En la playa con el Dr. Strangelove

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La hora final y Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?

1. Preámbulo ¿prescindible?

dr_strangelove-5Cuando alguien se propone que las profecías deben cumplirse —ellos dirían “tienen que cumplirse”—, ya podemos prepararnos para asistir a una serie de acontecimientos que conducirán, inevitablemente, a ese fin del mundo predispuesto, por escrito o verbalmente, siglos antes, para este año de 2012, que parece condicionarnos, por activa o por pasiva, a que eso debe ocurrir.

Y lo que debe ocurrir es “el fin del mundo”. Lo escribo así adrede, sin mayúsculas ni caracteres especiales. Este “fin del mundo” que los profetas agoreros, ellos se llaman así, tiene que pasar porque forma parte de la naturaleza de las cosas. Y no lo digo en el sentido de Aldous Huxley, en su cuasi profética y excelente novela Viejo muere el cisne, que de alguna manera habla de apocalipsis, aunque menos que en su actualísima y cada vez más impresionante, pesimista y veraz Un mundo feliz, sino en vivir el día a día.

Me explico. No hay como repasar la historia, escrita y oral —que al final también es escrita—, para darnos cuenta que hay gentes, en toda época y cultura, que se sienten atraídas por un futuro que no vivirán. Y se creen en la obligación de profetizar, y lo hacen al estilo en que dicen a sus allegados que mañana, en el mercado, compren alcachofas, por ejemplo. De ahí diagnostican, sin más, que el fin del mundo está próximo, amparándose siempre en razones que llaman religiosas, alguna vez adobadas con acrobacias sociales y políticas.

Perdón por el largo y prolijo preámbulo, pero es mejor situarnos ante el panorama que ofrecen, sobre todo cuando nos acerquemos al otoño, que después de la caída de la hoja viene el colapso del Universo conocido, para transformarse, faltaría más, en el paraíso que ellos anhelan, y que no suele coincidir con el de casi nadie, y que nos traerá, para siempre, valga la redundancia, la vida eterna.

Eso tendrá lugar, y ningún Nostradamus ha dicho la hora ni por dónde empezará, el 21 de diciembre de este 2012 en que vivimos. Como mucho, y según las predicciones mayas, es el fin de un ciclo y el inicio de otro, lo que sí tiene un sentido. Aunque como pululan por ahí alrededor de 3.500 profecías, o más, sobre el fin del mundo, cada cual puede escoger la que más le convenga, le sea de utilidad, se acomode a sus necesidades, le sirva para divertirse, lamentarse… Añádase lo más inverosímil y cumplido queda.

Lo que parece claro es que el cine sí que se ha ocupado del fin del mundo, y de ahí este escrito, disquisitivo y tal, como otros que le precedieron, y otros que le seguirán, para comprobar las ideas, imaginación e imágenes que componen el fin del mundo cinematográfico, que también pudiera ser.

2. La radiación que va llegando

la-hora-final-2Rostros preocupados, bastante tensos, parecen escrutar cómo pueden seguir las cosas allá afuera, lejos de su submarino. Por el periscopio ven un mar en calma aparente, que parece llenar lo que abarca la vista. Oscila la superficie del océano a impulsos del viento…

Después de los títulos de crédito, el blanco y negro nos dice, a su manera, que ya se produjo la catástrofe, y que se está a la espera de que abarque al conjunto del planeta Tierra.

Australia se ha salvado porque la radioactividad aún no la alcanzó, pero va avanzando hacia el continente. Justo a tiempo para que el submarino llegue a sus costas, comunique que la desolación se ha instalado en el resto del mundo conocido; y que la radiación va en aumento. La vida cotidiana en Melbourne se desarrolla con aparente normalidad, y los que llegan, y  quienes les acogen, se preguntan cuánto tardará en alcanzarles lo inevitable.

Esa es la gran constancia de La hora final, donde todos saben, desde Stanley Kramer hasta el más minúsculo personaje, que dicha hora les llegará, por mucho que digan, contradigan, fantaseen, y toquen a rebato los religiosos —con su gran contradicción: si la catástrofe la produjeron los hombres, ¿a qué pedir perdón y misericordia a Dios, y hasta ayuda, si saben que morirán, como reconocen, debido a sus propios errores?—.

Mientras, la vida transcurre con naturalidad nada forzada, más bien emanada de su propia razón de ser. Véase la secuencia donde Gregory Peck acuesta a una Ava Gardner dormida en sus brazos, todo cotidiano, natural. Recuérdese cuando Fred Astaire les dice que “quién iba a pensar que unas válvulas y transmisores serían el detonante de la destrucción”, haciendo inequívoca referencia a la estupidez humana.

Hay más secuencias que rezuman vida, más aún teniendo en cuenta que el fin está próximo. Los intentos de Anthony Perkins para que Donna Anderson admita que la pastilla que deben tomar es más que necesaria, y que hasta a su pequeñina deben administrar. El rostro de la Gardner, sus ojos, viendo, desde la playa, cómo el submarino desaparece bajo las aguas, y asumiendo su vida cancelada. La exploración de San Francisco y sus alrededores; y cuando vuelven, ¿cómo se asume la vida, cuando es la misma muerte que está llegando? Pues con la calma de un destino anunciado, previsto en la radiación que envuelve los horizontes.

Y aquí la imaginación nos muestra, casi como cuando se inició, esa superficie ondulante del mar como si fuese, el mar, el único referente de la vida humana que desaparece porque así lo hemos querido.

El pesimismo que provocan dichas imágenes, unidas a las de las ciudades vacías —la soledad, en una palabra— son la demostración de que estamos ante una película excelente, tanto en sus planteamientos —que partieron de la novela de Nevil Shute, On the Beach— como en su desarrollo y desenlace, y realizada por Stanley Kramer con tanta sutileza y decisión como sentido del cine.

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3. Volando hacia el juicio final

Como aún no ha ocurrido nada, los rostros parecen tranquilos, incluso dando las órdenes más disparatadas que se le pueden ocurrir a un megalómano, con síntomas esquizoides, visionario y racista, que incorpora con tanta propiedad Sterling Hayden, secundado de igual manera e intenciones, por George C. Scott, y que conducirán a que ocurra lo inevitable, aquí bautizado como “El artefacto del juicio final”, en su más acendrado sentido de lo que debe ser el patriotismo y el odio al enemigo.

No hay que olvidar que estos militares parten de una máxima de Clemenceau, justo tomada al revés: “La guerra es muy importante como para dejársela a los políticos”. Qué le vamos a hacer, porque también puede leerse que “La paz es nuestra profesión”, mientras disparan unos contra otros, aún perteneciendo al mismo bando y país: inequívoca muestra de su imbecilidad; como lo es el que Sterling Hayden se dispare un tiro cuando le parece oportuno, al ver que nada acontece como previó.

Porque no olvidemos que estamos al principio de la década de 1960, en plena carrera armamentista, y con la instalación de los misiles en Cuba poco después; y la consiguiente invasión estadounidense de Bahía Cochinos. Por si todo esto no bastase, asesinan a John Fitzgerald Kennedy en 1963. Y la esquizofrenia mundial está a punto de convertirse en realidad.

En este contexto, Stanley Kubrick realiza su segunda incursión en lo que podíamos denominar “cine de política ficción”. Con ironía y causticidad hace una película que ha ganado con el tiempo, y hasta nos parece realizada ayer mismo. Vamos, que Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?, es más actual que cuando se estrenó, en 1964, porque de sus fuentes sin contaminar, contando con talento y conocimiento de causa, la primera es el sentido del humor ácido, su débito a la sátira, su propensión al escepticismo; sin olvidar que es el aliado natural de la burla consciente hacia nuestras debilidades.

Y de éstas sí sabe Peter Sellers en su triple faceta de capitán Mandrake, el inglés instalado en la base —presente en el suicidio de Hayden—, de Presidente Muffley, que pretende detener a los B-52 que vuelan hacia “el artefacto”, y de Dr. Strangelove, el personaje capaz de estrangularse a sí mismo con su brazo ortopédico, que hace el saludo nazi con tanta violencia como Hitler. Por no hablar de Slim Pickens y su cabalgada final sobre la bomba para destruir dicho “artefacto”, y que al hacerlo nos destruirá a todos porque no en vano es “el juicio final”.

Sin olvidar esa última canción que, en un momento, musita “ama esa bomba”, sobre las imágenes de hongos múltiples expandiéndose por todo el espacio conocido… Sí, para dejar una radiación que, como mínimo, tiene 93 años de vida. Por tanto, el velo ha caído sobre nuestro mundo, y sabemos que el famoso “miedo a atacar” nos llevó al resultado previsto: el artefacto del juicio final ha cumplido con su misión de aniquilar toda vida conocida y por conocer. El sarcasmo con que lo cuenta Kubrick es impresionante.

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4. En la playa con el Dr. Strangelove

Hasta resultó fácil convencer al Dr. Strangelove para que acudiese a la playa, y así intercambiar opiniones, sugerencias, disensiones, sobre esa “máquina del juicio final” que resultó, como no podía ser menos, la mayor estupidez ideada por el hombre desde que aprendió a andar sin apoyarse en sus manos. Nos dijo que muchos científicos lo predijeron, empezando por el bueno de Albert Einstein, que renegó de su invento poco después, al darse cuenta del fin que se proponían.

Estábamos de acuerdo, sintetizado en anteriores palabras de Fred Astaire, porque sabíamos que con el átomo se puede hacer todo, menos sentarse encima, que dirían nuestros padres y abuelos. De ahí la belleza de la playa, su sentido de equilibrio, su destino como testigo. Y teniendo en cuenta que el Dr. Strangelove siempre dijo, como asesor del presidente Muffley, que sabía cómo detener la preocupación que un desmedido cariño hacia la bomba podría generar.

Vamos, lo tenía tan previsto que no pudo por menos de sentenciar, finalizado el rodaje en los estudios Shepperton, Inglaterra, que la sala de guerra, en el Pentágono, nunca existió; aunque sí las charlas con el presidente ruso y su embajador, así como las invectivas de George C. Scott contra él, tratándole siempre como a un gusano.

En lo demás, concordaba con el semblante frágil de Anthony Perkins, la necesidad de amar de Ava Gardner, la soledad asumida de Fred Astaire y su suicidio, la educada precisión del camarero del Casino, el calado del sombrero de Slim Pickens y la sensatez innata, consciente y dolorosa, de Gregory Peck.

La mayor disensión estaba en por qué destruirse a uno mismo. Sabiendo que el hombre es propenso a la autocomplacencia, ¿a qué extrañarse de que provoque su propia destrucción? Claro que lo hace para demostrarse, por si había dudas, que es capaz de todo, siempre y cuando quede constancia de ello.

El Dr. Strangelove añadía que nadie se enteraría nunca de su estupidez. Desde la playa replicábamos que el hecho de estar discutiéndolo era la señal de que el fin del mundo llegaría por nuestras manos, como muestra inequívoca de nuestra superioridad en el Universo.

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En la playa hubo tal silencio que hasta las olas rompían sin ruido, en el horizonte se perfilaba la salida del Sol, que la Luna observaba desde poniente, y las imágenes de nuestras vidas acudían al conjuro de esas Perseidas que, en su dispersión, observan la expansión de la luz, en todas y cada una de las galaxias que componen el misterio por conocer, asimilando así la estructura cíclica de la evolución universal, que vuelve una y otra vez sobre sí misma.

Así, nos sentimos revitalizados, y hasta preparados para asumir ese futuro que se cumplirá al principio del invierno de nuestro 2012, y que nos dejará más anhelantes y necesitados de buenas películas, si es posible. Por de pronto, sin duda alguna, nos ha ayudado mucho, aparte de sentarnos muy bien, haber estado un tiempo con La hora final y Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?.

Y ese tiempo, tan preciado, de estar en la playa no se mide en horas, días, estaciones. Es la esencia misma de las imágenes que tan magistralmente nos han ofrecido Kubrick y Kramer, que no existirían sin el tiempo. Sí el que nos sustenta y nos salva, porque el cine, el tiempo y nosotros hacemos el mundo en que vivimos, deambulando por el espacio, dispuestos a eternizarnos en la conciencia de nuestro devenir.

Basta de disquisiciones cuasi filosóficas, o así. Hablaremos de ellas, y de las que se tercien, dentro de un año, por lo menos, para comentar cómo ha sido el anunciado fin del mundo. Mientras, pues a ver buen cine y disfrutarlo, como la vida misma; porque para eso siempre estamos en el mejor momento: ya sabéis, en la playa con el Dr. Strangelove.

Escribe Carlos Losada

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