Hace muchos años, cuando mi pasión por las motocicletas desbordaba los límites impuestos por la edad y sobre todo la estatura, encontré un camino que, sin saberlo, habría de conducirme de la forma más enrevesada posible, al estudio de la filosofía que ahora se ha constituido en mi profesión.
Pero, ¿cómo? —dirán— ¿cómo es posible que algo tan aparente y radicalmente distinto esté de algún modo relacionado? Los caminos del motor son inescrutables —diría yo— y lo son tanto que lo mismo sirven para conducirnos a la filosofía, a la química (que es la carrera que eligió mi por entonces gran amigo y compañero de fatigas Fernando) o cualquier otra disciplina que exija una dedicación obsesiva y plena, con la única satisfacción del placer imaginativo y conceptual al alcance de aquéllos que logren la preparación suficiente.
Y esto fue así sólo porque los límites impuestos por la edad (y sobre todo la estatura) nos obligaron a ambos a refugiarnos en el estudio exclusivamente teórico y el seguimiento compulsivo de las revistas de motos, como consuelo menor ante la imposibilidad de encaramarse a una auténtica motocicleta. El hábito lector de minucias técnicas aparentemente triviales hizo al monje estudioso de conceptos etéreos, abstractos… o al menos eso me gusta decir: que fue del afán memorístico de la cantidad de datos sobre motocicletas y pilotos de donde surgió mi facilidad para retener conceptos formales, a veces absurdos para el común de los mortales.
Fuera o no así, por aquel entonces, decía, se publicaban en España sólo dos revistas especializadas (Motociclismo y Sólo moto) y eran, al contrario que hoy, de seguimiento muy minoritario. Figúrense que por entonces (hablo de los primeros ochenta), ni siquiera se retransmitía por televisión el Gran Premio de España de Motociclismo, que se celebraba en el (único existente) Circuito del Jarama y que para conocer los resultados uno había de desplazarse hasta el mismo o bien comprar la prensa especializada del lunes.
En aquella época mi amigo Fernando y yo éramos bichos raros en clase, unos apestados a aceite y gasolina en un mundo de hierba fresca y pelotas de cuero que alcanzaba su cénit en el Mundial de España 82. Nuestro país apenas conocía al campeonísimo Ángel Nieto, que sumaba cerca de diez títulos mundiales, y era absurdo preguntar, incluso a los valencianos, por un señor bajito y con bigote que había sido dos veces campeón del mundo (algo de lo que apenas ningún deportista español podía presumir en ninguna categoría) y que se llamaba Ricardo Tormo.
En ese desconocimiento puede encontrarse una de las causas de su posterior desgracia, pues su limitada celebridad y la de su deporte le impidieron sufragarse el coste del alquiler de una auténtica pista de pruebas, con lo que hubo de entrenarse en un polígono industrial donde sufrió un aparatoso accidente que lo retiró de la competición.
Pero de aquellas miserias surgía una pasión indomeñable, la consciencia de disfrutar de un deporte por descubrir, hasta el momento sólo al alcance de unos pocos elegidos. De esa exclusividad nacía el orgullo de clase, y una suficiencia que nos hacía vernos como completamente distintos a la masa futbolera que se embrutecía cada domingo contemplando un deporte sin riesgo, sin épica y más preñado de rutina que de verdadera delicadeza técnica. Todo lo contrario que nuestra pasión, que exigía de los deportistas una concentración milimétrica y micronométrica, so pena de verse descabalgados de su montura y, por ende, desposeídos de su único soporte vital: un caballo de acero que mediaba entre la victoria y el abismo, entre el aire y el asfalto, entre la vida y la muerte, en una palabra.
Pero ¿es esto un deporte?
Esa era una pregunta que siempre habíamos de soportar no sólo de parte de los profanos, sino sobre todo de los despreciativos: “pero si lo hace todo la moto” o “el piloto sólo tiene que apretar el acelerador” o “pero si van todo el rato sentados” Nuestro orgullo herido hubo de poner en marcha el intelecto para oponer contraargumentos a todos ellos, como si de la catalogación de su naturaleza atlética dependiese la honorabilidad del motociclismo y la de sus seguidores.
Hoy día parece fácil rebatir esos infundios, dado que el concepto “deporte” trasciende con mucho la idea del mero ejercicio físico para solaparse con la competitividad. Pero entonces, ignorantes como éramos de ese vínculo, nos esforzábamos en mostrar cómo los pilotos habían de realizar una preparación física extrema para poder aguantar una carrera sometidos a enormes tensiones y fuerzas, señalando además, que la preparación intelectual era tan importante como aquélla, puesto que la concentración ante la velocidad y la exactitud en el trazado eran las habilidades que diferenciaban a un piloto atrevido de uno magistral. Por no hablar de la valentía y el amor por el riesgo, que aumentaban la épica de juego competitivo hasta dejarla a veces, en un asunto de vida o muerte.
Considerando todas esas cuestiones, no es de extrañar que gente como Dennis Noyes, antiguo redactor de Sólo Moto y actual comentarista de TVE, llegara a catalogar al motociclismo como “el deporte más duro del mundo”.
Sin duda Noyes exageraba (siempre me venía la imagen de los ciclistas a la cabeza cuando recordaba esa frase), pero no mucho, puesto que era cierto que su dureza tenía bastante que ver con la imposibilidad de desfallecer un solo instante en la persecución (o en la huída) de los rivales sin descuidar el equilibrio, la atención y el control sobre los desbocados caballos de vapor que se agitaban bajo el cuerpo. No obstante, uno podía comprobar lo aproximado de su afirmación si seguía con atención cada una de las competiciones motociclistas en cualquiera de sus variantes (Motocross, velocidad, Dirt track, Todo terreno), o si visionaba una película clásica de los años setenta, donde se mostraba con hechos que Dennis Noyes, quizá por el hecho de ser norteamericano, no andaba muy desencaminado en su rotunda afirmación.
Un domingo cualquiera (Prueba 1)
Prueba 1 (1971) es una película documental realizada Bruce Brown, que cuenta las andanzas de gente como Mert Lawill, Malcolm Smith o el propio Brown, aficionados al motociclismo que se toman su pasión lo suficientemente en serio como para abandonar su familia durante ocho meses al año y largarse a recorrer los circuitos rurales de los Estados Unidos para disputar las diversas pruebas del campeonato de
Uno podría pensar que semejante periplo está mucho más cerca del deporte profesional que del amateurismo antes mencionado; sin embargo, cabe constatar que la mayor parte de los corredores que se embarcan en semejante aventura tienen otra profesión, y que el dinero que ganan en competición apenas sirve para cubrir los viajes entre diversas pruebas y las reparaciones de su motocicleta a lo largo de la temporada.
Esto que hoy resulta tan difícil de comprender es la base de la auténtica pasión motociclista, pero sobre todo nos habla de una época distinta, en la que los pioneros no contaban con ningún tipo de apoyo logístico ni económico aparte del magro aporte de cada uno de los grandes premios en los que lograban vencer (vencer, repito, no quedar segundo ni tercero).
Por aquel entonces no había, como hay hoy, sueldos astronómicos, ni marcas esponsorizadas, ni grandes trailers que albergaran los talleres y las (en plural) motocicletas que viajaban por carretera mientras los pilotos se relajaban en el hotel o realizaban el trayecto en avión. Sólo Steve McQueen, el famoso actor que produjo este filme y que aquí aparece como un piloto aficionado más (bastante bueno, por cierto), parecía conocer esos placeres, y desde luego, por causas completamente ajenas al desarrollo de su afición.
En este magnífico documental se muestra cómo los pilotos preparan (y reparan) sus máquinas, cómo recorren en furgoneta y en compañía de otros pilotos (es el caso del realizador Brown junto a Smith y McQueen), los centenares de kilómetros que separan las distintas ciudades donde se realizan las pruebas, y cómo cada uno de ellos debe ser un verdadero campeón mostrando su valía en distintas categorías y especialidades.
Si algo sorprende en Prueba 1 es la versatilidad de los pilotos: para alcanzar el número uno en los Estados Unidos, un piloto no puede limitarse a ganar en las carreras de una sola categoría, debe competir en tres de ellas: Dirt track, Todo terreno y Velocidad, y sumando más puntos que ningún otro en las tres, puede alcanzar el sueño de llevar la mítica placa, esa cuyo emblema luce la portada de la película, y que consiste en un número 1 sobre el que se imprime la bandera de los EEUU.
Para ello, muchos saben que no pueden renunciar a puntuar en las diversas pruebas, así pues, veremos cómo son capaces de correr minutos después de accidentarse, con la nariz rota; cómo se atreven a quitarse una escayola para subirse encima de la moto con la pierna a medio curar o cómo no paran la motocicleta aunque ésta haya gripado o el neumático se haya volatilizado dejando la llanta al aire.
The american way
Antes de que se globalizara el interés por el motociclismo, al campeonato del mundo de velocidad solía denominársele Continental circus, puesto que la mayor parte de las pruebas se celebraban en Europa. Sabiéndose dominadores de la disciplina, los endémicos europeos miraban con condescendencia a los americanos, que huían de los circuitos revirados y parecían más apasionados por la velocidad pura en línea recta (dragster) o los circuitos anillados u ovalados de Daytona e Indianápolis, con curvas peraltadas y que apenas exigían inclinar la moto para evitar la fuerza centrífuga.
Esa simpleza primordial de las carreras norteamericanas era sólo aparente: tal y como muestra perfectamente Prueba 1, los pilotos norteamericanos eran tanto o más hábiles en su conducción que los europeos, y, por lo general, eran mucho más temerarios y aguerridos; lo único que sucedía es que los americanos no contaban con una infraestructura competitiva que les facilitara dar el salto al viejo continente. Cuando Kenny Roberts aterrizó en Europa, después de ganar dos veces el campeonato de la AMA y con el apoyo económico de Yamaha (lo que suponía toda una ofensa para el común de los norteamericanos, mucho más proclives a Harley Davidson y por lo general enemigos de los motores japoneses) se ganó el sobrenombre de “El marciano”.
En efecto, no sólo por el hecho de aterrizar, sino porque su estilo de conducción era completamente desconocido en Europa: aquí no sabíamos lo que eran los circuitos de Dirt track, una de las especialidades de la triple prueba de la AMA que consiste en conducir la motocicleta por un circuito elíptico de tierra, haciendo derrapar las ruedas traseras en cada curva para entrar más rápido en las rectas. La geometría pura aplicada al servicio de la velocidad hizo que Roberts dominara insultantemente las pruebas de velocidad europeas, y conquistara tres campeonatos del mundo ante pilotos míticos como Barry Sheene. Roberts sólo se vio desplazado años después otro norteamericano con pinta de extraterrestre, Freddie Spencer (llamado Fast Freddie, en un juego de palabras que recordaba el mítico cómic de los Freak brothers), que le dio a probar su propia medicina.
La irrupción del estilo norteamericano, fuertemente influenciado por el pilotaje de Dirt track, supuso para ellos una hegemonía incontestable hasta que los europeos acabaron por adoptarlo también. Hoy día, es imposible ver a un solo piloto puntero que no lo aplique, pero en el ínterin, no resultaban extrañas las manifestaciones de pilotos como Kevin Schwantz, que afirmaban que las carreras de velocidad en circuitos de asfalto eran como un juego de niñas en comparación con las durísimas pruebas norteamericanas.
Kevin Schwantz era piloto de motocross; como para justificar la soberbia de sus palabras, en Prueba 1 se certifica que los científicos han colocado a esta disciplina entre las dos o tres de entre todos los deportes, que más exigencia física requiere a sus practicantes.
Con esto, no sólo hacemos buena la afirmación de Dennis Noyes sobre la dureza de este deporte, sino que nos dotamos de argumentos para rebatir a los descreídos que pontificaban sobre la inanidad del motociclismo.
Spain isn’t different
En Prueba 1 hay lugar también para la competición patria. El acontecimiento que contemplamos es una prueba de Enduro organizada por
La parte que aparece en el documental tiene, ante todo, un valor histórico, pues resulta curioso contemplar los signos de
Lo que se puso de manifiesto en aquellos días, es que un país tercermundista, sometido a una terrible dictadura, y cuya principal riqueza provenía en lo productivo aún del sector primario (sin dejar a un lado las aperturas turísticas, que, en efecto pudieron constituir el principal impulso a la prueba), fuera capaz de organizar un campeonato de tal categoría.
Lo que ello mostraba, era que la afición al motociclismo en España estaba, por aquel entonces, y aún unos años después, muy por encima del menosprecio oficial al deporte de las dos ruedas.
Prueba 1 cuenta así mismo con un pequeño apéndice, dedicado a la marca Montesa y que es de producción hispana. Es evidente que ese añadido no forma parte del metraje original que se proyectó en los teatros internacionales (con el que optó como documental al Oscar de aquel año), pero el hecho de que se accediera por parte de la productora a adjuntar ese documento daba una idea de la fuerza de la marca catalana. De hecho, en el metraje original, el apartado de Trial está realizado con motocicletas de la misma Montesa, y alguna que otra máquina o camiseta con el emblema de Bultaco (marca de uno de los dos creadores de Montesa, Don Paco Bultó) aparece igualmente.
Esas dos marcas, junto a Ossa, formaron una constelación de éxito por aquellos años, y daban prestigio al país fuera de las fronteras futbolísticas del Madrid de las seis copas de Europa.
Lo que viene a demostrar esto es una tesis ya expuesta: la afición a la motocicleta en España era poca, pero bien avenida: apasionada, eficiente y muy prestigiosa.
Por la época de Jorge Martínez Aspar se decía que en Valencia dabas una patada al suelo y salían tres o cuatro buenos pilotos. En efecto. Así parecía… porque mi amigo Fernando, apasionado como yo (aunque un poco más alto y mejor avenido económicamente), se dedicó, junto a la química, a recorrer los circuitos compitiendo en alguna que otra carrera. Hoy no ha abandonado la pasión por la moto, y no creo que la abandone nunca ¿quién sabe si no se dedicará a desarrollar un nuevo tipo de combustible?
De lo que estoy más orgulloso, después de todo, es que en un tiempo ya lejano, nosotros dos cabalgáramos juntos.
Escribe Ángel Vallejo