Una propuesta arriesgada (*)
Unos padres avanzan por una carretera buscando su nueva casa, van hablando entre ellos y no hacen demasiado caso a la niña que añora su antiguo hogar, conducen deprisa por el camino, se adentran en una propiedad desconocida a través de un oscuro túnel, comen en un restaurante donde no hay nadie alegando que tienen tarjetas de crédito para pagar la comida, mientras tanto, la niña deambula por el lugar sola hasta que al anochecer, aparecen unas sombras amenazadoras por el lugar y sus padres se han convertido en cerdos.
Este argumento que resume las primeras imágenes de El viaje de Chihiro suponen un alejamiento respecto a las propuestas que copan actualmente la animación en nuestras pantallas (Disney, Pixar, DreamWorks, etc.).
El viaje de Chihiro, estrenado con relativa puntualidad (es de 2001) marca diferencias incluso con su propia obra pues el universo que propone el director japonés va más allá de sus planteamientos anteriores (incluida su famosa princesa Mononoke), fundamentalmente en cuanto al contenido, pues el aspecto formal es muy similar al que caracteriza sus trabajos que hemos podido ver por aquí: dibujos de colores planos, movimientos de cámara figurados (travellings, panorámicas), movimientos dentro del plano mediante la inclusión de efectos como el viento (que afectan a los personajes, al paisaje), desproporción en las figuras (humanos-dioses, humanos-animales) o repetición de elementos como el cerdo o el agua que se han convertido en denominador común.
Sin embargo, es en el contenido donde se aprecia una reflexión mayor pues partiendo de referencias que tienen su origen en el clásico de Lewis Carrol, pero que también enlazan directamente con el tema del viaje de iniciación que se repite en toda la filmografía de Miyazaki (la niña que quiere aprender su oficio en Nikki, la aprendiz de bruja o el joven que tiene que emprender un viaje para acabar con una maldición en La princesa Mononoke), El viaje de Chihiro se eleva para efectuar una panorámica del aprendizaje del mundo adulto mediante la necesidad que tiene una niña de recuperar su identidad (ha perdido su nombre) y salvar a sus padres que han sido convertidos en cerdos, mostrando un mundo paralelo de fantasía caracterizado por la crueldad y la dominación de unos humanos trabajando para una clase superior (pero alejada del esquema de La princesa Mononoke, donde se mostraba esta crueldad de una manera más explícita, con peleas, sangre, etc.) que deja un poso de pesimismo a lo largo de todo el metraje.
En este sentido es un filme absolutamente adulto con imágenes de enorme sentimiento como la continua referencia a ese tren que pasa por encima del agua y que se convierte en metáfora de la imposibilidad de huida; la presencia de esa agua como elemento vital (rodea ese mundo mágico y es unos de los elementos que se repiten en la obra de Miyazaki) o el deambular de esa serie de personajes, fantasmas errantes, que se mueven al anochecer.
Al final queda una sensación de pesimismo pues el happy end es ficticio, el aprendizaje ha sido duro, ha abierto una serie de experiencias dolorosas (resumido en esa mirada hacia atrás que Chihiro efectúa a la salida del túnel) y el mundo de los adultos continua sin entender qué ha pasado (los padres son mostrados tan necios como al principio pues no recuerdan nada).
Y lo bueno de este filme es que mostrando patrones alejados de lo típico, empezando por la duración (125 minutos) y terminando por el significado de las imágenes, es tal el grado de fascinación que ejerce en el espectador que es seguido con absoluto interés por toda clase de público, incluido los niños más pequeños. Lo que demuestra que no hay que tener miedo a presentar a la gente propuestas más arriesgadas pues lo adocenado, a veces, sí resulta aburrido (en animación véase Spirit, por ejemplo).
Escribe Luis Tormo
(*) Esta crítica fue publicada en Encadenados en enero de 2003, con motivo del estreno del film en España: http://www.encadenados.org/n37/viaje_chihiro.htm