El planeta de los simios y Sucesos en la cuarta fase
“El fin del mundo” es un epígrafe cuanto menos polisémico. Ni el concepto de fin ni lo que abarca el mundo representan un asidero lo suficientemente firme para estructurar una mirada coherente. Y, como ocurre en estos casos, la difuminación de los límites puede convertirse en una aceptación, si no justificación, de lo más variopinto. No hay más que echar una mirada al Rashomon del que este artículo forma parte para para constatarlo.
¿Qué significa fin? El final absoluto, medido en una especie de escala Kelvin, es difícil incluso de pensar. Los avances científicos, implacables, están minando el terreno a la poesía. Claro que esa misma ciencia sólo devora a sus ancestros para perpetuarlos con más fuerza, y en ese sentido es capaz de generar un nuevo aliento poético más complejo. Pero torna caducos, si no ridículos, viejos y otrora venerables emblemas.
El fin por tanto ha de debilitarse en sus pretensiones si quiere ser relevante. Y de este modo, buscando su sentido, se convierte en transformación. Pero no una transformación marginal, anecdótica, parcial, sino un cambio esencial, radical. Una transformación del mundo. Y es ahí donde nos topamos con el mundo, que más que aclarar abunda en la confusión.
El mundo puede aludir al universo, a la creación. Pero de nuevo la creciente conciencia de nuestra insignificancia nos impide semejantes grandilocuencias. ¿El planeta quizá? No parece que este peñasco mojado vaya a desintegrarse fácilmente. Y poco a poco el mundo va miniaturizándose hasta llegar a la vida y, aún menos, al ser humano. En un ejercicio de egocentrismo que ya no debe sorprender, el fin del mundo sólo puede comprenderse de manera cabal como la amenaza no ya a la existencia, sino al dominio de nuestra especie sobre el planeta tierra. Eso es, en realidad, lo que tiene de terrorífico el fin del mundo.
Este miedo corre paralelo a la desconfianza. Hubo una época en la que el hombre, rompiendo las ataduras que lo mantenían sujeto a una instancia superior, tomó las riendas de su destino y se erigió en su propio señor, al tiempo que proclamaba su fe en las posibilidades que ante él se abrían, y asumía, responsabilizado pero confiado, la tarea de construir su futuro. Quizá fue la última vez que el ser humano fue verdaderamente libre.
Ya no creemos en nuestras capacidades, y en consecuencia las dificultades se tornan amenazas. Y es así como el miedo se va materializando. Y como nos resulta difícil reconstruir una instancia protectora, o al menos culpable, como no podemos recurrir a la mala fe, la angustia nos invade. Ya no queda nadie a quien echar la culpa, por tanto sólo nosotros podemos hacernos cargo de la situación. Y de este modo el pánico se convierte en una letanía de autoreproches, en una penitencia sin fin, en una admonición intimidatoria. Hay cadáveres que siguen ganando batallas.
Terremotos, epidemias, guerras, cambio climático… Hasta los animalitos pueden ser el detonante de nuestra ruina. De estos últimos nos vamos a ocupar aquí, y lo haremos al hilo de dos películas en apariencia antitéticas, pero mucho más próximas en su trasfondo: El planeta de los simios, primera entrega de la saga, dirigida por Franklin J. Schaffner en 1968, y Sucesos en la cuarta fase (Phase IV), el único largometraje dirigido por Saul Bass, el mago de los títulos de crédito.
Monos
El planeta de los simios es, incluida su reciente precuela, una película diáfana. Los tripulantes de una nave espacial viajan a la búsqueda de un remedio a las bajezas que el siglo XX ha puesto de manifiesto: el horror del ser humano combatiendo contra sus hermanos o dejando morir de hambre a los hijos de sus vecinos. Pero cuando parecen haber encontrado la vía de escape, ese rincón del universo que albergue algo mejor que el hombre, el lugar en el que se apresuran a insertar su bandera como señal de conquista, la realidad les devuelve al punto de partida. Unos subhumanos muy humanos reproducen los males de la humanidad. La distancia ejerce de espejo, y el parecido anatómico no deja lugar a dudas.
En El origen del planeta de los simios, la precuela que, plagada de errores científicos, pretende dejar constancia de los antecedentes de la situación, se combinaban la maldad humana y los avances de la ciencia en la raíz del problema. Lo que es tanto como redoblar la culpa de los humanos, por cuanto el conocimiento es su más bella (y peligrosa, descubrimos aquí) obra. Ya se sabe que cuando el hombre juega a ser Dios acaba abriendo la caja de Pandora.
Sin embargo ese conocimiento juega un papel ambivalente en la película original. Aunque puede decirse que está en la gestación del conflicto, también forma parte de su prevención.
Los reproches están implícitos en el planteamiento de la trama. Una civilización que ha sido capaz de desarrollar ingenios técnicos que le permiten, por ejemplo, recorrer 300 años luz, ha corroído al mismo tiempo sus propios cimientos. La línea temporal que nos conduce al futuro se muestra así como una flecha hacia la decadencia, aunque se revista superficialmente de progreso. De este modo El planeta de los simios plasma el eterno (y diabólico) retorno en el que la humanidad se ve inmersa. Y el lugar al que siempre se acaba volviendo es el del oscurantismo y la ignorancia.
Es cierto que desde ese punto de vista la investigación libre y honesta es reivindicada como el arma que combatirá la opresión. Pero sólo en apariencia. El malvado Doctor Zaius quiere a toda costa ocultar la verdad que él conoce, y para ello impone por encima de ella la superstición incompatible con la racionalidad. Frente a su postura, los jóvenes investigadores se resisten a desviar la mirada. La obediencia debida no les impide ser fieles a sus descubrimientos, y desvelar así los orígenes de su civilización.
¿Una puerta abierta a la salvación? En absoluto. Conocer la realidad no es condición suficiente para transformarla. Lo único que se consigue en este caso es constatar el mal originario, pero al mismo tiempo se confirma que el propio desvelamiento adolece de ese pathos maligno. La clave la encontraremos en la zona prohibida.
Como se dice en la película, esa zona constituía un paraíso, y la razón humana la ha convertido en un desierto. O dicho con otras palabras, fuimos, por nuestros actos, expulsados del edén. Y ya se sabe cuál es el peor de los pecados, el pecado fundacional, la claudicación ante la seducción del árbol del bien y del mal, ante la curiosidad que estimula el conocimiento.
El hombre, por tanto, es culpable. Su reflejo en los simios devuelve una imagen cruel y vanidosa, ufana y soberbia. La arrogancia que se manifiesta a la llegada de Taylor y sus compañeros al desconocido planeta, cuando alardean de poder dominarlo en seis meses, es la misma que lleva a los simios a despreciar a los humanos, a negarles los derechos elementales o a hurtarles la posibilidad de tener alma. El antropocentrismo en versión mono.
La solución a la que apunta la película, por tanto, consistiría en una especie de concordia universal, de integración cósmica. En reconocer nuestra limitación y ejercer ese reconocimiento, una suerte de humildad franciscana que desconfía del progreso. Una improbable vuelta a aquel paraíso, a aquella Arcadia feliz de la que nunca debimos salir.
La fe en las posibilidades del ser humano como sujeto de transformación de la realidad y motor de su desarrollo se ha convertido en la afirmación de su incapacidad, en la reivindicación de un momento originario en el que la actividad humana no introduce sino destrucción y caos.
Hormigas
En Sucesos en la cuarta fase se plantean las mismas ideas de una forma más cruda. La elección de las hormigas como elemento amenazador es significativa. Frente al antropomorfismo de los simios, estos insectos representan la antítesis de lo humano, de tal modo que el peligro se interpreta como algo completamente externo, aunque por su insignificancia pase, a primera vista, desapercibido.
Sin embargo los primeros planos con los que se deleita el director, a modo de documental sobre las costumbres del mundo animal, cumplen la función de establecer las bases de la amenaza que durante toda la película va a gravitar sobre los protagonistas. La agresividad de esos planos habla por sí sola.
Sin embargo el ser humano no es por ello mera víctima. La situación a la que ha llegado su paso por el planeta es convenientemente remarcada. El desierto parece ser el único hábitat que subsiste, con el recordatorio, en viejos carteles ya desvencijados, de ciudades que prometen opulentos paraísos ahítos de superficialidad. En los restos de esas promesas la soledad de los investigadores refleja la verdadera situación del género humano sobre la tierra.
Todo ello no es sino el corolario de la verdadera degradación, la degradación moral. Y aquí, en esa carestía, es donde reaparece el peligro del conocimiento. El investigador, imbuido de su pasión científica que ha de propiciar la destrucción del enemigo, ignora cualquier principio de empatía o solidaridad. Y aunque no se señala en la película la relación directa entre ambos aspectos, su confluencia en un único individuo no puede quedar desatendida. Además, es la inteligencia la que convierta en temibles a las hormigas, reiterando una vez más la asociación entre saber y maldad.
Esta pérdida de principios que conduce a la destrucción tiene la forma del individualismo. Y en ese sentido el apelativo de Doctor Hubbs (fonéticamente próximo a Hobbes) no es gratuito. La guerra con las hormigas está condenada de antemano al fracaso en tanto que enfrenta a un ejército organizado frente a otro en desbandada. El poder deriva de la masa, del sacrificio individual a favor de lo colectivo. El individuo aislado es débil, y es el conjunto el que le otorga fortaleza. Contra ello el superior desarrollo tecnológico acaba resultando inoperante.
La lectura política que de aquí se sigue es evidente. La película está producida en 1974, en plena Guerra Fría. La amenaza soviética es en ese momento la obsesión de la civilización occidental, y las hormigas que en la fase IV se disponen a conquistar el mundo poseen los rasgos del obrero comunista entregado a la causa.
Estamos por tanto ante una llamada de atención hacia el peligro exterior, al mismo tiempo que ante la evaluación de las carencias que nos hacen vulnerables. Y, por qué no, ante el reconocimiento de la superioridad moral del enemigo (los rituales mortuorios de las hormigas contrastan con el abandono de los cadáveres por parte de los humanos).
El individualismo frente a la solidaridad, la disciplina frente al caos, la mutación que se adapta a los cambios frente al inmovilismo. Este es el campo de batalla. Y este es, al mismo tiempo, el fundamento de la derrota.
El género humano frente a las hormigas, o una civilización vieja y extenuada frente a otra pujante. Eso es lo que está en juego. La película se limita a exponer la situación, a señalar, como ocurría con El planeta de los simios, al responsable de ella, pero adopta un tono resignado que no demoniza el futuro. Los supuestos valores de la civilización occidental tienen sus entrañas carcomidas, por tanto no cabe lamentar su desaparición. El llanto de Charlton Heston ante los restos de la estatua de la libertad no tiene sentido aquí, por cuanto lo perdido no era saludable: en su seno anidaba el germen de la propia destrucción.
Sea como fuere, el ser humano se erige en el culpable de su final, en el callejón sin salida que excluye cualquier escapatoria. Sin embargo en otras avenidas el mundo persiste, sin que se recuerde ya la anécdota de su existencia. La fe en su potencial no era pues sino un indicio más de su altanería.
Escribe Marcial Moreno