Smoke (1995) de Wayne Wang

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Cuento de navidad de Auggie Wren 

smoke-1Smoke es una película amable, acogedora, de esas que transmiten buenos sentimientos y provocan sonrisas de complicidad. El espectador acaba reconciliándose con el género humano a través de sus personajes, acaba contemplando el mundo como un lugar en el que a pesar de todo vale la pena vivir. La película está repleta de gente que ayuda a otra gente, y lo hace sin esperar nada a cambio, en una constante exhibición de altruismo.

El personaje interpretado por Harvey Keitel, el que sirve de nexo de unión a todos los demás, el que observa la vida en su transcurrir pausado pero siempre diverso, posee la calidez de lo entrañable. Es uno de esos personajes cercanos que se ven de vez en cuando en el cine y que tanto cuesta encontrar en la vida real.

Smoke embellece la existencia, la hace más digna. Y por si faltara algo concluye con un hermoso cuento de navidad. Pero no un cuento cualquiera, no una ficción que sirva para enmascarar las penalidades de este mundo, sino la traslación de un hecho real, la constatación efectiva de que no es necesario inventar para escapar, sino que basta con estar atentos para reconocer la belleza que nos circunda.

Smoke es casi una película de Walt Disney. O eso al menos es lo que parece. O quizá no.

El Cuento de Navidad con el que se cierra la película es un añadido difícil de justificar. La historia estaba cerrada, las leves tensiones que se habían creado estaban resueltas. Parece, como decía Buñuel a propósito del final de Tristana, que no es más que un modo de alargar una película que se había quedado algo corta.

Sin embargo una mirada atenta descubrirá mucho más en ese epílogo. Tanto como la clave que nos permite reinterpretar la obra en su conjunto y otorgarle un nuevo sentido. El diapasón que hace resonar lo que se oculta bajo la cara afable de lo inmediato. La vía de acceso a un trasfondo que, como casi siempre ocurre, posee más sombras que luces.

En última instancia Smoke es una película que habla sobre los proyectos de vida, sobre la necesidad de tenerlos. A excepción de Auggie nadie lo tiene. Por una razón o por otra, casi siempre trágicas, el resto de los personajes perdieron su proyecto vital y deambulan sin rumbo. Buscan algo a lo que aferrarse y no lo encentran. Incluso Cyrus (Forest Whitaker), el único que posee una familia, vive anclado en la desdicha que cambió su vida y que, más que a vivir, lo obliga a sufrir, sin más, el transcurso del tiempo.

En cambio Auggie tiene un proyecto, el de su esquina. Desde ella da cuenta del universo entero, de la existencia en su conjunto, de la realidad total. Puede parecer trivial lo que hace, pero para él no lo es. El compromiso adquirido le impide incluso tomarse vacaciones, y le obliga a permanecer cada día, a la hora exacta, en su observatorio. Y el resultado no es en absoluto despreciable. No lo es para él, pero tampoco para quien lo contempla desde fuera. Basta con detenerse un momento, demorar la mirada, y un mundo se construye, el propio mundo incluso. Auggie es el testigo de lo que somos, sin que para ello necesite trascender la modesta esquina de su estanco.

Pero, ¿cómo se gestó ese proyecto vital? De ello nos da cuenta el Cuento de Navidad.

Será el propio Auggie quien cuente a su amigo la historia. La cámara lo deja hablar. Le concede todo el tiempo y la pausa que necesita. Y poco a poco va acercándose a su rostro más y más. Nos lo muestra cada vez con más detalle, para que lo percibamos mejor, aunque no es su piel curtida lo que nos interesa, sino lo que ésta esconde, su esencia, la que se camufla entre las líneas de su relato. Este Cuento de Navidad en apariencia tan trivial nos acaba mostrando al verdadero Auggie Wren.

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Todo comienza con un raterillo que se apropia de algunas revistas y sale corriendo. Las fotos que se le caen muestran que se trata de un pobre desgraciado hacia quien ni siquiera cabe sentir ningún enfado. En ellas queda constancia de sus ilusiones infantiles, sin duda truncadas, y del cariño que alguien le tuvo, alguien que, adivinamos después, ya no existe, o al menos se ha marchado. Sólo con esas fotos ya queda de manifiesto el fracaso de una vida, una vida como tantas otras que la película hasta ese momento, si no velaba, sí al menos acababa resolviendo.

Pero más incisivo aún resulta lo que ocurre cuando decide devolver la cartera. La razón por la que finalmente se decide a ir tras aplazarlo reiteradamente es demoledora: “No tenía nada que hacer”. Él, el estanquero rodeado constantemente de amigos, se encuentra solo en navidad, esas fechas en las que todo el mundo encuentra la mano amiga y el cariño sincero. Los días en los que la tristeza está proscrita, cuando la alegría es obligatoria.

Auggie estaba solo porque además la cita que tenía con un amigo se vino abajo cuando éste tuvo que acompañar a su mujer a visitar a la madre enferma, lo cual pone aún más de manifiesto su soledad. Auggie ni siquiera tiene una mujer que pueda estropearle los planes.

Y entonces decide hacer algo bueno por una vez y va a devolver la cartera. Los bloques impersonales con los que se encuentra son la prueba que faltaba de la extrañeza de su decisión, de lo ajeno que todo le resulta. Y de lo triste que es su vida cuando, aún así, le compensa dirigirse allí, seguir con una decisión que le ahorre tomar plena conciencia de su situación y continuar compadeciéndose a sí mismo.

Lo que encontrará en ese inhóspito lugar es una nueva soledad, una soledad que también necesita aferrarse a alguien que la redima. No importa quién, no importa cómo. Cualquier ficción es mejor que soportar la realidad. Y eso es lo más trágico, la aceptación de la felicidad ficticia, pues, aunque ficticia, siempre será mejor que su ausencia.

El abrazo de Auggie y la abuela Ethel contiene toda la dureza que hasta ese momento la película se resistía a mostrar, y con ella la destruye por completo. La abuela constata que su nieto, tal como pensaba, no la ha olvidado en navidad, justamente en navidad. Pero sabe que sí que la ha olvidado. Más que resolverla, ese abrazo ahonda en la tragedia. Y al mismo tiempo muestra las reglas del juego, un juego al que estamos obligados a jugar para hacer la vida más soportable, para embellecerla aun sin perder la conciencia de su miseria. Fingir es el último reducto en el que puede agazaparse la felicidad.

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Y así Auggie le cuenta a la abuela las historias más bonitas que se le ocurren, inventa un mundo maravilloso que la sustraiga por unos momentos del que le envuelve, le concede unos minutos de impostado placer antes de devolverla a su triste realidad. Ella lo sabe, pero juega ese juego. Todos, en el fondo, necesitamos de juegos como ese. El cine mismo es una historia contada a la abuela Ethel para que la ausencia de su nieto no sea tan dolorosa. El cine, el arte, es la mentira que nos regala esa felicidad momentánea que permite seguir viviendo.

Y cuando ya estaba a punto de irse encuentra las cámaras, y decide robar una. Aunque persiguió a un pobre desgraciado por robarle unas revistas, ahora no tiene impedimento en robarle él también la cámara a su abuela. Sí, es cierto, luego se arrepintió e intentó devolvérsela, pero ¿qué más da?, el arte salió beneficiado de ese robo. Todo por el arte.

O lo que es lo mismo, todo por la invención que nos permita sobrevivir. Todo. Incluso los principios morales.

Y a partir de ahí se edifica un proyecto de vida. Con la cámara robada Auggie construye un sentido para su vida. Un sentido cimentado sobre la inmoralidad, la verdadera arquitectura de su existencia.

Todo eso es lo que el estanquero comparte con el escritor, porque, si no puedes compartir un secreto con un amigo la vida no valdría la pena. Parece como si le estuviera haciendo un favor, resolviéndole la tarea que no sabe cómo afrontar. Pero en realidad no es así. Más allá de su sonrisa Auggie se está mostrando en carne viva. En el fondo, como la abuela Ethel, él también espera la llegada de su nieto. Y eso es lo que en última instancia le está reclamando.

El Cuento de Navidad con el que concluye Smoke es un cuento desolador, un grito de socorro desatendido, una vergonzante exposición de las propias miserias, un callejón sin salida a la esperanza.

Recuérdenlo cuando deseen Feliz Navidad.

Escribe Marcial Moreno


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