Un sueño hermoso
Así, con esa sencillez, define uno de los personajes de esta cinta lo que significa construir aviones para un ingeniero aeronáutico: “un sueño hermoso”. Tres simples palabras que podrían aplicarse perfectamente a la manera que tiene Miyazaki de construir películas con una personalidad desbordante y un encanto onírico más allá de la imaginación.
Pero todos los sueños tienen un final, un momento donde hay que despertarse. Y eso es lo que ha ocurrido aquí, en esta película que Miyazaki afirma será la última antes de su retiro. Un retiro ya amenazado otras veces, pero siempre temporal… Que ahora parece definitivo. No soy muy amigo de hacer predicciones de futuro, pero esta vez será una excepción: Hayao nos ha confirmado con esta cinta que no realizará nada más en su carrera en el cine de animación. Ha sido una despedida gloriosa, perfecta probablemente.
Y perfecta no porque El viento se levanta sea la mejor película que el director de Studio Ghibli haya realizado… cosa que no creo que sea así (se me ocurre alguna que podría superarla en cuanto a calidad). Es una despedida perfecta porque, si bien la cinta tiene cosas mejorables, ha llevado a las cimas más altas algunos aspectos del cine del director que quedan con un listón difícil de superar. No sólo eso, sino que Hayao ha construido, además, como si del avión definitivo de su carrera se tratase, su película más trágica (a pesar de incluir el mensaje positivo que tanto destaca) y más madura en cuanto a historia y realización.
Es algo que se debe, quizás, a tres factores: en primer lugar, la película deja de ser una fábula de aire infantil y trasfondo profundo (como podrían ser El castillo ambulante o La princesa Mononoke), o de ser una fábula de aire y trasfondo infantiles (como Mi vecino Totoro y hasta cierto punto Ponyo en el acantilado); en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, o al revés, la historia que se nos presenta es una historia real… o al menos, una historia biográfica con bastantes licencias en las que entraremos más tardes.
Por último, el otro factor que hace tan madura a esta cinta es no solo la historia que lleva el hilo conductor (una historia en dos vertientes: la de búsqueda de los sueños y la de búsqueda del amor), sino también los personajes que la protagonizan. Como ha ocurrido pocas veces en su cine, el personaje principal no recae en una mujer (vale que en Porco Rosso, en El castillo en el cielo o en El castillo ambulante, por ejemplo, tampoco suceda así, pero en ellas siempre hay una presencia femenina muy fuerte o en la que se enfoca la historia por determinados motivos), ni tampoco son niños quienes desarrollan la historia, salvo en el breve paréntesis inicial en que vemos la historia del protagonista.
Y quizás cabría ya hacer mención a quién es ese protagonista, un verdadero héroe para Miyazaki: Jirō Horikoshi, ingeniero aeronáutico japonés artífice, entre otros, de los cazas Zero de Mitsubishi tan utilizados en la Segunda Guerra Mundial. La cinta se basa en un manga del propio director que adaptaba libremente una obra de Tatsuo Hori… lo que llevó a que muchos elementos de la vida real de Jirō se hayan mantenido, siendo otros artificios que funcionan (como la historia de amor) y que se permiten porque la película no pretende ser una biografía. Ni mucho menos.
Es más, si hay que buscarle un objeto a la película es el del doble, o triple, mensaje que va desgranando. Hubo muchas críticas hacia ella en Japón por parte de varios sectores: los conservadores la tildaban de pacifista; los partidos de izquierda, de militarista e imperialista. ¿Y por qué tal incongruencia? Porque ahí está el error de Miyazaki: no se posiciona, y si lo hace, es sólo hacia el pacifismo (algo inevitable dado su pasado cinematográfico y sus convicciones). Los protagonistas están constantemente en la disyuntiva de cumplir su sueño de realizar aviones… pero sabiendo que se usarán para la guerra y serán emisarios de muerte. Un convencimiento que no les impide seguir construyendo sus creaciones (aunque se comenta que, en la vida real, el propio Jirō sí que abandonó el diseño de aviones por un sentimiento de “culpa”).
Es, además, un mensaje este que se repite constantemente, y que hemos mencionado más atrás: hay que buscar los sueños. En esta liza (si en el debate anterior era importante el personaje de Honjô, amigo de Jirō), cobra gran fuerza Caproni, un ingeniero italiano al que admira el protagonista y con el que tiene sueños compartidos en los que el otro enseña al joven Jirō el camino a seguir para alcanzar ese sueño. Y no sólo eso, sino que también le muestra el tercer mensaje de la cinta: la vida es lo más importante. Caproni llega a afirmar (algo que parece un guiño al retiro de Miyazaki) que los grandes inventores y artistas tienen que desarrollar toda su obra en diez años y luego, simplemente, vivir.
Esas secuencias oníricas son, desde el primer momento (prácticamente la película comienza con una de ellas) una de las cosas que más impactan de la cinta, y donde Miyazaki verdaderamente se luce. Me he topado aquí con alguna de las escenas con más fuerza de toda su filmografía, como la última que cierra la cinta, y que es sencillamente desgarradora. Maneja el japonés muy bien ese mundo de los sueños, explicándolo con ligereza y desde el punto de vista de los soñadores, pero sin hacerlo extraño o ajeno al espectador… y con unas imágenes, unos diálogos, y una banda sonora impecables.
Estos dos aspectos, diálogos y banda sonora, son otros de los aciertos de la película, claro está. Joe Hisaishi realiza una composición tan impecable como siempre, con piezas muy en su estilo y otras con influencias italianas más animadas, que recuerdan al trabajo que haría en Porco Rosso. No son estas las únicas reminiscencias a la cinta sobre el piloto italiano que encontramos en El viento se levanta, de hecho, como resulta lógico.
En cuanto a los diálogos, es cierto que destacan más en las escenas de sueños que en el resto, aunque también ayudan a que otros momentos de la película cobren una gran fuerza. Son, por ejemplo, escenas como aquella donde vemos a una Nahoko agotada y enferma apretando la mano de Jirō, que habla de su trabajo sin apenas enterarse de lo que ocurre. Cabría aquí además hablar del doblaje en castellano, muy acertado en algunas ocasiones (con Raúl Llorens doblando a Jirō, Claudi Domingo en el papel de Honjô, Alberto Mieza como el señor Kurokawa y, sobre todo, con el impecable Ricky Coello dando voz a un impresionante Caproni), y dejando bastante que desear en otras (en algunos secundarios, en las voces de Jirō y su hermana Kayo cuando son niños…).
Errores como los del doblaje resulta curioso ver que se dan más en la primera parte de la cinta, que podríamos dividir en dos mitades: una, la primera, con esa historia de la búsqueda de sus sueños por parte de Jirō; otra segunda, introduciendo la historia de amor entre Jirō y Nahoko, que sirve a veces como subtrama y a veces como trama principal, desarrollándose a la par que la historia de Jirō y su búsqueda. Mientras que la primera parte flojea en ciertas ocasiones, como en la construcción de un ritmo temporal caótico (no por desordenado, sino por demasiado rápido), la segunda parte tiene un nivel sobresaliente y al que pocas pegas se le pueden poner.
A todas estas virtudes hay que añadir, además, el trasfondo de la cinta, que si bien no es ni de lejos tan claro e incisivo como en otras películas de Miyazaki, también está presente. Hay un mensaje pacifista un tanto ambiguo, y por otra parte se realiza, en unas simples pinceladas, un retrato muy intenso y lúcido de la pobreza, que recuerda en cierto modo a La tumba de las luciérnagas de Takahata (aunque aquí no sea por la guerra, sino por el Gran terremoto de Kantō, que devastó Japón, y concretamente Tokio, en 1923).
Resulta curioso, asimismo, estudiar los personajes femeninos de la obra. No sólo no la protagonizan, sino que tampoco cumplen ningún arquetipo del director: no hay mujeres luchadoras, no hay jóvenes intrépidas entregadas a una causa, no hay niñas más o menos ingenuas pero valientes apoyadas por un hombre más sabio o mayor… Son personajes realistas, como los otros, y fuertes y bien construidos, pero en otro sentido: la hermana cabezota que quiere a su hermano mayor pero le regaña constantemente; la chica que lo da todo (y cuando digo todo lo digo literalmente) en pos de su amor… Sí, son personajes más humanos y cercanos que los que encontramos habitualmente, pero no por ello dejan de resultar extraños para ser de Miyazaki.
Por último ya es un imperativo categórico el resaltar lo importantísimo de la animación de la cinta. Si hasta ahora podía ser Arriety y el mundo de los diminutos la cinta de Ghibli con una animación más perfecta, El viento se levanta la supera sin muchos problemas, y se alza con ese puesto por completo (aunque aún no he visto El cuento de la princesa Kaguya, de Takahata, que se iba a estrenar de forma simultánea a esta, y de cuyo apartado artístico se hablan maravillas). El dibujo es claro, es preciosista, es detallado, es impactante, tiene un movimiento que deslumbra, y logra un impacto visual como pocas veces lo ha conseguido una cinta de animación. De matrícula de honor.
Como decía, tiene ciertos fallos que hacen que no sea la mejor película de Miyazaki. Y quizás tampoco atraiga a tanto público por su historia, a pesar de que salta las lágrimas en más de una ocasión (es una de las cintas de Ghibli más tristes y sentimentales que he visto). Pero sin duda, Hayao no podía haber realizado una cinta mejor para despedirse. Como si él fuera Caproni (algo que insinúa durante la cinta), nos ha regalado su proyecto más ambicioso y personal, y solo le queda retirarse ya, dejando atrás su imborrable legado.
Miyazaki se ha ido. Vivid.
Escribe Jorge Lázaro