Academia Rushmore (Rushmore, 1998)

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A la búsqueda de unas nuevas formas narrativas

academia-rushmore-10Academia Rushmore (1998) es el segundo largometraje de Wes Anderson y en él se aprecia una evidente progresión respecto a su anterior filme, Bottle Rocket (1996), titulado en España Ladrón que roba a un ladrón y que en realidad alarga su primer trabajo en cine: el cortometraje del mismo título de 1994. Los 13 minutos de éste se han ampliado a 91.

El segundo largometraje es mucho más personal que el primero, hasta el punto de poder considerarlo como un esbozo de lo que será su obra posterior. Aquí aparecen pinceladas que preludian el personal de cine de Wes Anderson, un realizador inquieto, en busca de novedosas formas narrativas, dando la vuelta, en varios casos, al cine más tradicional y clásico. Su cine es indiscutiblemente personal, fácilmente reconocible en cualquiera de las películas que siguen a estos (en gran parte imaginarios) recuerdos escolares. Falso documento (como todos los documentos) o falso film biográfico, en las antípodas, por ejemplo, de la forma en que Truffaut nos expresa sus vivencias bajo el nombre de Antoine Doinel.

El cine de Wes Anderson es, ante todo, novedoso en su forma de narrar al buscar nuevas formas expresivas. El cine, en sus manos, se convierte en un juego que puede recordar, por momentos, la libertad creativa de la nouvelle vague (mezcla de tiempos y géneros, planos distorsionados dentro del relato, puntos de vista alternativos), mientras que  en el tratamiento del color y en sus estrambóticos/raros personajes nos acercaría al primer cine de Tim Burton (un realizador hoy bastante perdido).

Wes Anderson, el propio batiburrillo que señala sus películas preferidas, es el que aparece en sus filmes, donde además trata de subvertir tópicos, tal como ocurre en el que para mí es su mejor filme, El gran hotel Budapest. Ahí incluso se permite el cambio de actuaciones de algunos de sus actores al interpretar papeles contrarios a los que habían interpretado en otros filmes de contenido parejo.  

Nada menos que cinco son sus películas favoritas, tan dispares como la brillante Madame D de Ophüls; la didáctica La toma del poder por Luis XIV de Rossellini; la curiosa —y poca reconocida obra del cine negro de los años 70— El confidente, realizada por un director no muy importante, Peter Yates; la gran broma surrealista buñueliana El ángel exterminador; y la desasosegante La semilla del diablo de Polanski. Cinco títulos tan diferentes que ante todo sirven para expresar la propia y extraña disparidad del cine de Wes Anderson.

Nacido en Houston en 1969, se interesó desde muy pequeño por el cine. Con una cámara de súper 8 se iniciaba en la realización de una serie de películas caseras. Estudió en la escuela de St. John, que utilizaría como decorado para mostrar las andanzas del protagonista de Academia Rushmore, lo que en el fondo da al filme, al igual que ocurre en parte de su obra, unos ciertos tintes autobiográficos.

Estudió filosofía en la Universidad de Austin (Texas) donde conoció a Owen Wilson, quien colaboraría con él en sus primeras películas como guionista y aparece como actor en varias de sus películas.

Junto al cine, fue el teatro uno de sus grandes amores de Anderson desde la infancia. En la escuela llevó a cabo, ya, el montaje de varias obras escritas por él mismo. Y al igual que el protagonista de Academia Rushmore, Max Fischer, el superactivo Anderson se preocupaba más por realizar y promover actividades que por estudiar tal o cual asignatura. Genial o ingenioso es, al menos desde sus películas, la imagen que ha querido representar de sí mismo.

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Amigo de sus amigos, es capaz de conseguir un conjunto de personas que le acompañen en su trayectoria y que no le abandonarán, por el contrario le acompañarán sin dudas, ni temores, en los proyectos en los que se embarca. De ahí que algunos actores aparezcan siempre en sus filmes, aunque incluso sus papeles sean secundarios. Es constante, por ejemplo, la presencia de un divertido Bill Murray, llegando a dar en Life Aquatic una curiosa réplica, con otro nombre, de una de las figuras al parecer importantes en la vida del director, el comandante Cousteau (1910-1997), al que hace referencia siempre que puede en sus películas. Así ocurre en Academia Rushmore utilizando una frase suya como máxima de vida para sus protagonistas, al tiempo que la construcción de un acuario, en el filme,  se convierte en centro de una de sus tramas.

No es sólo Murray el que recorre su obra, también otros actores en papeles, o momentos, episódicos. Es la forma de avalar con su presencia la película del compañero. Y es que el cine de Anderson tiene algo de cine entre amigos, realizado por ellos, para ellos y desde ellos. Un cine en compañía, una especie de cooperativa a la cual cada vez se van uniendo cada vez más personas llegando a crear la gran factoría Anderson. Es lo que propugna (la necesidad de crear grupos), el protagonista de esta Academia Rushmore, pero eso sí, siempre coordinados, dirigidos por él, en definitiva por el propio realizador, dinamizador y jefe de todo cuanto se ponga en marcha.

Se parece a lo que ocurre en el cine de Woody Allen, donde actores y actrices se proponen como candidatos para intervenir en los títulos que va a realizar. En un trabajo de equipo, amigable y entregado, parecen coincidir el neoyorkino y el texano.

Por el cine de Anderson (con tan sólo ocho largos y también algunos cortos, en realidad no tan cortos, en casi veinte años) han pasado, entre otros, Jason Schwartzman, a quien no sólo dio el protagonismo de Academia Rushmore sino que sentó las bases de su posterior encasillamiento interpretativo, Bill Murray (siempre presente en sus películas), Olivia Williams, Gene Hackman, Anjelica Huston, Ben Stiller, Gwynett Paltrow, Adrien Brody, Natalie Portman, Bruce Willis, Edward Norton, Frances McDormand, Ralph Fiennes, F. Murray Abraham, Willem Dafoe, Jeff GoldBlum, Harvey Keitel, Jude Law… Grandes actores, sin duda, a los que había que añadir apariciones especiales, sin acreditar, de otros profesionales del cine, entre los que se cuentan algunos realizadores.

Los rodajes de Wes Anderson se presuponen como una reunión de amigos en los que todos se lo pasan muy bien. Producciones, si no fuera por su reparto (caso de El gran Hotel Budapest), fácilmente propuestas, o venidas, desde el cine indie (independiente) norteamericano, tratando de burlar a la gran industria y vendiendo las películas como personales e intransferibles desde otras formas de realización o producción.

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De su factoría pueden salir, y de hecho lo hacen, directores, actores y guionistas que se han iniciado con él. Es el caso, entre otros, de Owen Wilson, de Jason Schwartzman o el de Noah Baumbach.

Este sentido de cine entre amigos y de búsqueda de la originalidad expresiva es la gran aportación del cine de Anderson, pero quizá también el peligro que puede volverse contra su obra.

Tiene algo claro y lo ha dicho en alguna ocasión: “Quiero no repetirme”. Consciente de que no siempre lo consigue, al seguir toda su obra fiel a su personal estilo, añade: “Al parecer lo hago, el repetirme, continuamente”.

Se repite, y no se repite, más bien ocurre que sigue fiel a unos métodos en los que va introduciendo variantes.

Academia Rushmore sería, dejando aparte su anterior película, el inicio de esa obra, que busca saltar por encima de lo ya hecho. Lo propuesto se encuentra expuesto aún de forma tímida pero para nada el filme se ajusta a modelos establecidos.
Es una historia sin historia a lo largo de unos meses de un curso escolar.

Max Fischer, el protagonista, está a punto de pasar a la Universidad (Jason Schwarzman, el actor que interpreta el personaje, tenía entonces 18 años) pero lo va a tener difícil. Sus notas no son buenas; ahora bien, si no fuera por su labor en el colegio donde se encuentra no habría actividades. Es el número uno en todo. Su obsesión es crear nuevas opciones de trabajo y ser él, en todas, el presidente, jefe o director.

No hay nada con lo que no pueda. Será mal jugador o atleta en tal o cual deporte pero eso no será obstáculo para llevarlo a cabo. Todo lo que se lo propone lo consigue mientras, claro, sea el alumno querido por todos… menos por unos cuantos que no quieren saber de sus actividades, bien porque le envidian, bien porque son unos indeseables o simplemente porque nunca se ha fijado en ellos, y se sienten heridos, para entrar en tal club, obra o actividad.

Es el caso de aquél que le pega o conspira contra él hasta que Max le ofrece trabajar en una de sus obras de teatro.

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Max Fischer tiene rasgos (ególatras) del propio Wes Anderson. Es un genio al que nadie puede resistírsele, aunque en realidad sea un inmaduro. Intelectual pero inmaduro. Es la imagen de los posteriores personajes de su cine. Sean niños, jóvenes, adultos. Unos y otros, inmaduros o no, son niños movidos por un momento impreciso, una idea o un ser que, engreído de un amor profundo, va en busca de grandes hazañas.

Aquí, su protagonista, lector incansable, enciclopedia viviente, se deja llevar por una frase de Cousteau que encuentra escrita a tinta en el mismo libro de Costeau. Max tiene que conocer quien ha osado ensuciar (eso sí, con letra muy bonita) esa obra sagrada. Una búsqueda que  le llevará a dar un vuelco a su vida hasta el punto que será expulsado del colegio: lo ha escrito una profesora del colegio (en realidad era un libro suyo, que ha entregado para la biblioteca del centro) de la cual Max se va a enamorar. Pero es clara la diferencia de edad entre ambos y el lógico rechazo de ella.

Max, el engreído Max, en realidad, elevado a rey del universo, ha hecho de su mundo una mentira. Es imposible que su genialidad admita un padre que es un simple barbero. Por eso en todas partes habla del gran neurocirujano que es su padre. Una historia surgida de otra: de la misma profesión de su padre, que también se preocupa de las cabezas.

La narrativa personal de Anderson aparece en los letreros sobreimpresionados dando cuenta de las actividades de Max, en los primeros planos de miradas al espectador, así como en —aunque aquí todavía no de forma exagerada— la utilización de colores brillantes, la distorsión de algunos planos, los insólitos encuadres, las elipsis arriesgadas, los movimientos de cámara en panorámicas laterales para darnos la relación, diálogo y colocación de los distintos personales, la sucesión de cortas escenas con saltos de unas a otras y la necesidad de que el espectador deba ir cerrando la narración.

Si los jóvenes en esta película, y en todo su cine, son inmaduros (ya sean o no geniales), los mayores son también inmaduros (y claramente infantiles) en sus reacciones y relaciones. Es caso más claro es el del millonario Blume (Bill Murray), alguien que ha llegado arriba a base de lucha: “no olvidéis que en este colegio la mayoría son ricos, a los otros digo pasar por encima de ello. Nunca dejéis que os falte el valor”, dice más o menos en el acto de inauguración del curso, ante el asombro de la mayoría y el único aplauso de Max.

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Blume —rico pero totalmente insatisfecho en su vida personal y, probablemente, profesional— ha fracasado en su matrimonio y sus dos hijos son dos tarados (al final irónicamente se nos dice que van a ingresar en el ejército), sin poder olvidar su estancia en Vietnam y ahora encuentra en el (poco veraz) Max ese hijo que no tiene e incluso ese ser que él no pudo ser.

Las relaciones y situaciones de las personas se entrecruzan, se repiten. La profesora, Rosemary (Olivia Williams) perdió a su marido del que estaba muy enamorada, y Max, a su vez (“ambos nos encontramos un tanto huérfanos”) cuando era muy pequeño perdió a su madre. Max se siente atraído por Rosemary, al igual que le ocurre a Blume cuando la conoce. Max es mentor de un chico del colegio que quiere imitarle, mientras que Max mira en Blume al hombre con poder capaz de dar todo el dinero que haga falta para unos proyectos utópicos.

Juegos de amores, de desilusiones, de desencuentros y encuentros. En el colegio público donde debe recabar Max después de haber sido expulsado del colegio de élite, deberá hacerse un nombre y, ante la indiferencia de unos estudiantes muy diferentes (¿del orden —falso— pasa al desorden —aparente—?) o no tanto: sólo hay que conocer sus apetencias. No les interesará crear un club de esgrima pero sí un equipo de baloncesto o de rugby o de otra cosa. Y unos y otros pueden interesarse, faltaría más, por el teatro.

Desde ese colegio, más acorde con su posición, Max comenzará a reconstruir su verdad y, al final, incluso conseguirá ese gran acuario, que desde Cousteau llega a Rosemary.

Una verdad que comienza por reconocer a su padre como barbero. Congratularse con Blume, quien conocerá al padre de Max, encontrar su amor en una compañera de curso, tan activa e interesada como él en algo más que estudiar una asignatura. Ese Max bamboleante que tan pronto, dependiendo de dónde sopla el viento, niegue el latín hasta que lucha porque sea obligatorio en el colegio, va asentándose en la vida, creciendo y experimentando.

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La frase de Cousteau, que le lleva hacía Rosemary, parece ser uno de los modelos en los que se instaura Mas Fischer-Wes Anderson: “Cuando un hombre puede llevar una vida excepcional no tiene derecho a guardarse para sí mismo”. Una máxima que parece encerrar ambas vidas, como también la siguiente frase que se dice en uno de los diálogos entre Max y Rosemary: “Hay que encontrar algo que nos guste para hacerlo el resto de nuestras vidas”.

Y eso, el cine, el contar historiar, el tratar de buscar nuevos mundos y formas, es lo que está haciendo este mago llamado Wes Anderson, quien sin duda ama el arte en toda su extensión. Sus jóvenes —aquí y en la mayor parte de su cine— parecen salidos de la obra de Salinger El guardián entre el centeno, con unos personajes que recuerdan al neoyorkino de 16 años Holden.

Y, por supuesto, las referencias cinematográficas también se encuentran en su cine. En Academia Rushmore las dos obras de teatro que escribe y dirige el inquieto Max hacen referencia tanto al cine policiaco como al bélico (con escala, claro, en Vietnam). En la primera se habla de Serpico y se entrevé El padrino; en la segunda, entre otras alusiones, está la de Apocalipse Now.

Esta última representación llevada a cabo en el colegio público donde ahora estudia Max (la anterior tiene lugar en el colegio de élite de donde fue expulsado), sirve para unir a todos los personajes y dar fin a sus problemas. Es una unión purificadora de la que sólo se ausenta (porque sobra, naturalmente) el anterior enamorado de Rosemary (Peter, el doctor). Están allí todos sus personajes para aclamar al manipulador de la historia, Max. Le aplauden, le vitorean. En primera fila su padre, orgulloso de su hijo. Todos orgullosos y felices de dar el visto bueno a un joven prodigio que será capaz en el futuro de hacer grandes cosas. Y hacer felices a muchos. Entonces, cuando hizo esta película, Wes Anderson tenía 30 años. Su segunda película le lanzó a un estilo y una forma personal. Narra historias que al fin y al cabo son historias de ficción, dentro de la realidad. No es la vida sino una representación.

No sólo han sido representación las dos obras que ha preparado en sus centros Max, también, uniéndose a ellas, es obra (aunque cinematográfica) esta Academia Rushmore que se cierra… como las representaciones de aquellas dos representaciones: con el cierre de unas cortinas que indican que la función ha terminado. La función que acabamos de ver donde los personajes juntos y contentos bailan por haber solucionado, en parte o en todo, los problemas que tenían, por sentirse felices por los éxitos obtenido personalmente o los obtenidos por sus amigos o familiares, por haber encontrado el amor, la amistad y también… por haber terminado felizmente la película en la que intervenían.

La ficción ha dado paso a la realidad. Las luces se encienden y el espectador vuelve a su mundo repleto de gente igual o distinta a Max, Rosemary, Blume o cualquiera de los personajes que pueblan el mundo de esta curiosa, y por momentos sorprendente, Academia Rushmone

Escribe Adolfo Bellido López

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