Joshua Logan, de Broadway a Hollywood y al olvido

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La vuelta a los inicios 

joshua_logan-2Al igual que el western, género cinematográfico por excelencia, el cine musical ha pasado, con el tiempo, del triunfo al fracaso, del apogeo a la indiferencia e incluso puede decirse que ha “muerto”, a pesar de que actualmente aparezcan ciertos “homenajes” (tanto europeos como norteamericanos), más o menos distinguidos, al género: Todos dicen I Love you (Allen), Conoce la canción (Resnais), Bailando en la oscuridad (Trier), musicales de éxito como Chicago o frustrados como Nine, ambas dirigidas por Rob Marshall. 

Es cierto que el western es anterior, y casi tan viejo como el primitivo cine, al musical, pero este género, a su gusto y manera, nacido con el sonoro, es también específico del Hollywood grandioso, capaz (al igual que ocurre con el cine de vaqueros) de imponer su estilo, su esencia, a cualquier temática o narración.. Si se asegura que los directores clásicos del cine americano tarde o temprano terminan por realizar western (salvo excepciones tan notables como las Lubitsch, Wilder, Preston Sturges…), también es cierto que una gran mayoría de ellos (de Hawks a Mankiewicz pasando por Huston) realizaron algún musical.

El musical, referido como comedia musical aunque no siempre sus tramas se arropasen con ropajes de comedia, supuso un notable filón en el inicio del cine parlante. Se trataba de filmar, por lo general, un obra (de éxito) de Broadway: excelente manera de expresar la “sonoridad” en las películas. La transposición de la obra del teatro al cine ampliaba, además, el número de espectadores. En la grandiosidad del conjunto se basaba parte de su éxito, aunque, en una primera etapa, faltase el color.

El canto, baile y en general la alegría por la vida eran un antídoto contra la negra realidad en la que vivían muchos espectadores. La depresión del 29, por ejemplo, se ocultó con los cánticos y los bailes. Posteriormente el cine musical “huiría” de sus orígenes teatrales. No se trataba ya de representar una obra de Broadway sino de crear algo novedoso, personal para el cine. La cámara, en ese momento, no sólo “seguía” a los bailarines o “trataba” de bailar con ellos. Lo que se pretendía lograr (por medio del montaje) era una unidad musical. Cada toma se correspondía con una frase musical. Fue el gran hallazgo de Stanley Donen, Vincente Minnelli y otros.

laleyenda-3La importancia del musical, al final de los años 40 y durante los 50, era tal en el cine de Hollywood que muchas películas a pesar de no ser genéricas, poseían una clara estructura o aliento musical, caso de algunas secuencias de los filmes no musicales de Minnelli o del dueto aventurero de Sydney: Los tres mosqueteros y Scaramouche)

A medida que pasaron los años el círculo se cerró. El cine musical volvió a propagar fastuosos montajes de Broadway (West side story, My fair Lady, Sonrisas y lágrimas, Hello Dolly…). Es cuando el género, quizá sintiéndose herido, comienza a anunciar su “retirada”. La música sirve entonces ―casi de manera exclusiva― como “acompañamiento” de los cánticos de los actores. Los bailes desaparecen y las canciones (la mayor parte de las veces) serán cantadas por los propios intérpretes a pesar de carecer de conocimientos musicales, por lo que muchos de sus cánticos se reducirán a simples recitados.

Quizá sea Gigi (1958) de Minnelli el filme que señala el pistoletazo de salida de esta nueva tendencia, que alcanza su máximo apogeo destructor con dos obras parejas en estilo y temática de Joshua Logan, Camelot (1967) y La leyenda de la ciudad sin nombre (1969). De todas maneras, antes de Gigi, y en plena época dorada del género, existen ya películas que apuntan a una nueva renovación ―o muerte― del musical (y que fueron mal comprendidas en su época) entre las que se encuentra Ellas y Ellos (1955) de Mankiewicz.

Filmes insólitos y algunos maravillosamente inolvidables, como Dinero caído del cielo (1982) del recientemente fallecido Herbert Ross (1), poco o nada pueden hacer para resucitar un género que parece no interesar a nadie (¿acaso pueden llamarse musicales películas del estilo de Grease o Fiebre de sábado noche?). Como contrapartida, grandes películas se convierten en musicales de Broadway. Tal es el caso de dos importantes títulos de Billy Wilder: Con faldas y a lo loco y El crepúsculo de los dioses.

Uno de los principales redactores del manifiesto mortuorio del género musical fue Logan, un director de renombre del teatro neoyorkino. Allí dirigió obras de todo tipo, incluidos musicales. Su filmografía, azarosa y de mucho menos brillo del que se esperaba (él, incluso, sería el primer sorprendido), se apoyaría siempre en obras de teatro.

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El perseguido señor Logan

La primera película dirigida por Logan (1908-1998) fue I meet my love again (Volvió el amor, 1938), en cuya realización colaboró también Arthur Ripley y para la que George Cukor (sin acreditar) rodó algunas escenas. Hollywood hizo lo posible por tener en nómina a Logan. Tanto él como Kazan, por sus grandes éxitos en el teatro, podían y debían enriquecer el cine con su saber.

Sin embargo, en el caso de Logan, su debut compartido resultó un gran fiasco. Sorprendente en cuanto Ripley-Logan no eran dos desconocidos en el mundo del cine. Juntos venían trabajando como dialoguistas y directores del segundo equipo. En 1937, por ejemplo, ejercieron ese oficio en un famoso filme de Borzage Cena de medianoche  

Logan, pues, no era un desconocido en Hollywood cuando co-dirigió su primer filme.

Su fracaso le impidió rodar de forma inmediata otra película. No obstante, siguió compaginando la actividad teatral con diversos oficios cinematográficos llegando, incluso, a intervenir como actor en Main street to Broadway (Tay Garnett, 1953).

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En 1955 dirigió su primera película en solitario, la afamada Picnic, todo un éxito de público, refrendado por la cálida acogida de gran parte de la crítica. La leyenda que le atribuye una identidad con Kazan parece aletear sobre su siguiente filme, Bus Stop (1956). Películas dramáticas, “fuertes”, con la apoyatura “cultural” del dramaturgo Wiliam Inge. Logan no trata de disimular la procedencia teatral de ambos filmes. Da la impresión, incluso, que el formato scope que la Fox (productora de ambas películas) impone desde 1953, le sirve al director para “ampliar” el espacio cinematográfico hasta convertirlo en un amplio escenario teatral.

En sus dos primeros trabajos como director en solitario, Logan se permite algunos escarceos musicales (al igual que hace Blake Edwards en su cine) como si, de esa forma, recordara los distinguidos musicales que había montado en Broadway. Citaré, en ese sentido, el inolvidable baile sensual de Kim Novak en Picnic, mientras que en Bus Stop destacan los rasgueos de guitarra de Arthur O’Connell/Don Murray y las canciones de Marilyn Monroe, en un papel que parece ser una continuación del que interpretase la actriz en Río sin retorno.

Entre 1955 y 1969, Logan realiza únicamente nueve filmes. El éxito que obtuvo con Picnic no le vuelve a acompañar. La industria cinematográfica, necesitada de grandes éxitos, relega a un segundo plano al realizador del que tanto había esperado. No será tan sólo el público y la industria quienes le den la espalda, también la crítica, especialmente la francesa, atacará con saña su obra. Pocos serán los que defiendan las películas que realice con posterioridad a Bus Stop: Sayonara, 1957; South Pacific, 1958; Me casaré contigo, 1960; Fanny, 1961; ¡Vaya marino!, 1964 (especie de continuación de Escala en Hawai, 1954, de Ford y LeRoy, filme del cual Logan había sido guionista) y los dos musicales ya señalados, Camelot y La leyenda de la ciudad sin nombre).

bus_stopMientras Tavernier y varios críticos franceses se muestran inflexibles con su cine (al igual que ocurre con Gigi, supongo, por herir su “orgullo nacional”, al tiempo que alaban sin reservas los musicales de Jacques Demy por todo lo contrario: tratarse de un director francés), José Luis Guarner, entre nosotros, se convierte en uno de sus defensores de la obra de Logan. En especial, se declarará admirador de sus dos últimos filmes, los musicales que señalaron su despedida del cine.

Camelot supuso un gran fracaso en todo el mundo. La leyenda de la ciudad sin nombre compartió alternativamente, según los lugares, triunfo y fracaso. Un extraño maleficio parecía perseguir a Logan, que aplicaba los conocimientos teatrales a sus películas. En su vida, como en sus dos últimas películas, el paraíso le es negado: desterrado de Hollywood, se ve obligado como una “estrella errante” a vagar sin un claro destino.

No es que, en conjunto, el último filme dirigido por Logan fuera en fracaso absoluto, simplemente no recaudó lo esperado, después de un rodaje bastante caótico, en el que se invirtieron (en aquel entonces) veinte millones de dólares.

Algunos críticos de peso avivaron el fuego. Entre ellos Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon, quienes en su libro 50 años de cine norteamericano arremeten con una crudeza inusitada contra Logan llegando a afirmar, entre sus discutibles afirmaciones: “Camelot que su propio nombre (sin la t) define mejor que una larga crítica. Bus Stop posee un paquidérmico humor, verdadero asalto de impúdica afectación donde todo el mundo chilla a grito pelado durante dos horas, seguramente para impedir que los espectadores se duerman; La leyenda de la ciudad sin nombre está interpretada por las más inesperadas estrellas que quepa esperar para una comedia musical”.

Dolorido, expulsado de Hollywood, doblegado por sus frecuentes depresiones nerviosas, provocadas por la tensión de su gran actividad teatral, tuvo que ser internado en hospitales psiquiátricos en dos ocasiones, bajo el diagnostico de maniaco depresivo… finalmente terminó presentando shows en cabarets en los que contaba su vida tanto en el mundo del teatro (fue un aclamado director teatral en Broadway) como en el cine.

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Los musicales de Logan

En algunas de las primeras películas de Logan se puede rastrear alguna señal demostrativa de su interés por el musical. Pero, realmente, su primer encuentro con el género se produce en 1958 con la realización de South Pacific. Igual que ocurrirá con las posteriores Camelot y La leyenda de la ciudad sin nombre se trata, en principio, de llevar a la pantalla espectaculares obras de Brooadway: el paso de las obras del teatro al cine sólo parecen tener la finalidad de ofertar tan magno espectáculo a los espectadores (de las diferentes partes del mundo) que no pueden acudir a la sala de Broadway donde se representan.

Pero mientras los dos últimos musicales de Logan tienen interés, aunque éste se redujese a su planteamiento de espectáculo contra-musical, South Pacific no deja de ser un simple experimento de (fallido) musical. De poco sirve la, por lo demás, discutible experiencia de utilizar filtros y cambios de color en alguna secuencia musical. La principal baza con la que juega Logan en South Pacific, quizá lo único que realmente le interesa, consiste en utilizar el sistema Todd-AO. Las dimensiones, superiores a las del scope, le permiten ampliar aún más la pantalla, de forma que la “representación” se efectúa en un enorme escenario teatral ―dimensiones tanto en ancho como en alto―, pero con la ventaja que el cine ofrece: presentar los hechos con ―o desde― una dimensión más realista.

south_pacificEl filme, a pesar de su excelente recaudación, sobre todo en Norteamérica, no deja de ser una obra insignificante en su asumido estatismo. Apenas pueden destacarse los escenarios exóticos: un “paraíso” destruido por la guerra. En su conjunto, South Pacific prolonga el anterior filme de Logan, Sayonara, sobre todo en su mezcolanza inter-racial. El filme es una exaltación exclusiva del espectáculo: tributo grandilocuente a la gran pantalla de acuerdo al esquema del musical que sirvió de apoyatura a Oklahoma (1955), realizado por Zinnemann (la primera película que adaptó el nuevo formato Todd-AO.

Sin embargo hay algo curioso en esta película fracasada de Logan y es la mezcla interpretativa entre actores procedentes del musical y otros que nada tienen que ver con el género por lo que, lógicamente, ni son bailarines, ni cantantes. Un hecho que luego ampliará en su doble despedida musical, ya que ahí ninguno de sus actores principales procede del musical. En La  leyenda de la ciudad sin nombre es Harve Presnell ―que interpreta al Reverendo― el único cantante profesional. Los demás intérpretes no lo eran. Y menos los tres protagonistas: Lee Marvin (Ben), Clint Eastwood (el socio) y Jean Seberg (Elisa). Igual que ocurría con los tres actores principales de Camelot: Richard Harris (Arturo), Vanesa Redgrave (Ginebra) y Franco Nero (Lancelot).

Tanto en Camelot como en La leyenda… las canciones son (casi) lo único “propio” del género musical. Los bailes no existen. Pero, como en todo gran espectáculo musical que se precie, la escenografía (sobre todo en Camelot), está muy cuidada. ¿Qué intenta Logan en estos dos musicales que señalan el final de su carrera cinematográfica? Simplemente, seguir la línea marcada por otros filmes anteriores que intentan desmarcarse del género. El gran espectáculo de música y baile, de los años sesenta, no se puede sostener sino como una especie de recordatorio de otros momentos y  épocas. El musical, como el cine en general, evoluciona constantemente.

En Francia, Demy realiza (con actores igualmente ajenos al género) musicales innovadores más cercanos a un nueva concepción del género. Son una especie de “operas-fílmicas” que (sin olvidar los balbuceos, sobre todo con Lola, 1960) el realizador francés inicia en 1964 con Los paraguas de Chesburgo y que prosigue (afianzado y progresando la experiencia) con Las señoritas de Rochefort (1967) o, con la bastante posterior (y dramática), Una habitación en la ciudad (1982). En esos filmes el canto alcanza la única razón de ser del musical. Los personajes, en sus conversaciones, sólo se expresan con canciones. El recitado del minnelliano Gigi probablemente sea la referencia obligada. Pero en las nuevas propuestas que promueven, curiosamente, la casi total desaparición del género, no se pueden dejar a un lado las dos películas-despedida de Logan.

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Tanto en Camelot como en La leyenda de la ciudad sin nombre los actores, insisto no cantantes, son los que “tratan” de cantar las canciones del filme. A veces, como es natural, hasta lo hacen mal. Desafinan, recitan más que cantan, pero eso señala un más allá del género, su introducción en cualquier tema, estructura o circunstancias. Las canciones muestran simplemente los sentimientos de los personajes. Así, expresan su dolor, su alegría, su soledad.

Basta con tomar cada una de las canciones de ambos filmes y comprobar cómo, a través de ellas, se expresan las emociones, las razones y sinrazones de los personajes. Es el canto al tiempo que se va, a la negación de algo querido, al pensamiento del pasado, a la mirada hacia el edén destruido o el futuro esperanzador (Camelot); a la casa deseada, a la soledad, al continuo deambular en busca del destino libertario, al amor, la codicia, el sol, la lluvia, el viento (La leyenda de la ciudad sin nombre).

Los intérpretes cantan de la misma manera que lo haríamos cualquiera de nosotros ―los espectadores― como forma de expresar unos determinados estados de ánimo o, simplemente, de acompañar la ejecución de las acciones cotidianas. No se trata únicamente de filmar los planos de forma estática. El movimiento del musical se obtiene, ahora, por un montaje que altera, en la misma canción, el tiempo y el espacio. Los personajes pasan de una situación a otra sin que una lógica realista pueda explicar sus cambios, orquestados ―nunca mejor dicho― dentro de la progresión convenida por la ficción artística. La ruptura espacio-temporal es casi total en Camelot, mientras que en algunas canciones de La leyenda de la ciudad sin nombre, como el caso de la celebre Estrella errante, balbuceada por Marvin, existe una unidad temporal.

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¿Acaso existe el paraíso?

Aunque en principio no lo parezcan, Camelot y La leyenda de la ciudad sin nombre son dos filmes totalmente idénticos, y no sólo por el hecho de estar realizados por el mismo director o por pertenecer al mismo género. Sin ir más lejos, la historia que se cuenta es idéntica.

¿Qué semejanza existe entre el mundo aúrico de Camelot y el representado por un ciudad del “oeste”? Veamos. Camelot muestra la creación y destrucción de una ciudad edénico (“una vez hubo un fugaz destello de gloria llamado Camelot”). Idéntico a lo relatado en La ciudad… Los deseos de los hombres destruyen, en ambos títulos, el paraíso soñado. Conceptos tales como el amor, la libertad o la justicia son barridos por el dinero, las pasiones o la hipocresía.

Los dos filmes parecen, no obstante, distanciarse en su exposición sobre lo que es o representa la civilización. Mientras Arturo intenta construir los pilares de la civilización como algo necesario y positivo para el hombre, los personajes de La leyenda… concluyen que la llegada de la civilización, con sus ataduras y leyes, es la responsable de la destrucción de la libertad. Ciertamente no hay tanta diferencia entre ambas posturas. El legislar, el crear un nuevo sentido para los pueblos, es algo preciso para la evolución social, pero, desde las leyes constituidas, se generan mecanismos represores que terminan por provocar la destrucción de muchos de los sueños de sus habitantes, sobre todo el de la libertad. En los dos filmes de Logan, las pasiones en sus diversas formas (codicia, envidia, soberbia, poder…) terminan por “hundir” las dos ciudades edénicas.

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En Camelot, el rey Arturo procede a recordar, hacer balance y añorar la libertad que poseía en su niñez y que perdió al encadenarse a su destino de rey, en su creencia de poder cumplimentar sus míticos sueños. Arturo, en el hoy, espera la muerte sin esperanza. Se cree un fracasado. Pero el encuentro con un niño (el futuro esperanzador), depositario de los logros del rey y, por tanto, cronista de ellos, le hace pensar que no todo está perdido: su obra será recordada por futuros hombres que venerarán su figura y la elevarán a la categoría de mito. El niño con el que Arturo se encuentra (“uno como todos nosotros, menos que una gota en el oleaje del firmamento”) es un reflejo de su propia infancia perdida. Si alguien puede narrar la génesis del edénico Camelot, Arturo habrá ganado. Su sueño se habrá convertido en realidad por el recuerdo de los otros: el mito reverdece sobre la realidad.

El reino, la historia mítica de la creación de Camelot, se asemeja a la de la expansión del oeste. Se cuenta cómo se fundan nuevas ciudades, cómo se pasa de la nada al progreso y posteriormente a la decadencia, al hundimiento del lugar. El intento, en fin, de construir un soñado ―e inalcanzable― paraíso: los propios habitantes de la nueva ciudad serán los culpables de su destrucción. Es la historia de La leyenda de la ciudad sin nombre, un continuo girar de una rueda que parece generar tal ensueño y tal fracaso. Una ciudad y otra y otra. Siempre el mismo proceso: una andadura tendente a la búsqueda de la libertad perdida y siempre encadenada.

El reino de Camelot resultará una falacia, su destrucción (si alguna vez ha existido tal lugar) provoca la caída del propio rey Arturo. Igual ocurre con la ciudad sin nombre (nunca existente), cuyo hundimiento lleva a Ben (“estrella errante” que camina, sin rumbo, hacia alguna parte) a abandonar la ciudad.

laleyenda-6Si la codicia, el ansia de convertirse en poderosos caballeros, atrae a los hombres que se aprovechan de la primigenia democracia simbolizada por la tabla redonda en Camelot, el oro será quien atrape a los seres de todas las partes minando la libertad de aquellos que un día llegaron al espacio abierto de la ciudad sin nombre.

Hay más semejanzas entre las dos películas, una de las más importantes (aparte de las ya indicada) es quizá la existencia del triángulo amoroso. Ginebra se mueve, en Camelot, entre Arturo (su esposo) y Lancelot (su amante), afirmando que quiere a ambos y negándose, por tanto, a abandonar a uno por el otro. Tal planteamiento es el espejo en el que se miran los protagonistas de La leyenda de la ciudad sin nombre: Elisa (la mujer primero soñada por “el socio” y luego convertida en realidad), Ben (el marido) y “el socio” (el amante). Relaciones triangulares resueltas sin falsos dramatismos, serenamente. Sólo los “otros” (directamente o por sus leyes impuestas) pondrán en entredicho la consentida relación.

Otro elemento de igualdad en ambos títulos es la forma en la que interpreta su papel el principal protagonista: el tono burlesco, exagerado de Richard Harris en Camelot se identifica con la actuación de Lee Marvin en La leyenda…

Películas que hablan de sueños y de realidades, de edenes y de infiernos. Las leyes como creadoras de civilización de poco valen si contravienen las primitivas libertades. Seres, los de ambos filmes, que se debaten y caminan al ritmo del discurrir de las estaciones del año (se pasa de la primavera al invierno marcando el discurrir de los acontecimientos), moviéndose entre la búsqueda y la comodidad (Ben dirá en La leyenda… que hay dos tipos de hombres los que se van a alguna parte y los que no van a ningún sitio).

Difícilmente se puede imponer la razón frente a la sin razón que genera la codicia o la envidia. El poder para la razón, máxima de Arturo, es una vana ilusión. Pierde el rey, como Ben, su batalla. El paraíso se desmorona. Sólo se podrá saborear una pequeña victoria: saberse impulsados hacia el futuro, convertidos en histórica leyenda, por el pensamiento de los otros.

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La fotografía de Camelot es premeditadamente oscura, acorde con la historia narrada. Las secuencias se iluminan por la tenue luz de las velas, de las antorchas. Si la secuencia de la boda se narra entre velas, la de la frustrada quema en la pira de Ginebra se “ilumina” con antorchas. Es la forma de mostrar el inicio y el final de la relación entre Arturo y Ginebra. Principio y cierre del “sueño”.

La fotografía en La leyenda de la ciudad sin nombre es más clara, está abierta al paisaje. Uno y otro filme son fieles a las épocas retratadas. Mundo de leyendas, de batallas, milagros, caballeros y héroes en Camelot, lugares que desde la nada se erigen en ciudades, heterogeneidad de pobladores, (falsa) permisividad y leyes necesarias para aprisionar a los ciudadanos, enfrentamiento entre pioneros y granjeros (dos formas distintas de entender la vida), relato, incluso, de aprendizaje, de iniciación en La leyenda de la ciudad sin nombre (al igual que le ocurre a Arturo en su difícil camino hacia el encuentro con su propio ser adulto en Camelot), un filme compendio además de muchas de las características y personajes propios del “oeste”. Historias, en definitiva, la de ambas películas, que muestran la creación, apogeo, decadencia y destrucción de una ciudad, algo que equivale al despertar de un sueño: conocimiento, vivencia y expulsión del paraíso.

Puede decirse, y atacar por ello a Logan, que estos dos filmes, al igual que ocurre con toda su obra cinematográfica, no son sino teatro filmado. No es ese únicamente el sentido que el director deseaba comunicar. En la concepción teatral de sus películas se encuentra una forma de hacer que sólo el cine puede, desde su lenguaje, transmitir.

joshua_loganCitaré una secuencia de Camelot como muestra del buen hacer fílmico de Logan: el “milagro” de Lancelot en el torneo concluye con las miradas entre el “puro” caballero y Ginebra, como forma de expresión del nacimiento amoroso entre los amantes. Una secuencia que alcanza su correspondencia con las preguntas silenciosas de Elisa a los pioneros para saber quien será su esposo en La leyenda… La mirada inquieta y aterrada de Elisa (Jean Seberg), al cruzarse por un momento con la del “socio» (Clint Eastwood), se transforma en apacible y cariñosa: cree haber encontrado a su “apetecible” dueño.

Con estos dos musicales, Logan se despedía del cine. Es como si ambas películas proclamaran una doble notificación mortuoria: la de un género y la del propio director. Como los personajes de sus películas, Logan también ha perdido el paraíso y ha sido expulsado de Hollywood. Al igual que Ben, se transforma en una estrella errante. Convertido en una especie de muñeco de trapo, deambulará (él o su sombra), hasta que le “encuentra” la muerte, contando su vida por el infierno de neón de los cabarets neoyorkinos. Se ha transformado en una especie de trovador que transmite en sus shows, para que nunca se olvide, una historia: la suya, su frustrada lucha por vivir en un (artificial) paraíso.

Joshua Logan, inconscientemente, se convierte así en una prolongación de Arturo y de Ben, los personajes protagonistas de sus dos últimas películas. En Logan, como en ellos, se ha fundido la realidad con el mito.

Escribe Adolfo Bellido López


NOTAS

(1) Herbert Ross fue curiosamente director de Sueños de seductor, el filme que dio a conocer de forma más general a Woody Allen, quien además de actor era a la vez el autor de la obra de teatro en la que se basaba la película. Allen, posteriormente, tomaría parte del argumento de Dinero caído del cielo como motivación para La rosa púrpura del Cairo.

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