‘La red social’: La clave es el guión de Aaron Sorkin

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Y el guión siempre es estructura  

aaron_sorkin-3Decía el mítico William Goldman en su libro Aventuras de un guionista en Hollywood que la clave de un guión siempre está en la estructura. El trabajo realizado por el no menos prestigioso Aaron Sorkin en La red social es un ejemplo perfecto para ilustrar cuánto saben y qué bien aplican sus conocimientos estos dos monstruos de la construcción de historias cinematográficas. Dos auténticos clásicos.

Porque si analizamos la posible historia a contar, a priori es algo con poco interés: un tímido estudiante de Harvard se dedica a teclear códigos y logra el éxito al crear una red social, Facebook, pero esto conlleva problemas con su presunta novia, con su socio y con los posibles colaboradores en su proyecto.

¿Una historia interesante? Difícilmente, sobre todo si tenemos en cuenta que todos sabemos el final (Facebook existe y es un éxito) y aquéllos que hayan investigado mínimamente saben que las relaciones entre los creadores de Facebook han sido cualquier cosa menos amistosas.

¿Se podría contar la historia en orden cronológico? Quizá, pero si ya conocemos el final, parece improbable que se logre interesar al espectador con una trama cuyo desenlace ya conocemos de antemano… y más si tenemos en cuenta que Mark Zuckerberg, tal y como lo define en la primera escena su amiga Erica Albright, es un auténtico gilipollas.

¿Cómo hacer interesante la historia de un estudiante de Harvard tímido, con nula vida social, que se pasa el día tecleando códigos y que, además, es un gilipollas? En la manera de responder a esta pregunta es donde Aaron Sorkin propone la clave para crear una historia de interés que, evidentemente, va mucho más allá de la creación de una red social.

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Un chico tímido, sin amigas

La clave es la estructura y por eso Sorkin nos propone una película fragmentada, partiendo de dos juicios paralelos contra Mark Zuckerberg: uno contra su amigo y socio Eduardo Saverin; el otro contra dos hermanos gemelos que querían tenerlo como socio y a los que engañó, quizá porque no estaban a su nivel intelectual.

En estos dos largos interrogatorios, en los que se habla tanto de la red social como del código de Harvard y, sobre todo, de la vida y el éxito, se van intercalando muchos flashbacks o, mejor dicho, momentos de la vida de Mark que nos permiten asociaciones de palabras, de ideas; en definitiva, una interacción entre el pasado y el presente del film.

Sólo por ello ya merecería la pena destacar el trabajo de guión y de montaje: un puzzle modélicamente encajado donde las imágenes dicen mucho más que las palabras y donde éstas sugieren más de lo que realmente dicen. Pero eso es sólo uno de los méritos, hay más.

Porque antes y después de los juicios, la película incluye un prólogo y un epílogo, que dan un carácter circular al relato y, sobre todo, sirven para presentar el auténtico protagonista de La red social: la soledad, la falta de amigos, la ausencia de vida social real, de compañía, de alguien que te escuche.

Realmente, Zuckerberg no tiene amigos y por eso crea una red para tener amigos, miles, millones de amigos. Pero precisamente a él no le vemos jamás usar su propio invento, añadir amigos… excepto en el plano final: tras la experiencia de los juicios, tras pagar a sus socios y ex socios cifras desorbitadas (pero ridículas comparadas con sus ganancias milmillonarias), Mark por fin utiliza Facebook para buscar una amiga, aunque difícilmente será una auténtica amistad la que se realiza a través de una pantalla, y no en la vida real, frente a frente.

Porque ese epílogo con Mark intentando recuperar a su amiga cierra el círculo planteado en el prólogo: Zuckerberg discute con Erica, a la que acaba agotando por su evidente falta de tacto para mantener unas relaciones normales, y esa conversación en un pub pone punto final a su amistad. Mark se queda solo y su rabia la traslada a un juego por Internet con el que intenta vengarse de su ex, una venganza que servirá para demostrar hasta qué punto es un genio de la informática y, sobre todo, hasta qué punto la vida social y, más concretamente, el sexo es el que mueve la vida del campus universitario: su juego colapsará las instalaciones de Harvard. Un hito histórico y un aviso de lo que se nos viene encima.

De derecha a izquierda: Aaron Sorkin, DAvid Fincher y los intérpretes en la premiere de 'La red social'

Esta primera parte del film ya presenta los grandes temas: la falta de afecto, de amistad, la soledad del genio y el sexo como motor de las redes sociales. En algunos casos podría sustituirse sexo por vida afectiva, pero en el fondo es una forma elegante de llamarlo: no debemos olvidar que la chispa final para el éxito de Facebook le llega a Mark en pleno aburrimiento en clase, cuando un compañero del campus quiere averiguar si podrá ligar con una compañera de su aula… Incluir los datos personales y la situación sentimental será la clave del éxito de Facebook frente a otras redes ya existentes, como My Space.

El cotilleo es importante, las fotos compartidas ayudan, pero la eterna promesa del sexo es la que dispara el éxito de Facebook: la manera en que se llega a su diseño final casi es una invitación a la creación de un Gran Hermano de proporciones planetarias, donde todos cotilleamos las relaciones de todos, donde todos conocemos las imágenes de los demás, donde todos intentamos mantener relaciones con todos.

Definitivamente, el sexo es el motor que mueve a los jóvenes y no sólo del campus de Harvard: no se consiguen 500 millones de colegas únicamente colgando unas inocentes fotos de la última fiesta de disfraces.

Y he aquí donde, al parecer, Sorkin y Fincher se distancian de la realidad para crear su propia realidad, su película: el auténtico Zuckerberg (tan tímido y discreto como el de la película) ha tardado mucho en hablar y, cuando lo ha hecho, ha sido para cargar contra el film alegando que él tiene novia desde el inicio de Facebook, que no creó la red social para ligar y que la tal Erica Albright es un personaje inventado, que no existe en la vida real.

Perfecto, a Fincher y a Sorkin no les interesa la realidad, parten de ella para crear una película sobre la soledad del hombre, sobre la falta de amistad, sobre el deterioro de los sentimientos. ¿Quinientos millones de amigos a través de una pantalla? ¿Y cuántos para compartir con ellos una charla en un pub, una cerveza, un paseo o una conversación?

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El precio del éxito

Tras la escena prólogo, tras la discusión con Erica, Mark no volverá a tener una amiga en la película y sólo podrá contar con un amigo: Eduardo, el socio inversor que confía en su proyecto, le ayuda económicamente y no comprende el poder del dinero y de la fama… hasta que es demasiado tarde.

Un solo amigo en la vida y será quien le demande por haberlo expulsado del proyecto de Facebook cuando éste comenzaba a ser rentable y acumular ingresos. No es precisamente un ejemplo modélico de Amistad, así, con mayúsculas. No parece Zuckerberg, con su timidez y su inseguridad, el amigo perfecto en quien confiar los secretos más íntimos, aunque en sus orígenes The Facebook (nombre inicial de la red) sirviera precisamente para eso.

Pero es que los personajes del cine de David Fincher no son exactamente héroes a la antigua usanza: son tipos obsesivos, capaces de defender una idea hasta el final, quizá coherentes consigo mismos, pero no héroes.

No lo es el obsesivo investigador que persigue al asesino del zodíaco en Zodiac. No es un héroe el joven policía que finalmente, ciego de ira, acaba con John Doe en Seven, aunque esa venganza suponga dar la razón al asesino y concluir su macabra obra maestra. No puede ser un héroe ese personaje paranoico, literalmente desdoblado en dos, que interpreta nuevamente Brad Pitt en El club de la lucha. Y si hablamos de los personajes abandonados en una cárcel perdida en cualquier planeta (caso de Alien 3) o del empresario sin escrúpulos ni sentimientos que interpreta Michael Douglas (caso de The game), es evidente que Fincher se siente atraído por personalidades complejas y nada heroicas. Y en esta complejidad también incluimos a Benjamin Button.

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Si hubiera que pensar en un personaje cercano al héroe quizá habría que ceñirse a la madre que interpreta Jodie Foster en La habitación del pánico, aunque no es una heroína al uso: su único objetivo es salvar la vida de su hija y la fuerza para enfrentarse a los asaltantes no nace de su convicción, sino de la necesidad de sobrevivir como sea.

Y ahí está el guión de Aaron Sorkin para articular esa soledad del éxito, esa ausencia de heroísmo, ese genio solitario.

Lo importante es la estructura, ya lo decía William Goldman, y la clave está en qué momento de la historia comenzar la narración (cuando más al final mejor, asegura siempre el guionista de Dos hombres y un destino o Marathon man); en suma, la clave no es el qué, sino cómo presentar los datos.

Y Sorkin comienza su guión muy cerca del final: Facebook es un éxito, sus ex socios han demandado a Zuckerberg y hay que delimitar las posibles indemnizaciones… aunque todo ello no sea más que el McGuffin, el elemento que desata la trama. Prueba del poco interés que tiene para el guionista es que nunca vemos el juicio entero, ni siquiera su final: unos escuetos rótulos nos informan de las indemnizaciones pactadas. Y punto. Ese no es el tema de La red social, sólo la trama que soporta el resto de historias.

Dos juicios paralelos, el de su ex amigo y el de sus ex socios: Zuckerberg es posible que tenga quinientos millones de amigos en la red, pero en su vida real no hay nadie que se acerque ni por asomo a la definición de amigo. El éxito se paga con la soledad y los amigos son sólo esos ocasionales compañeros de viaje a los que Mark deberá pagar 65 millones de dólares como indemnización (en el caso de los gemelos Winklevoss) y una cantidad aún mayor, pero indeterminada (en el caso de Eduardo).

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El nuevo Ciudadano Kane

Para narrar las relaciones entre unos y otros, para contar ese ascenso al poder, al control de uno de los medios de comunicación más importantes en la actualidad, Aaron Sorkin acude a una estructura fragmentada, asociando una imagen o una frase de cualquiera de los juicios con el pasado, con fragmentos a veces breves, a veces con escenas ampliamente desarrolladas, pero siempre buscando la asociación de ideas.

Una estructura que no es nueva: remite indudablemente al Ciudadano Kane de Orson Welles.

La red social no alcanza sus cotas de innovación, pero es una digna heredera: de hecho, esta estructura parece una elección lógica si tenemos en cuenta que estamos hablando de una parte de la biografía del nuevo “amo del mundo”, el milmillonario más joven de la historia.

Y como en el caso de Kane, cuenta con su particular Rosebud, que en este caso no es un trineo, aunque quizá sí podamos considerarlo un símbolo de la inocencia perdida: la amistad. Al final, todo el montaje de Facebook sólo le sirve para una cosa: intentar recuperar a Erica Albright, su única amiga.

Por el camino, Fincher, como hiciera en su momento Welles, arremete contra los medios de comunicación, contra las instituciones, contra el poder: ni Facebook, ni Napster, ni la Universidad de Harvard salen muy bien parados en esta crónica de una soledad anunciada.

Porque el hombre de los teóricos quinientos millones de amigos es eso, un solitario, un genio quizá, pero solitario al fin y al cabo: debe renunciar a una charla tranquila en un pub, al cara a cara, al diálogo… y todo ello es sustituido por una pantalla y un teclado, a los que siempre está enganchado. No nos extenderemos sobre su dependencia e hiperactividad: son temas que ya han sido muy bien tratados por nuestra colaboradora Sonia Molina en su brillante artículo incluido en este mismo monográfico sobre La red social, titulado Genios y creatividad.

Napster nació para que su creador pudiera ligar con la música. Facebook para llenar la vida sentimental con fotos y confidencias. Pero entre ellos hay una gran diferencia: Sean sabe disfrutar la vida, de hecho es un vividor que busca subirse al carro de cualquier éxito; por el contrario, Mark es un genio y los genios están solos. Y son autodestructivos, como los asesinos de Zodiac o Seven, como el empresario de The game, o como el inventor de El club de la lucha.

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Algunas escenas memorables

Para darnos la soledad de este individuo que virtualmente tiene millones de amigos y en la vida real no tiene con quien hablar, Sorkin y Fincher nos ofrecen algunos momentos extraordinarios.

Ya hemos hablado del prólogo (la charla con Erica en el pub) y del epílogo (Mark buscando una amiga, aunque sea virtual), pero quizá el momento en que mejor se advierte la dificultad de encontrar un amigo, de comunicarse, sea en la conversación en la discoteca con Sean, el creador de la ya desaparecida Napster, que busca asociarse con Mark en su nuevo proyecto, Facebook: ambos sentados frente a frente, uno intentando abrirle los ojos al otro sobre el Éxito, el Poder y el Dinero, así con mayúsculas. El otro apenas le escucha, la música está muy alta; están separados un metro, pero la distancia entre ellos es tanta como la que puede separar a Mark de cualquier “amigo virtual”. No es Sean más que un arribista, que busca su propio provecho económico, su ascenso, su vida en la plácida California, hasta donde logrará arrastrar a Mark, aunque en el fondo nunca han hablado el mismo idioma (como resume esa escena en que todos van saltando a la piscina desde una tirolina atada a la chimenea y Mark no participa en vivo, sino a través de la cámara: incapaz de relacionarse, todo lo vincula a la pantalla, aunque sea de una cámara de vídeo). Y esa escena del diálogo a gritos en la discoteca es un ejemplo perfecto de la distancia que les separa. Mark acompañará a Sean, pero en el fondo sigue estando solo, sin nadie con quien hablar.

Como también es ejemplar la escena de la regata: allí los gemelos Winklevoss serán derrotados por el desconocido equipo de regatas holandés. Su fracaso deportivo dará un giro a su postura frente a la vida, a su honor de caballeros educados en Harvard y, por fin, decidirán demandar a Mark… aunque también ellos y su caduco código del honor son personajes fuera del mundo actual. De hecho, su moderado éxito se limita a quedar sextos en las Olimpiadas de Beijing, formando parte del equipo estadounidense. Un gran resultado… excepto cuando te han educado para ser el primero y ser segundo no cuenta.

La regata está filmada con portentosas imágenes, muchas de ellas con efectos digitales que destacan cada detalle del trabajo en equipo, un titánico esfuerzo que no se corresponde con el éxito. Todo apoyado con una banda sonora en la que escuchamos una versión moderna, distorsionada, de un clásico. Y una planificación que nos avisa que aquí está sucediendo algo importante: será un momento clave en la trama. Nada nos dice de ello Fincher… pero sí sus imágenes. He aquí la labor de un auténtico director de cine: contar con imágenes, transpirar ideas con la puesta en escena.

David Fincher lleva años ofreciéndonos desafíos visuales de este tipo: todas sus películas tienen resoluciones visuales memorables, quizá no sean títulos redondos, pero contienen momentos, imágenes que nunca olvidaremos.

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La Academia de Hollywood ha vuelto a negarle el Oscar al mejor director, para otorgárselo a un proyecto más lineal y un director, Tom Hooper, mucho más comedido: El discurso del rey es más apropiada a los gustos populares del americano medio, de ahí el beneplácito con que ha sido recibida en los Oscar. Para un país tan puritano como Estados Unidos, que te digan desde una superproducción de Hollywood que tu red social más importante y tus universidades se mueven sólo por el sexo no debe ser muy agradable… Quizá por ello la Academia ha concluido que no conviene encumbrar demasiado a la película ni a su director.

Sólo Aaron Sorkin ha visto recompensado su trabajo con el Oscar 2011. Un guión modélico. Una estructura casi perfecta. Un Oscar merecido…

Lo de dárselo a los músicos, Trent Reznor y Atticus Ross, tiene su explicación: su partitura, que casi parece por momentos compuesta con ordenador, encaja a la perfección con la idea de Fincher y se ajusta a las imágenes. Pero, claro, puesta al lado de algunas otras finalistas, ciertamente, es una banda sonora menor. Coherente con la película, pero de ahí a darle el Oscar hay un abismo.

Tras siete años dedicado a escribir televisión (ojo, todos y cada uno de los capítulos de las todas las temporadas de El ala oeste de la Casa Blanca, realizados entre 1999 y 2006), Aaron Sorkin llega vuelve al cine para constatar que es un gran dramaturgo, un gran constructor de historias. Ya lo demostró con su primer filme, Algunos hombres buenos (basado en una obra teatral suya), trabajó un tiempo en Hollywood (Malicia, algunos apaños de La lista de Schindler y La roca), pero se retiró a la televisión y ahora, por fin, ha regresado a primera línea… para quedarse.

Ha nacido un clásico y, como todos los clásicos, gana con cada nuevo visionado. Si ya la has visto, revísala, descubrirás que es mejor de lo que te pareció la primera vez.

Escribe Sabín

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