Textura y factura de la imagen en movimiento
Una de las expresiones más corrientes y manidas para referirse al cine es aquella que lo define como una “fábrica de sueños”. Quizás algo de ello exista en lo mentado a su través, pues, aun cuando dicha expresión bordea el kitsch de lo retórico, nos permite articular dos de los aspectos más relevantes de la producción cinematográfica, a saber, su carácter fabril y su dimensión psicológica.
El interés teórico por el cine, de hecho, surgió al poco tiempo de haber comenzado como una novedad tecnológica. A comienzos del siglo pasado, por ejemplo, Hugo Münstenberg publicó su estudio The Photoplay. A Psycological Study (1916), una obra teórica en la que analizaba el cine enfatizando sus aspectos psicológicos.
Por ese mismo entonces y paralelamente al interés científico por las imágenes en movimiento, rápidamente se formó una industria que supo capitalizar comercialmente la novedad químico-mecánica y la encapsuló en una forma y estilo narrativo acorde con los propósitos comerciales que animaron a las primeras grandes productoras.
Aparecieron así las majors (1), compañías de producción cinematográfica conocidas como “grandes estudios“. El surgimiento de estas se tradujo en la aparición y consolidación de Hollywood —su lugar de emplazamiento— como el topos cinematográfico por excelencia, como una suerte de “Meca” de la producción fílmica.
A Hollywood arribaban, en ese entonces, los peregrinos que buscaban la consagración artística y comercial. Productores, directores y actores destacaban como los principales protagonistas en torno a la disputa por el control del ingente mercado de la creación y la entretención cinematográfica, dirigido a capturar las nacientes masas consumidoras.
Los escritores guionistas, en cambio, desempeñaban un papel más bien secundario; no obstante ser ellos, en muchas ocasiones, los principales responsables del éxito o fracaso de una producción.
En Barton Fink (EEUU – GB, 1991), los hermanos Joel y Ethan Coen abordan precisamente el periodo de auge del cine clásico de Hollywood, datado entre las décadas de los años veinte y cuarenta del siglo pasado. Y lo hacen a partir de uno de sus aspectos menos glamorosos: el de la creación de guiones por encargo.
Los Coen se adentran en la fábrica de sueños hollywoodense durante la época de su apogeo, esto es, la época del studio y star system (sistema de los grandes estudios y sistema de las estrellas). El motivo que les sirve de entrada a ella es el de la búsqueda de la materia prima, es decir, el de la caza y captura masiva de guionistas que alimenten la máquina productora de sueños.
Barton Fink (John Turturro), es un escritor de obras de teatro que ha alcanzado cierta notoriedad en Broadway. Luego de su último éxito en el teatro, le ofrecen la posibilidad de trabajar y de triunfar en Hollywood como guionista de un gran estudio. Fink se muestra escéptico ante el ofrecimiento en un primer momento, ya que el ambiente al que se verá expuesto allí no lo convence.
Él preferiría quedarse en Nueva York y continuar con su proyecto revolucionario de escribir obras de teatro para el hombre “de la calle” (el mismo hombre “de la masa” para el cual producen los grandes estudios, pero visto, en este caso, desde una óptica progresista: aquella que pugna por conseguir su esclarecimiento). Sin embargo, y a pesar de sus dudas, se atreve y emprende el viaje de conquista.
De esta manera, entonces, la película pone a su protagonista central en la archirecorrida senda del viaje heroico —viaje de crecimiento y superación— e insinúa, simultáneamente, aquella más específica de la gesta fundacional de la unión de los estados —los Estados Unidos—.
En efecto, pues, si bien el viaje de este héroe neoyorquino de las letras es —desde una perspectiva idealista— uno de conquista intelectual y artística de los territorios del lejano y salvaje oeste cinematográfico, dicha conquista deberá traducirse —desde una perspectiva comercial— en un exitoso ingreso al campo de la industria de la entretención, es decir, en una consagración “en” y “a la” Hollywood.
Fiel a los postulados del cine clásico narrativo —nacidos en el seno de la industria cinematográfica hollywoodense al amparo ideológico del sempiterno American dream (sueño americano)—, la película hace recaer sobre Fink, exitoso autor neoyorquino de obras de teatro y aspirante a “guionista a sueldo fijo” de Hollywood, el peso de un relato en forma de viaje de transformación y superación personal.
Conforme avance la historia, empero, dicho viaje se alejará cada vez más del esperable happy end. En el filme, la épica del éxito y del desenlace feliz, épica sustentada en los postulados de la narrativa imperante de los guiones del Hollywood clásico, industrioso y capitalista, se truncará paulatinamente en el mismo elemento de su gestación, esto es, en medio de la tensión entre el enervante ajetreo de productores-comerciantes y la exasperante inmovilidad del autor-artista.
Lejos de ir abriendo heroicamente el camino en pos de la realización de un sueño, el viaje de Fink se irá convirtiendo rápidamente en una progresiva ensoñación sofocante y paralizante, en una pesadilla artística y laboral.
En lugar de cumplir su anhelo de realización artística, vale decir, su íntimo deseo de escribir grandes obras para el hombre de la calle, Fink se verá inmerso en uno de los peores escenarios del escritor: el del franco bloqueo creativo, el de la pesadilla de la hoja en blanco.
Poética de la textura
Desde el punto de vista fílmico, dicho escenario es materializado por los Coen a través de una escasa presencia de planos generales y largos, planos que usualmente cumplen funciones explicativas, de rápida contextualización y que, por lo mismo, aclaran posibles sentidos de la trama al espectador haciéndosela más “digerible”.
Los pocos planos de este tipo que vemos aparecer lo hacen o bien como especies de enigmas o como símbolos a interpretar. Pero en ningún caso, por cierto, como una clara información dirigida a conformar una historia transparente y ordenada.
Así, por ejemplo, vemos —hacia el principio y hacia el final del filme— uno del mar estrellándose contra una roca solitaria en medio de la playa con un vasto horizonte de fondo. Vemos en otro a Fink de pie en medio de la decadente elegancia del vestíbulo del hotel Earle, maleta en mano contemplando taciturno su entorno inmediato. Vemos uno del largo y vetusto pasillo de la planta de la habitación en la que se aloja Fink, enfatizando el anonimato y la soledad de la que éste es preso.
Vemos, además, ya hacia el final, uno del caminar cansino y resignado de Fink por la orilla de una playa portando una misteriosa caja, un símbolo, quizás, de lo abyecto que pueden volverse las transacciones en el mercado de la entretención y de lo difícil que resulta no “perder la cabeza” en medio de la continua y feroz presión por alcanzar el éxito y el rédito anejo a éste.
Por otro lado, y en contraste con lo anterior, los planos detalle aparecen regularmente en la cinta a modo de mantras interpuestos para permitir una especial contemplación de los objetos contenidos en ellos.
Dichos planos serían, por su parte, aquellos que le otorgarían al filme una particular sintaxis basada en la repetida concatenación de elementos que encuentran un sentido a la luz de la pesadilla que va consumándose a lo largo de la historia.
Si bien ellos operan principalmente —cada vez que el lente se aproxima y penetra en los objetos por medio de acercamientos ópticos— como fundidos que enlazan distintas secuencias, su especial valor radicaría, no obstante, en el énfasis puesto en las respectivas texturas de los elementos por ellos destacados.
Dichos planos se transformarían, así, en especies de marcas y acentos de un determinado “fraseo narrativo”, de un particular ritmo en el montaje, apoyado por una enfática composición fotográfica y sonora, basada en un predominio de las texturas de los elementos y los sonidos asociados a ella. Un montaje o fraseo narrativo que, a la postre, resultaría ser un reflejo más del tono entre demencial y poético que contiene y sostiene la cinta en su totalidad.
Tanto la hoja de papel como el papel mural formarían parte, en este sentido, de una especie de “poética de la textura” que los Coen ponen en práctica para visualizar cinematográficamente el proceso de progresivo embotamiento y enajenación de un autor perdido en medio de la opulencia y prepotencia de la pujante industria fílmica de Hollywood. Opulencia y prepotencia encarnada en los personajes de Jack Lipnick (Michael Lerner) y Ben Geisler (Tony Shalhoub), los productores que esperan ávidos los frutos de Fink.
Factura de la imagen
El plano detalle y las texturas y sonidos implicados en cada caso vendrían en auxilio, pues, de un conjunto o “coro narrativo” reacio a la lógica de una causalidad lineal y transparente conforme a la cual explicar íntegramente la concatenación de las acciones sucedida en el plot.
La persistencia de la hoja en blanco y el siniestro sudar de los papeles murales, dos de los recursos estéticos más singulares del filme en este sentido, servirían al propósito de subvertir los cánones de la narrativa clásica del cine de Hollywood. Ambos elementos se transformarían en singulares piezas de una estrategia narrativa que privilegia el registro surreal para contar una historia de bloqueo y fracaso escritural, acaecida en medio del surgimiento y apogeo de este mismo canon.
A través de la realización de Barton Fink los Coen se suman a la serie de directores que, de una u otra forma, han reflexionado sobre el cine desde dentro del cine. Así lo ha hecho Wenders, por ejemplo, en El estado de las cosas (Der Stand der Dinge. Wenders, W., 1982, EE.UU – Portugal – RFA), película en la que destaca el papel de la fotografía como uno de los elementos fundamentales de la realización cinematográfica; Fellini lo hizo también, por su parte, en 8 y 1/2 (Fellini, F., 1963, Italia – Francia), cinta en la que celebra visualmente la crisis creativa de un director que carece de una historia que contar.
Sin embargo, la reflexión sobre el cine que realizan los Coen en Barton Fink omitiría, a diferencia de los recién citados ejemplos, el recurso de enseñar ostensiblemente la factura del mismo. El ejercicio que hacen en el filme sería, en este sentido, mucho menos deudor de una tradición “ilustrada” de la cinematografía —tradición que se enseña a sí misma a partir de la exhibición deliberada del set o la locación como lugares propios de su realización— que de una, por así decir, “oscurantista” —que disimula deliberadamente su factura a través de, por ejemplo, un marcado énfasis en las texturas de una imagen inteligentemente montada—.
Así vemos, pues, que en la cinta Fink, encarnación fílmica del autor y guionista entrampado, consigue desbloquearse en cierto momento del relato pero al precio de que este —el relato— renuncia a buena parte de la lógica de la narración clásica, esto es, a aquella parte que apuesta por una completa coherencia causal. La recompensa, es decir, aquello que compensaría dicha pérdida de coherencia total, sería, sin embargo, la del ensalce poético de las texturas de los objetos simbólicamente implicados en una trama intrincada y, no obstante, altamente envolvente.
La vida mental
En uno de los pasajes quizás más expresivos desde el punto de vista de una poética de la textura, la película nos ofrece un fundido de secuencias emblemático. En este los Coen hacen un sofisticado uso del lenguaje fílmico para plasmar aquello que es, tal vez, el tema central tras la historia de la cinta, esto es, el de la presencia latente del caos en todo acto creativo o autoral:
“Audrey (Judy Davis) es la pareja y secretaria personal de W. P. Mayhew (John Mahoney), un experimentado autor y guionista al que Fink ha recurrido en busca de ayuda para escribir su primer guión por encargo: el de una película de luchadores, típico ejemplo de producción de bajo presupuesto.
Desesperado por no dar con una idea que exponerle a Jack Lipnick, productor y dueño del gran estudio para el que ha sido “reclutado”, Fink telefonea a Audrey para pedirle un poco de ayuda. Tras esto, se citan en la habitación del hotel donde Fink aloja y trabaja.
Durante el diálogo que sostienen en dicha habitación, se descubre que Audrey es coautora, y quizás autora, de varios de los libros y guiones de W. P. Mayhew, su pareja y jefe. Fink se horroriza ante este hecho. Su ideal de artista independiente y creativo se viene abajo.
Audrey promete, no obstante, ayudar a Fink con lo del guión: sugerirle una estructura, darle un par de ideas principales, algo que baste para tranquilizar al productor. Luego de decir esto, Fink y Audrey, el autor y su musa, terminan haciendo el amor”.
Audrey aparecería aquí, pensamos, como una especie de “musa de emergencia” acudiendo en auxilio del autor bloqueado, el cual, posteriormente —en uno de los tantos sentidos posibles que evocaría este hecho—, se desbloquea a partir de la fusión con dicha musa inspiradora. Pero, ¿a qué precio realmente?:
“Enseguida vemos que la cámara abandona a Fink y Audrey tendiéndose en la cama. Ésta realiza lentamente un travelling enfocando distintos objetos en primeros planos: primero los pies y zapatos de ambos, luego la pared, una mesilla, una lámpara y un sillón; después ingresa al cuarto de baño en un plano general que lentamente termina convirtiéndose en un plano detalle del lavabo. Entonces lo enmarca en un picado y —siguiendo en travelling para luego ir a fundido— penetra a través del caño en un plano detalle de él. Este último se convierte entonces en pasaje —en un túnel donde se escuchan gemidos de placer y de dolor— hacia la próxima secuencia”.
En esta nueva secuencia —presumiblemente, la mañana siguiente— aun reverberan en un fuera de campo los gritos de horror de la secuencia anterior. En ella, sin embargo, el travelling es abandonado parcialmente para dar paso, ahora, al montaje paralelo entre primeros planos y planos detalle:
“En esta nueva secuencia vemos, al comienzo, un travelling en un picado hacia el rostro de Fink que en ese momento despierta por el ruido de un mosquito, luego vemos en un contrapicado un primer plano del techo, su textura, y un mosquito que merodea; luego otro del rostro de Fink y sus ojos siguiendo al mosquito, inmediatamente después uno de la espalda de Audrey. Luego, nuevamente, uno de Fink.
Enseguida vemos uno de la mano de Fink destapando parte de la espalda de Audrey y descubriendo el mosquito que está posado sobre ella. Otro del rostro de Fink amenazante. Uno nuevo de la espalda y del mosquito sobre ella. Luego un primer plano del rostro de Fink y un travelling hacia uno del detalle de sus ojos y cejas. Vemos entonces un plano detalle de los ojos y la frente de Fink montado paralelamente con uno del cuerpo del mosquito picando afanosamente la piel de Audrey.
Finalmente, vemos un primer plano final de la espalda de Audrey que, a pesar de haber sido golpeada con fuerza por la palma de Fink, permanece inmóvil; tras ello, y para cerrar esta secuencia de planos en paralelo, vemos uno de Fink asombrado mirando hacia un fuera de campo (en dirección al cuerpo inmóvil de Audrey) e inmediatamente después uno de la sangre saliendo a raudales por debajo del cuerpo de Audrey, derramándose sobre una sábana blanca”.
La cadena de asociaciones posible de extraer del montaje de las secuencias anteriormente descritas sería más propia de una edición que privilegia la evocación de ideas (2) por sobre la síntesis causal y coherente de acontecimientos.
Y es que los Coen conseguirían aquí no sólo narrar una secuencia de acontecimientos susceptibles de ser ordenados causalmente, sino también “condensar” simbólicamente los distintos planos y sus objetos. Por medio de una inteligente interposición de estos en el montaje y de la propia composición de cada uno, la película haría de este tipo de secuencias un ejercicio de evocación de contenidos y sentidos, susceptibles de ser extraídos desde la alta concentración simbólica repartida en el plano, sus elementos compositivos y la edición definitiva de estos en un conjunto narrativo abierto.
En efecto, la muerte de Audrey sería, dentro de un esquema narrativo lineal, transparente y convencional, algo relativamente inexplicable, ya que esta resistiría tanto la tesis de un posible suicidio como la de un homicidio. Sin embargo, esta misma muerte podría interpretarse no ya como un hecho causalmente determinado, sino como una línea más a seguir, como una voz más a escuchar, dentro de un conjunto o coro narrativo mayor.
Así, pues, la muerte de Audrey, entendida como la muerte de la musa, resultaría tan inexplicable —y, simbólicamente, paradójica— como el acto mismo de la creación. Acto que representa, a su vez, la contraparte exacta del bloqueo que sostiene el tenor de la cinta y que aparece, además, como un elemento central en torno a la construcción de la psicología del personaje principal, esto es, el motivo que articula su intimidad: la ofrenda que este desea hacer al hombre común y corriente.
El hombre de la calle
Fink ya ha conocido —al momento de la muerte de Audrey— al “hombre de la calle” en la figura de Charlie (John Goodman), su vecino de habitación. Y lo ha hecho en circunstancias más bien incómodas:
“Recién llegado a su habitación hacia el comienzo del filme, Fink se queja a la recepción del hotel por el ruido que escucha desde la habitación en la que aloja su vecino Charlie. Éste último es notificado de ello por el recepcionista. Luego de esto, Charlie ingresa en tono amenazante a la habitación de Fink. La posterior charla entre ellos, sin embargo, calma poco a poco los ánimos. Beben un trago. Charlie se disculpa ante Barton y se inicia así una especie de amistad en medio de la soledad y el anonimato reinante en el hotel”.
Charlie sería, desde el punto de vista del análisis aquí expuesto, otro de los personajes que subvierte los cánones del relato clásico. Sus repentinas y, en ocasiones, inmotivadas apariciones están en permanente tensión con una eventual línea principal de argumentación: la de una historia de evidente fracaso artístico en el contexto de la industrialización del cine.
Charlie desorganiza, por medio de sus permanentes apariciones, el orden propuesto a través de otros personajes como, por ejemplo, los productores Lipnick y Geisler. El mundo de estos últimos es, en comparación con el de Charlie, un mundo de luces y acción coronado por el éxito rimbombante. El de Charlie, por el contrario, es un mundo oscuro, ambiguo y difícil de determinar.
Sin embargo, tras la muerte de Audrey dicha ambigüedad e indeterminación se verá resuelta en otra serie de secuencias notables:
“Después de haber descubierto el cuerpo sin vida de Audrey, Fink entra en pánico y busca la ayuda de Charlie, quien, termina por retirar el cuerpo de la habitación. Al cabo de un tiempo, Charlie regresa con una pequeña y misteriosa caja que deposita sobre el escritorio de Fink.
Finalmente, nos enteramos, Charlie resulta ser un psicópata asesino y descuartizador: el despiadado Karl Mundt. Un par de detectives llegan al hotel en busca de Charlie/Karl a raíz de una serie de descuartizamientos ocurridos en los alrededores e interrogan a Fink.
Las respuestas de este dejan insatisfechos a los detectives. Fink es inculpado como cómplice del asesinato. Entonces, reaparece Charlie/Karl y, con él, toda la furia contenida en las sudorosas paredes del hotel, las que, finalmente, comienzan a arder”.
Así como Audrey podría ser vista como la musa que inspira y ordena las ideas para la creación por encargo, Charlie podría ser interpretado, por el contrario, como símbolo del caos mental que siempre acecha la cabeza del autor, esto es, como una especie de demonio inherente a la creación misma. En este sentido, vemos, ya hacia el final:
“A Charlie/Karl avanzando por el pasillo de la planta de la habitación de Fink. El pasillo ha comenzado a arder a medida que Charlie avanza por él. Se dirige resuelto a ultimar al segundo de los detectives —al primero ya lo ha matado de un certero tiro de escopeta, luego de haberse plantado frente a ambos desde el fondo del pasillo, evocando con ello un duelo de vaqueros—. Charlie corre y, mientras lo hace, grita y repite enfurecido:
—“¡Yo os enseñaré la vida de la mente!” (“I’ll show you the life of the mind!”)”.
Pero, ¿quién es realmente el destinatario de esta frase gritada y repetida de manera furibunda?: ¿los detectives que ven —desde su limitada perspectiva de personajes integrados a una determinada sucesión causal de acontecimientos— en Charlie a Karl, un psicópata despiadado?, ¿Barton Fink, el autor sufriente que cree vivir en medio de una fructífera vida mental y que ve en Karl a Charlie, su muy personal “hombre de la calle”? ¿o, tal vez, los espectadores, que podrían reconocer —desde una óptica derivada de un conjunto narrativo mayor— en Charlie/Karl tanto al hombre de la calle como al demonio de la creación artística y mental?
La escena del diálogo que ambos sostienen tras la secuencia descrita anteriormente vendría a confirmar la línea de interpretación esgrimida en el presente texto, cual es, la de ver en Barton Fink un ejercicio narrativo de múltiples niveles. La coralidad implicada en dicho ejercicio, es decir, la implícita presencia de una serie de voces, resonaría a través de distintas secuencias y escenas que interrumpen el curso de una historia de mero fracaso autoral en Hollywood. En dicha escena vemos que:
“Charlie/Karl entra a la habitación de Barton, quien permanece atónito tras lo ocurrido antes en el pasillo. En este contexto, Charlie/Karl toma la palabra:
Charlie/Karl: ( A Barton) Oh Dios, qué malvada es la gente (…) Dicen que estoy loco y
que le hago daño al prójimo. Pero, sinceramente, no es así. La mayor parte
del mundo me apena. Me revuelve las entrañas cuando pienso en lo que
tienen que pasar en sus vidas, en lo atrapados que están. Los entiendo. Me
compadezco de ellos. Por eso les ayudo a salir. Dios…sí, sí. Se
perfectamente cuando reina el caos allí arriba. Es un infierno. Por eso le
ayudo a la gente a salir de él. Me gustaría que alguien lo hiciera por mi
también. (Secándose la frente) ¡Oh Dios, qué calor que hace aquí!
Barton: Pero Charlie, ¿por qué yo?
Charlie/Karl: (A Barton, gritando) ¡Porque tú no escuchas!
(Pausa)
Piensas que conoces el sufrimiento. Que yo hago un infierno de tu vida.
Mira esta pocilga. Tú eres un turista que pasa por este lugar con su
máquina de escribir mientras que ¡yo vivo aquí! ¿entiendes?…Y tú te
metes en mi casa…y te quejas por el ruido que hago…
Barton: Lo siento.
Charlie/Karl: No te preocupes”.
Vemos, entonces, que Charlie se descubre ante Barton como un liberador de todos aquellos que permanecen mentalmente oprimidos; algo que, leído desde una de las perspectivas que nos permite elaborar la cinta, resultaría ser un expediente para hacer patente una de las tantas formas del fracaso creativo, en este caso, aquella forma “clásica“ o tradicional incapaz de concebir la existencia más allá de los típicos clichés en torno al hombre… de la calle.
De esta forma, pues, Barton Fink puede concebirse como un ejercicio de reflexión fílmica, de cine dentro del cine, que opera estilística y narrativamente al tender, por un lado, una red de complicidades con un espectador que reconoce en ella una serie de alusiones cinéfilas, literarias e históricas —materializadas en ciertas secuencias, personajes y en la estructura misma de la cinta— y, por otro lado, al ofrecer una de perplejidades para aquel que busca hilar coherentemente una única historia de desenlace transparente.
Es, en suma, una crítica y un homenaje fílmico a la textura y factura de la imagen en movimiento, en el contexto histórico del proceso de su industrialización.
Escribe Carlos Novoa Cabello
Notas
(1) Las cinco grandes o majors eran, a comienzos de los años treinta, Paramount, MGM, Fox, Warner Bros y RKO.
(2) Cercano al llamado montaje intelectual o de atracciones del formalismo ruso.