin excesos presupuestarios, y estuvo lista para su estreno en enero de 1985, con una duración de 142 minutos.
Fue a partir de aquí cuando comenzaron los problemas, y no precisamente por capricho de Gilliam. Curiosamente,
Tal proceso fue de todo menos incruento y dio lugar a la denominada Batalla de Brazil entre Gilliam y Sheinberg por el control de la película, reflejada en el libro de Jack Mathews del mismo título, publicado en 1987 y en un documental de 1996.
En una disputa que debió quemar las cejas de más de un abogado, en primer lugar
Pero tal y como hemos mencionado, en un afán proteccionista (y decididamente manipulador) Sheinberg optó por elaborar un nuevo montaje “más digerible” sin contar con el asesoramiento de Gilliam, así que puso a trabajar a sus esbirros Bill Gordean y Steve Lovejoy en lo que acabaría conociéndose como la versión “Love conquers all” (“el amor lo puede todo”), una versión de sólo 94 minutos que eliminaba casi todo resquicio crítico respecto a las manipulaciones, obsesiones y equivocaciones del poder (de lo cual la historia de Brazil parece todo un catálogo), amén del enchufismo y la alienación humanas, travistiendo la pesadilla burocrática en una historia de amor con final feliz.
Gilliam y el productor Arnon Milchan, anonadados, contraatacaron en la batalla por la propaganda. Milchan intentó que los críticos vieran el “montaje europeo” de la película en Inglaterra, mientras Gilliam, que en un principio amenazó con retirar su nombre de los créditos, optó por una original réplica en el campo publicitario: pagó una página entera en Variety, con una sola frase: “Querido Sid Sheinberg, ¿Cuándo vas a estrenar mi película Brazil? Terry Gilliam”.
Pero Sheinberg, no dispuesto a dejarse amedrentar, respondió con un anuncio similar en el que ofrecía “Una película de Terry Gilliam a mitad de precio”.
Como suele suceder, el tiro de los prohibicionistas salió por la culata del entusiasmo de los adoradores de lo prohibido: llegaron a organizarse pases clandestinos que otorgaron un aura de malditismo a Brazil del que, a pesar de todo, no se recuperaría en la taquilla. Quizá por la teoría de la profecía autocumplida, la supuesta complejidad y oscuridad de Brazil no atrajo el interés de los norteamericanos, pasando a considerarse un film minoritario que sin embargo ganó tres premios de
El armisticio llegó en diciembre de 1985, cuando
Y ahora, algo completamente diferente…
Porque no todo iba a tener una explicación tan sencilla, mundana y racional. Cuando se trata de un autor vinculado a la magia y a lo fantástico, no podemos dejar pasar la ocasión de señalar que lo maldito de su cine puede referirse a que sobre él pese una maldición. Así, si tenemos en cuenta que muchos de los iconos cinematográficos de Gilliam son las brujas, demonios y duendes, no resulta demasiado aventurado pensar que tan malhadados protagonistas puedan estar cobrándose un precio.
Si bien casi todas las películas de Gilliam están repletas de incidentes menores (en Doce monos sufrió un accidente de equitación que dificultó sus labores de realización durante un tiempo), hay al menos dos que merecen pasar a la historia del cine maldito merced a las insalvables dificultades de su rodaje. Hablamos de El hombre que mató a Don Quijote (2000) y El imaginario del doctor Parnassus (2009).
La primera es uno de los proyectos vitales de Gilliam, una de esas películas que se fundamentan en todo aquello que constituye el alma y la carne de un hombre, su inspiración más profunda, que en el caso de nuestro apátrida era el Quijote.
Gilliam soñó (y preparó) este proyecto durante más de diez años, consiguiendo un presupuesto de 40 millones de dólares y la participación de grandes estrellas (Johnny Deep y Jean Rochefort). Sin embargo, en una anticipación de lo que sería la funesta jugarreta de los hermanos Grimm, el presupuesto se vio reducido en ocho millones de dólares nada más comenzar el rodaje, por la retirada de parte del mecenazgo. Gilliam había puesto demasiado empeño en sacar adelante su proyecto, y no quiso rendirse tan pronto. Es cierto que tal reducción acotaba su margen de error, pero quiso subsanarlo ahorrando en lo superfluo, procurando no repetir tomas innecesarias y exprimiendo al máximo las horas de sol de la luminosa España.
Pero ¡ay!, es bien sabido que nunca llueve a gusto de todos, y que la diáfana península Ibérica puede ser un territorio inclemente, ahíto de ventiscas y lluvias que acaban por transformar en barro las más brillantes ideas. Nadie está preparado para enfrentarse a la meteorología, pero al menos, lo que debe saber un realizador es que no sólo debe mirar al cielo en busca de lluvia para rodar una película ambientada en el siglo XVII. Hoy día los aviones sobrevuelan el espacio aéreo que don Quijote apenas vio trazado por bandadas de pájaros, y esto es un grave problema cuando lo que se quiere es ahorrar celuloide. La aparición de cazas militares, que no sólo querían formar parte de la película con su aparición dentro de cuadro, sino con su ensordecedor estruendo, dio al traste con decenas de tomas, tiempo y dinero.
Unida a las intromisiones atmosféricas y tecnológicas, hizo su aparición la enfermedad del protagonista, Jean Rochefort, quien padeció una doble hernia que le impedía subir a caballo. La imposibilidad de sustituirlo sin desechar todo lo rodado, y lo indeterminado de su ausencia (nadie sabe cuánto tiempo podía tardar en recuperarse), dieron al traste con el rodaje en tan sólo seis días.
No todo estuvo perdido, puesto que semejante cúmulo de despropósitos dio lugar a un documental (cuyos autores fueron los mismos que realizaron El factor hámster) llamado Lost in
Para nuestra alegría, parece que Gilliam está dispuesto a retomar el proyecto, tras recuperar los derechos de la película, en manos de las aseguradoras, y que tendrá como protagonistas a Robert Duvall y Ewan Mac Gregor. Quizá como huyendo de los duendes de Las Bárdenas reales (donde se le aparecieron en forma de avión militar), Gilliam parece tener la intención de rodar en Valencia en 2011. Esperemos que nuestros hados le sean más favorables que los navarros.
Doppelgänger por triplicado.
Si hay algo que caracteriza a los triunfadores es su perseverancia y su capacidad para aprender de los errores. El hecho de que Gilliam quiera seguir con Don Quixote es al menos muestra de lo primero, aunque no sabemos muy bien si lo es de lo segundo.
Sin embargo, con respecto a las vicisitudes de El imaginario del doctor Parnassus (2009), podemos decir que sí constituye un magnífico ejemplo de aprendizaje.
Es bien conocido el triste desenlace de la vida de una estrella tan prometedora como Heath Ledger. Su muerte aconteció en mitad del rodaje de Parnassus, y todo parecía indicar que, del mismo modo que la enfermedad de Rochefort dio la puntilla al Quixote, la desaparición del protagonista acabaría con el último proyecto de Gilliam.
Sin embargo, nuestro personaje no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y a dejar en manos de las aseguradoras esa especie de autobiografía maldita. Con mayor o menor éxito salieron adelante películas como Tras la pista de la pantera rosa (1980), La maldición de la pantera rosa (1982) o El cuervo (1994), y Gilliam retomó algunos de sus recursos técnicos para sacar adelante el proyecto, pero sobre todo echó mano de su agenda para completar la película mediante un alucinante giro imaginativo: sustituyó a Ledger con tres actores (Johnny Deep, Jude Law y Colin Farrell) que se tenían por sus mejores amigos, y quiso hacer ver que se trataba de diferentes proyecciones del inconsciente del fallecido protagonista.
Bien que no puede dejar de reconocerse que la película acusaba en algún momento el golpe, no es menos cierto que lo encajaba con suficiente dignidad como para acabar remontando el vuelo.
Esta aventurada e imaginativa resolución puede interpretarse como una muestra de la perseverancia y la capacidad de Gilliam para sobreponerse a la adversidad, de la que debieran de tomar buena nota algunos de sus futuros avalistas, pero también de que cuenta con una legión de incondicionales dispuestos a trabajar con él bajo cualquier circunstancia, capital que no puede considerarse menor en los tiempos que corren, y que puede erigirse en el mejor de los bagajes de un realizador de cine.
Sin embargo, parece más disuasorio el hecho de que tratar con Gilliam es asumir que tras sus pasos camina casi siempre el mal fario. Quizá es el precio que haya que pagar para que los duendes te dejen hablar sobre su mundo, aunque estamos seguros de que nuestro querido apátrida sabrá siempre poner, al mal tiempo, buena cara. No podríamos esperar menos de su proverbial optimismo vital, del que siempre ha hecho gala hasta en sus más negras películas.
Escribe Ángel Vallejo