Mulholland Dr. y los engaños de Lynch
Mullholland Drive es una de las películas más discutidas y estudiadas de la historia del cine, sobre todo por su carácter poliédrico y por los numerosos puntos de vista desde los cuales se desarrolla el argumento, junto a un estilo único y original.
Lo que más destaca de la película de Lynch es su capacidad de considerar los personajes como si fueran un acontecimiento, es decir hechos de tiempo y espacio y, por eso, capaces de recorrer y superar el límite espacio-temporal en el que se encuentran para convertirse en algo diferente, o en ellos mismos pero desde otro punto de vista como si estuvieran en un espejo.
El juego del tiempo
Uno de los aspectos más interesantes de las películas de Lynch, aunque sea quizás el menos considerado, es el tiempo. Su estilo narrativo rompe completamente con el concepto de narración clásica de las obras cinematográficas, porque no sigue ni persigue la linealidad prosaica del comienzo-desarrollo-final.
En Mullholland Drive sucede lo mismo: el final puede ser el desarrollo de la historia y el comienzo puede ser el final. Lynch no desarrolla los hechos, sino los traspasa directamente de la mente a la cámara, tal cual se presenta en la imaginación del autor y, también, en la de los personajes.
El tiempo es la llave de toda la película que abre la puerta al mundo onírico, la parte misteriosa del trabajo de Lynch, que rechaza cualquier explicación lógica para adentrarse en una percepción intuitiva. Por eso, el tiempo, como concepto explicativo de los eventos, se convierte en el símbolo de la verdad.
Todo lo que pasa en la historia es traspasado por un transcurso temporal desordenado y confundido: el mismo baile inicial que se sobrepone a la cara de Betty, para después revelar una mujer dormida, ya confiere al espectador la sensación de que todo lo que va a pasar a partir de este momento es posiblemente un sueño… O no.
Es el tiempo que confunde la realidad con la memoria onírica.
Tomamos en consideración a Betty, una de las dos protagonistas del filme, la dulce y rubia aprendiz actriz que intenta hacer lo mejor para escalar hacía el éxito: Lynch la plasma como un personaje inocente, tierno, pero al mismo tiempo ambicioso y capaz de luchar no sólo por su carrera, sino también por descubrir la enigmática y misteriosa historia de Rita, la otra impecable protagonista.
El encuentro de las dos mujeres deviene en un presente indefinido, irreal, imaginario y grotesco, un tiempo caracterizado por una magia casi psicológica: el espectador sigue creyendo que todo lo que ve está ocurriendo en el presente, pero esto no es cierto.
El tiempo juega con el espectador hasta el final de la película.
Desde la primera escena de Betty dormida (que ya sugiere una historia “soñada”), al accidente en la misma Mullholland Drive, hasta el encuentro enigmático entre las dos mujeres que parecen conectar enseguida, todo el desarrollo tiene una explicación espacio-temporal clara y lógica. Hasta que el espectador no se da cuenta de los particulares detalles que le puedan distorsionar la visión real del “cuándo” ha sucedido un determinado acontecimiento.
¿Qué es este “cuándo”? El “cuándo” es la carretera inmortal, el tiempo eterno, es Mullholland Drive. La vía que une el pasado con algo que aún no ha sucedido, donde todo se queda ileso de los cambios, la representación máxima de un mundo ilusorio: Hollywood.
Evidentemente Lynch traspasa a la pantalla la mente turbada de Betty en un torbellino de recuerdos, sueños, imágenes ofuscadas y objetos desconocidos. ¿Por qué? Porque el turbamiento de Betty es la desilusión hacia un mundo de éxito aparente, de ambiciones y de pruebas falladas.
El tiempo de Betty es el tiempo de la carretera: eterno, inconstante e ilusorio.
No es casualidad que Lynch elija a Hollywood como ambientación: el mundo de la fama eterna y de la infinita ilusión hacia el éxito, que se pierde y desencadena a lo largo de una carretera. Aquí un accidente es el tiempo que se para y separa: aquí se produce la unión entre pasado y presente y la separación que marca la ruptura narrativa.
De aquí empieza el tiempo del sueño que Lynch representa como el tiempo de la búsqueda de Betty a sí misma. De Betty en un espejo.
El espejo
La dualidad y el desdoblamiento de la personalidad de la protagonista se revelan también a través de un objeto muy concreto: el espejo.
Desde Ciudadano Kane de Welles a Rebecca de Hitchcock hasta el mismo cuento de Alicia en el país de las maravillas el espejo es un vehículo espacio-temporal entre el pasado y el futuro, entre el sueño y la realidad, entre los miles pequeños trozos de los que estamos hechos los seres humanos, “pirandellianos” personajes.
Hay dos escenas fundamentales en las que aparece un espejo. La primera es cuando Rita, la provocativa y morena protagonista, se mira al espejo de la casa donde ha entrado y, viendo el póster de Gilda, decide meterse un nombre que no le pertenece, asumiendo una identidad, debido al hecho de que sufre de una amnesia y no se acuerda de su nombre.
El espejo, en este caso, es revelación, ayuda, descomposición de identidad: casi una fascinación.
La segunda es cuando Rita quiere cambiar de personalidad y Betty le corta el pelo, poniéndole una peluca rubia: allí las dos se miran y se confunden. Aquí el espejo multiplica el ser de las mujeres, que ya no se confunden solamente entre ellas, sino también entre las otras “ellas” de las que están hechas.
Confusión espacio-temporal que el espejo marca aún más: de hecho el reflejo es una copia perfecta de la realidad, pero al revés. El espejo engaña.
El engaño de Lynch
Lynch se sirve de esta metáfora del espejo para engañar al espectador, para que no se fíe de lo que ve, sino de lo que siente a través de las imágenes.
En el recuerdo 8 y ½ de Fellini, donde el tiempo “roto” del filme y la magia del montaje confunden realidad y sueño, en esta película también las imágenes son reveladoras en manera no secuencial, sino en sus unicidad, como unas fotografías que nunca dejan de revelar ni de mentir.
Y Lynch en esto es un gran triunfador. Porque la realidad es la más engañadora de todas las mentiras.
Escribe Serena Russo