Haiku de iniciación
La película con la que Hayao Miyazaki consiguió el reconocimiento del mundo occidental, tras ser galardonado tanto en Berlín como en Hollywood, se inscribe dentro de la tradición fundacional de la literatura universal: la instrucción individual, el aprendizaje, la literatura gnómica y sapiencial, la novela de formación o bildungsroman. La paideia griega y el didactismo derivado de la misma: la edificación de un manual de supervivencia, la elaboración de una bitácora de viaje con la que poder llevar a cabo la singladura por las procelosas aguas de la vida sin naufragar.
Este afán pedagógico será subsumido por los moldes literarios con que se revestirá el mensaje para acometer el aforismo horaciano: prodesse et delectare (instruir, enseñar deleitando) y dentro de esos modelos literarios el cine ocupará un lugar privilegiado para enseñar pautas de conducta bajo su atractivo envoltorio.
La película de Miyazaki muestra la odisea que ha de emprender su joven protagonista, Chihiro, frente a uno de los terrores infantiles más atroces que le pueden sobrevenir a un niño: la orfandad, el desamparo frente a las inclemencias del mundo a causa de la súbita desaparición de los mecanismos de defensa y protección de la criatura, la imprevista ausencia de los padres protectores. Su condición de huérfana es compartida por toda una tradición literaria que arranca desde el personaje del pícaro español en plena época del surgimiento de la modernidad renacentista y cuyos mejores mimbres se elaboraron en la Inglaterra victoriana gracias a la pluma de Dickens.
En el caso que nos ocupa, Chihiro se ve inmersa en el desamparo familiar por la inconsciencia de sus progenitores, en una especie de inversión de roles que el guión activa nada más comenzar el relato. Así, los adultos se ven arrastrados por sus instintos primarios (la gula, en concreto), incapaces de controlar sus más primitivos deseos, mientras que su hija se verá obligada a ejercer el mecanismo represor, de control, la negación ante las tentaciones más apetitosas, sin mucho éxito.
A partir de este momento, Chihiro asume su condición de ser adulto, su dominio sobre sí misma, su tarea y su función en el entramado social. Pues no otra cosa representa el extraño mundo al que se ve abocada la joven protagonista: una alegoría sobre los resortes y engranajes de nuestras sociedades avanzadas y tecnificadas, un viaje iniciático por sus entrañas a través del cual Chihiro madurará y extraerá de sí misma sus mejores cualidades, aprendiendo a desprenderse de su egoísmo innato a su, hasta entonces, condición infantil.
Miyazaki poblará su relato con una estructura fabulosa, pues diseña ante nuestra sorprendida mirada una hipnótica fábula que nos cautiva y nos encadena a las imágenes sugerentes que van discurriendo en la pantalla. Toda la tradición literaria occidental se pone al servicio del talento del director japonés.
Ese túnel que separa o conecta el mundo real y el espacio mágico, señalado por esos objetos rituales y funerarios medio abandonados en sus límites, indicios de una tradición, de un ritual, de una liturgia que el Japón moderno parece dejar de lado, abandonar, en aras de una modernidad desarraigada, es la vía de entrada al otro lado del espejo carrolliano, al fantástico mundo del mago de Oz, a los antiguos descensos al Hades de los héroes griegos (Odiseo, Eneas): el portal que unirá dos universos paralelos pero intangibles, dos hemisferios que se necesitan y que cohabitan en nuestro interior.
Los padres de Chihiro sufren una metamorfosis similar a la que padecen los compañeros de Odiseo a manos de la maga Circe, convertidos todos en orondos cerdos por mor de sus incontrolables deseos. A partir de esa transformación, la extrañeza se apodera del espacio laberíntico por donde se iniciará el vía crucis de Chihiro. Y esta extrañeza tiene un siniestro aroma kafkiano, pues Chihiro pasa a ser el único ser humano —el insecto samsiano— en un mundo que ha devenido bestiario y fauna fabulosa. De hecho, será rebautizada como Sen, pues su identidad ha desaparecido momentáneamente y todo el empeño del personaje será reconquistarla, volver a establecer el equilibrio vital que le ha sido arrebatado.
El poderío visual y artístico de Miyazaki se despliega en toda su magnitud a través de ese mundo imaginario por el que peregrinará Sen-Chihiro. Todo el imaginario del japonismo se adueña de la representación escénica, en un elegíaco discurso que persigue resucitar toda la ternura, economía de medios, delicadeza y belleza que se atesora en un haiku, en un poema tradicional oriental.
A la entregada alabanza de los elementos de la naturaleza, se le añade una pátina de surrealismo naïf, con toques siniestros. Lo Kafkiano pulula por ese Dédalo en el que se ve inmersa Chihiro, especie de nuevo Teseo que debe encontrar una salida del laberinto después de enfrentarse al Minotauro-Yubaba, una especie de bruja que rige los destinos de los habitantes de una inmensa casa de baños, nueva alegoría de cualquiera de las emporios industriales de la modernidad, especie de castillo kafkiano cuyo absurdo ha de ser vencido por la tenacidad y el empeño de Chihiro, especie de agrimensor que se partirá el alma y el cuerpo por mesurar el tamaño de la esperanza y del amor necesarios para desatar los férreos nudos de la explotación a la que se ven sometidos sus habitantes. Pues esa casa de baños adquiere tintes de metrópolis a lo Fritz Lang, especie de pagoda cuyo funcionamiento esconde un paralelismo disfrazado con un burdel oriental, o que el imaginario occidental asimile como tal.
El tour de force de Sen, de Chihiro, su consagración como heroína se producirá cuando sea la única capaz de contentar y contener a un peligroso cliente del negocio: el señor Sin Cara, una especie de masa amorfa con la capacidad de succionar cualquier elemento, a saber, una figura cuya voracidad es omnívora, siendo su boca el vórtice de un torbellino cuya fuerza centrípeta arrambla con cualquier elemento que se le ponga a tiro. Obviamente, este engendro representa la voracidad omnímoda de las sociedades industriales, cuya gula sin fin puede conducir a la destrucción de todos los recursos disponibles.
La capacidad de Chihiro para controlar al señor Sin Cara la dotará del valor suficiente para arreglar y recomponer los problemas de la bruja Yububa, que no se habla con su hermana gemela Zeniba, especies de Janos bifrontes, de dualismos antagónicos que han de convergir como complementarios, como elementos de una síntesis necesaria.
El amor, la ternura de Sen serán el antídoto que libere a su amigo y protector ángel custodio Haku del embrujo que lo ha convertido en un dragón, así como su esfuerzo, su laboriosidad sin límites, su capacidad de sacrificio la dotan de una madurez ejemplar, digna del respeto de todos los extraños habitantes de tan singular universo.
Finalmente, Chihiro logrará su objetivo: liberar a sus padres de su condición porcina y restaurar el orden dislocado. Por el camino, ella misma se habrá librado de todas sus manías, tonterías y caprichos infantiles, de sus miedos más profundos. Se habrá librado de su niñez para tomar conciencia de la nueva etapa vital que ha de arrostrar.
Por el camino de Chihiro, toda una cosmovisión lírica ha arropado las fobias y filias de unos maleables espíritus, de unas dúctiles almas que han contemplado todo un itinerario tan poético como siniestro, itinerario para el cual no hay más brújula que el respeto a la tradición, el sacrificio, el trabajo, la entrega, la obediencia…, toda una serie de valores eternos muy caros a la idiosincrasia japonesa, necesarios para salir con éxito del túnel de la modernidad, cuyo trazado nos conecta con lo más ancestral y arcano de nuestra sociedad y, por extensión, de nosotros mismos.
Escribe Juan Ramón Gabriel