Tres perros en las afueras
Retorna Wes Anderson al mundo de la animación y lo hace de nuevo con una película sobre cánidos, empleando otra vez la técnica del stop motion con marionetas de gran nivel de detalle.
La diferencia es que esta vez los protagonistas son perros, y no zorros, y que se ha optado mayoritariamente por los 24 fotogramas por segundo en lugar de los 12 que empleó hace nueve años. Eso da un nivel de animación mucho más afinado y realista, y también, por supuesto, requiere del doble de tiempo para conseguir el resultado final. Así como en Fantástico Sr. Fox Anderson requirió de 29 sets de rodaje, ahora fueron necesarios 43. Mientras en 2009 el director se sincronizaba con cada uno de ellos mediante emails, ahora lo hacía por Skype.
El resultado es, como cabía esperar, estéticamente superior. El de Houston no ha renunciado a sus obsesiones, como el empleo de pelo natural para los animales y el de realizarlo todo de un modo absolutamente artesanal (sin máquinas articuladas o infografía), pero ello no redunda, contrariamente a lo que cabría esperar, en una mayor calidad artística.
El problema reside en que el esteticismo lo impregna todo, en efecto, con esa querencia por la simetría, ese gusto excesivo por el detalle, esa conseguida sensación de que cada objeto en pantalla se puede tocar… pero la pobreza de la historia no casa con el barroquismo de la puesta en escena.
Anderson ha construido un cuento clásico aderezado con elementos contemporáneos, muy típicos de su filmografía: los personajes dolientes, atormentados, las familias desestructuradas, la sociedad opresiva, los amores casi mecánicos en su cortejo decimonónico… y esa extraña narración en la que la historia no avanza por sí misma si no es con la ayuda de las explicaciones de los personajes.
Cualquier otro que hiciera esto sería tachado de torpe contador de historias; Anderson ha hecho de esa torpeza un estilo, un recurso naif que consigue sorprender por atrevido e inesperado en un creador de élite.
Esta paradoja se muestra también en el tipo de público objetivo que podría disfrutar de sus películas. Tanto Fantástico Sr. Fox como Isla de perros son obras de animación protagonizadas por animales, con un desarrollo típico, moraleja y un final fácilmente esperable. Son estos casi todos los elementos que podrían convertirla en una película infantil.
Sin embargo, a lo largo del metraje se incluyen suficientes escenas enigmáticas o inquietantes (cuando no palabras malsonantes y escenas de crudeza no sólo simbólica) como para pensar que nos hallamos ante un nuevo truco escénico: Anderson dirige sus filmes al niño que los adultos fuimos, no a los niños que un día serán adultos (como sucede en los cuentos clásicos).
Pero como película adulta, excepción hecha de algunas escenas realmente logradas, del recurrente humor negro y de su belleza estética innegable, tampoco cumple con todas las expectativas.
El apartado de crítica social (siempre desde la particular cosmovisión de Anderson) resulta tan inocente como su estructura narrativa… pero ¡ay!, no parece que en este sentido sea ocurrente aplaudir tópicos infantiloides sobre marginación social, los pogromos o manipulación mediática, sencillamente porque son temas que pueden tratarse con un poco más de originalidad y profundidad si realmente nos dirigimos a adultos, eludiendo el tópico conspiranoico.
El asunto de los personajes muestra también un descuido notable: los secundarios están muy poco definidos (de hecho la película parece deshacerse de ellos durante gran parte del metraje para que no molesten en el desarrollo de la acción) y los personajes femeninos cumplen con todos los roles clásicos imaginables: resignación, heroísmo subrogado hasta la verdadera aparición del héroe masculino, pureza, maternidad…
Por último, si a alguien sorprende el encabezado de esta crítica debe decirse que, como en la película de Martin MacDonagh, en Isla de perros hay dos personajes que sufren un cambio incomprensible al final del metraje. Lo que en la película protagonizada por Frances McDormand acababa por arruinar el atractivo planteamiento principal, aquí parece sencillamente un giro coherente con el ya mencionado estilo de adaptar una película adulta al supuesto espíritu infantil.
Sin embargo, un estilo paradójico no puede justificar un cambio ilógico, sobrevenido: hasta las aporías tienen su estructura, consistente en llegar a una contradicción mediante la aplicación de las reglas racionales. Si somos coherentes, nos conducen a un callejón sin salida, y eso no es lo mismo que arriesgarse a perder la coherencia por simples necesidades del guión.
No debe engañarse al espectador dado que como mínimo, éste estará en su derecho de considerar el engaño una mala resolución de la trama.
Isla de perros tiene muchas virtudes estéticas. Supone una fiesta para los sentidos y arranca alguna complicidad con el espectador, que no puede negar la validez de algunas ocurrencias argumentales. Sin embargo, acaba por denostar todo el esfuerzo material con una pobre elaboración espiritual. Anderson hará bien en explorar todas las vías de su original estilo. Para ello, debiera dejar de recorrer siempre las mismas.
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