Mulholland Drive, de David Lynch
Una pesadilla, un deambular por un mundo infernal en el que no hay respiro. Sólo el odio expresado por la traición y el dolor. Detrás el silencio mentiroso o repleto de miedos. El sentir el engaño de una vida que no es lo que era. Es otra cosa diferente, engañosa. Orejas cortadas, ángeles que llegan desde su mundo a salvar a alguien de la muerte, de la podredumbre, de los errores eternos.
Y detrás de todo, el silencio.
No hay que fiarse de las apariencias. La verdad puede ser distinta que lo que realmente se vislumbra. O probablemente no sea así porque puede ser que nada haya existido.
Fruto, quizá, de un mal sueño… o una pesadilla angustiosa.
Es la presencia del mundo de la noche y de las traiciones, de las falsas promesas. De la maldad y la provocación. Bailes sin música. Angustia en una tierra que no es exactamente la de la gran promesa. Bajada a los infiernos personales, a la negrura de una noche que nadie parece haber pretendido buscar.
La antesala, probablemente, de la muerte.
Un hombre nacido, según los otros monstruosos, incapaz de ser admitido por los demás. Pero ¿quién es realmente un ser diferente? ¿Quién es el monstruo? ¿Qué es lo monstruoso? Un hombre, con síndrome o calificación de elefante, no parece tener cabida en una sociedad que exige la repetición o la semejanza. El conjunto de clones repetidos hasta la saciedad considerados como seres “normales” que ignoran (o no se miran en) su interior. Si así fuera se encontrarían con su verdadera entidad en la que predomina lo tenebroso, oscuro y demoníaco.
Crónicas de búsquedas redentoras, de imaginarios encuentros con realidades aparentemente bellas, sin suponer (siquiera) que la realidad no es otra cosa que la antesala de una existencia frustrante y sufridora.
¿Es real lo que vemos? ¿Es sólo el producto de una pesadilla de la que es difícil despertar? ¿Son cuentos que se narran los personajes a sí mismos para continuar viviendo? ¿Se existe cuando se vive o sólo cuando se piensa? Nunca tendremos la certeza que exista una carretera principal a través de la cual transitar para lograr conectar con aquello que inquieta, para saber realmente si lo pensado es sólo fruto de la imaginación.
Un día alguien buscará un camino que le lleve hacia el pasado, con el fin de recorrerlo, valorarlo y hacerlo propio. Se asumirán los errores y se querrá cambiar, convertirse en otros. O como mínimo entender. Un giro hacia no se sabe dónde. Uno y su doble. Pasado, presente y futuro.
Tiempos que ni siquiera se concretizan.
Una historia verdadera se estructura como un viaje. El final es la solución del problema. La “paz” llega después de cumplimentar un necesario y urgente ajuste de cuentas con el pasado. Abrazar a alguien al que hace tiempo no se ve. Decirle que hay que olvidar las rencillas pasadas. Un ser cercano. Quizá nada más que el doble del viajero. Un recorrido al final del cual se liquidan todas las viejas cuentas pendientes como preparación a un viaje sin regreso. Filme, ése, si se quiere, de género. La representación de un western en el hoy.
Pero, sobre todo, la de un viaje… algo muy afín a todo el cine de Lynch.
Carreteras, caminos, gente en movimiento tratando de llegar a algún sitio, conocer algo de su vida y la de los otros. Se ignora todo (y a todos) porque es complejo (y no se les comprende) tratar de entender los señales que se emiten (continuamente) alrededor. Comprenderlas y aceptarlas. Quizá porque los personajes se encuentran solos. Desean amar, conocer a otros, entrar en sus vidas, pero es casi imposible.
Unos y otros forman mundos individuales y opuestos.
Mulholland Drive fue boicoteada como serie televisiva. Probablemente fue mejor así. La película, en sí, habla de los deseos y las frustraciones. Una caída hasta el término de todo: un encuentro con la muerte.
Ese probablemente es el sentido de una historia de pesadilla, alucinada y alucinante, mecida a los acordes de la magia (y maravillosa mentira) del cine, de la representación. El milagro que hace posible una existencia mayor que la de la vida. En el teatro del silencio, como en la sala de cine, todo forma parte de un mundo imaginario.
Todo.
En la sala alguien sólo se enfrenta al misterio de unas historias nuevas y siempre viejas. Mundo de apariencia, de dolor y de ilusión. Falsa la representación y falsa su realidad de embaucadora belleza.
Los personajes del filme se mueven en la frontera del Sunset Boulevard de las grandes mansiones del cine de ayer, de los focos que ciegan con su fuerte resplandor a aquellos que intentan triunfar. No hay más que el silencio. Y el silencio es la muerte. O lo que es el mismo el olvido.
Repeticiones sin cuento.
En el fondo de una caja parece encontrarse la solución al secreto, pero, realmente, esa caja sólo da paso a una nueva caja y esta a otra. Además, para llegar a ellas se necesita una llave escondida en las profundidades del cerebro. Nada es lo que parece. Puede ser que la interpretación de los hechos, que posibilita la película, no sea más que una argucia de un nuevo sueño o de lo que alguien, al borde la muerte, quiere contarse.
No es un mundo nuevo para Lynch el que refleja este título realizado a menor gloria de un Hollywood demolido y demoledor. Es simplemente la repetición de viejos mundos, la continuación de las mismas historias de sus películas anteriores.
Algo repetido en su intemporalidad.
Alguien descubre una oreja o escucha un ruido extraño o decide que ya se ha cumplido su tiempo o, a lo mejor, se pregunta por algo tan elemental sobre quién es, o si, incluso, existe realmente en el hoy o en el pasado. Tanto da. Uno y los otros. La transformación de alguien que no es en alguien que es.
O la inexistencia de ambos.
Bucear en un complejo hoy, en unas relaciones repletas de mentiras, para al final descubrir simplemente que todo, la vida entera, forma parte del sueño de los otros. Así de simple y de complejo.
Ese el cine retorcido, juguetón de Lynch.
Y, por supuesto, el que se esconde detrás de la sorprendente, ilusoria, enigmática Mulholland Drive.
Escribe Mister Arkadin