Rectificar (a medias) es de sabios
Releyendo la crítica que un servidor hizo en 2009 de esta adaptación cinematográfica del cuento de Roald Dahl, admito que nuestro homenajeado Wes Anderson consiguió en su tiempo producirme sentimientos encontrados. En un segundo visionado de la misma, puedo decir que esas sensaciones no se han desvanecido del todo, pero la mejor comprensión de la obra del niño prodigio de Texas ayuda a ser más condescendiente con él y más crítico con mi interpretación primaria, eso sí, sin renunciar a lo fundamental de la misma.
En lo que respecta a la película, por un lado, es inevitable reconocer su atrevimiento técnico y su gracia: en una época en que lo más fácil era recurrir al ordenador para elaborar entretenimiento en 3D con rostros que —por entonces— resultaban casi clónicos, Wes Anderson se decantó por el clásico stop motion en su variante más tosca (12 animaciones por segundo en lugar de 24) en lo que no se sabe muy bien si fue un ejercicio de autoafirmación estilística o una boutade esnobista. El resultado era algo muy alejado de por ejemplo, la exquisitez de movimientos de Los mundos de Coraline o La novia cadáver, por citar sólo dos ejemplos realizados por alguno de los animadores de Mr. Fox, pero que no desmerecía un resultado compensado por la excelente fotografía, los magníficos decorados y el grado entre caricaturesco y realista de las marionetas del film.
La elección del stop motion fue, en aquellos años, un original atrevimiento, dado que no se había producido ese amago de hastío hacia la animación por computadora que parece surgir estos días, donde las productoras como Aardman, Laika o Cartoon Saloon —algunas ya venerables, pero tardíamente reconocidas— huyen del teclado para refugiarse en la expresión manual o el tacto del lápiz.
Sin embargo escoger esa opción artística no fue casual; lo cierto es que Anderson estaba muy ilusionado —por no decir obsesionado— por llevar a cabo una especie de homenaje a uno de sus filmes de animación favoritos, Le Roman de Renard (El Cuento del Zorro, de Ladislas Starevich, que utilizó marionetas fabricadas con auténtica piel de animales), y de paso rememorar los gratos momentos que Roald Dahl le hizo pasar con el primer libro de su infancia. Así que con esa especie de tozudez de niño mimado por la industria, llevó a cabo su empeño plasmando esas sincréticas obsesiones en un proyecto que se dice tuvo más de capricho cinéfilo que de obra planificada y madura.
Rumore, rumore
Puede llegarse a tal conclusión de un modo apresurado cuando uno se entera de los más que difusos rumores que sugieren que Anderson apenas pisó el estudio de animación, y que dictaba las órdenes por correo electrónico, pero lo cierto es que muy al contrario de lo que se sugiere, el realizador de Houston tuvo una implicación casi enfermiza con su película desde el principio, y el hecho de trabajar con correo electrónico fue una necesidad impuesta por las necesidades del rodaje.
Tal y como lo explica Anderson en una entrevista sobre el making of del filme en lahiguera.net: «Realizar este tipo de película conlleva un largo proceso y centrarse en cada detalle. Hay que tomar un millón de decisiones, muchas más que en una película de actores reales porque hay que fabricarlo todo. No tomas una decisión de repente sino que lo vas haciendo plano a plano, y aquí todo resultaba mucho más complicado. Entonces, la mitad del proceso de realización de la película fue decidir cómo hacerla y cómo manejar toda la información, además de asegurarnos de que plasmábamos en la pantalla lo que realmente queríamos, porque había 29 unidades que trabajan al mismo tiempo. Y eso es de locos. Estoy acostumbrado a trabajar con una sola y esto ya es normalmente insoportable».
Por eso, se diseño un sistema de correo electrónico para estar en 29 sitios a la vez y no pasar por el tedioso proceso del fotograma a fotograma, un tipo de expresión artística sólo apto para elegidos, herederos de la paciencia del santo Job:
«Normalmente yo recibía todo lo rodado ese día entre las 11 pm y la medianoche, y entonces enviaba por e-mail mis observaciones al equipo de Londres», recuerda Anderson. «Después, por la mañana, en Londres visionaban el material rodado el día anterior y revisaban mis notas, y luego me escribían o me llamaban para decirme cuál era el plan de rodaje. A continuación, el equipo londinense se dirigía a los distintos platós y preparaba el trabajo. Cuando había que hacer una toma nueva, yo recibía un e-mail con las imágenes, y me ponía en contacto con ellos para trabajar entonces sobre la planificación, definiendo con precisión el tipo de lente de las cámaras y la posición de éstas. Lo establecíamos y pulíamos todo, y de nuevo lo revisábamos de principio a fin. También disponíamos de un software por el cual yo podía mirar a través de la cámara que quisiera de cualquier unidad, y de esa forma podía ver lo que la cámara estaba viendo en cada unidad a través de una señal en directo. Resultó muy eficaz».
Puede parecer evidente el hecho de que construir una película en stop motion resulta un trabajo titánico. Pero es que Anderson no se relajó lo más mínimo en la preparación de la misma. Cuando hablábamos de «obsesión» con la película lo hacíamos con conocimiento de causa: Anderson no sólo se reunió con la viuda de Roald Dahl para solicitar su premiso de adaptación del filme, sino que vivió en casa del difunto durante el tiempo suficiente como para empaparse de su personalidad, al menos en los aspectos estéticos que pudiesen conformarla. Posteriormente, trasladó todas esas impresiones a la película, dotando al señor Zorro de la idiosincrasia del propio Dahl, en una suerte de homenaje muy bien acogido por la viuda y su familia.
¿Una película para niños o para adultos?
Pero dejando aparte las maledicencias, como hemos visto, de escaso fundamento, iniciaremos nuestro análisis crítico tomando un poco de distancia sobre el filme, que sin duda tiene su encanto y se deja ver sin esfuerzo.
Para ello haremos por situamos en la perspectiva de un niño que la contemplase: podemos imaginar que muchas de las andanzas del señor zorro le resulten incomprensibles, más centradas en una vida familiar un tanto desabrida y en un egocentrismo rampante que en las aventuras que se presuponen a un film para niños. Este es un hecho que no tiene por qué anotarse en el debe de una película que quizá fuese destinada a un público adulto y sólo fuese infantil en apariencia. Pero resulta que desde la perspectiva de un adulto se tornaba igualmente inane: prueben a trasladar el argumento a una película convencional e intenten imaginarse que pensarían de algo tan simple como reiterativo.
No, Wes Anderson no consiguió su propósito de construir un entretenimiento dual: retomó el papel de cineasta pretendidamente apologético de ciertas facetas de la personalidad humana —personajes inadaptados, crípticos, en ocasiones psicóticos— que tan desiguales pero exitosos resultados le dio en sus anteriores películas y esta vez no pasó de elaborar un relato confuso: no sabemos si el hijo de los protagonistas daba pena o producía rechazo, si su sobrino era un pedante insufrible o un exquisito adolescente, si el señor Zorro pasaba de ser un inconsciente a un héroe o era un héroe que acababa derrotado por un consumismo inconsciente; en ese sentido, las escenas finales del filme resultan como mínimo poco edificantes, pero quizá tampoco Anderson buscara moralizarnos en absoluto.
Lo cierto es que entre tal desequilibrio argumental dudamos mucho que pudiera sacarse algo en claro más allá de ocasionales chistes afortunados.
En una palabra, que la película pudiera satisfacer a los niños que buscasen tan sólo un poco más que simples persecuciones y animales parlantes o a los adultos que entre tanta refriega quisieran encontrar un guiño de complicidad.
Obtener ese equilibrio es dificilísimo; quizá Anderson no lo consiguiera porque ha dejado en parte de ser un niño pero no llega todavía (ni falta que le hace) a ser un adulto. Lo curioso, lo paradójico, es que hallándose como se halla entre esos dos mundos no alcanzara a mostrar la perspectiva privilegiada que los concilie, sino a presentar un pastiche de sensaciones no siempre desafortunadas e incluso en ocasiones verdaderamente ocurrentes, pero que dejaban una sensación de superficialidad poco acorde con el prestigio de su director, y sobre todo, con el del literato en cuya obra se inspiró para llevar a cabo esta obra.
Pero como he sugerido al principio, una segunda aproximación a la cinta años después me hizo ser más comprensivo, menos crítico: también puede ser que Anderson simplemente fuese coherente consigo mismo y yo no acabase de comprenderlo.
Sus películas son un canto a la inadaptación, un retrato de seres desvalidos y problemáticos y una sutil crítica hacia comportamientos sociales y culturales no por asumidos menos ridículos.
Puede que el señor zorro y su familia no fueran unos consumistas compulsivos, que hallaban la liberación en la normalidad impuesta por las sociedades industriales; quizá, como sujetos que pedían auxilio, sólo lo obtuviesen adaptándose a una cultura enferma. El mérito de Anderson reside en mostrar esa patología social sin dramatismos, sin estridencias y sin impulsos moralizantes. En ese sentido, no hay mejor formato que la caricatura, no mejor camino que el del humor y el sarcasmo, y no hay muestra mayor de talento que hacer todo eso sin que se note que se está haciendo.
Puede suceder, sin embargo, que algunos no hubiésemos cultivado la capacidad de reírnos de nosotros mismos o la habilidad para desentrañar un humor inteligente y mordaz. Valga esta crónica como desagravio.
Escribe Ángel Vallejo