Los Tenenbaums, una familia de genios (The Royal Tenenbaums, 2001)

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Fecundar el caos

tenenbaums-10Quizás ver el cine de Anderson represente, para un tipo de espectador acostumbrado a la lógica transparente y causal del cine clásico hollywoodense, un acto más bien intuitivo dirigido a dilucidar —a posteriori— los posibles desarrollos dramáticos y temáticos contenidos en la película vista previamente.

Premunidas de un elaborado diseño de producción, las cintas de Anderson suelen estar hechas sobre la base de una imagen que conjuga, por ejemplo, el anacronismo de objetos, de situaciones y de personajes con la sofisticación de una puesta en escena minuciosamente planificada.   

A través de sus filmes, Anderson lleva el cine a una de sus tantas posibles dimensiones estéticas mediante una concienzuda construcción de espacios fílmicos que sintetizan y exponen, en cada uno de sus encuadres, planos y secuencias montadas, la peculiar lógica de un modo de sentir y de pensar “otro”, extraño a la lógica del sentir y del pensar convencional.

En sus películas vemos cómo el tiempo, el espacio, el movimiento y la trama se articulan bajo los modos específicos de su cinematografía —en tanto encuadre, enfoque, desplazamiento, montaje…— en pos de la construcción y mantención de un determinado tono ambiente acorde con el desarrollo de la o las historias implicadas en cada relato.

Curiosamente, el creciente barroquismo del espacio fílmico andersoniano, espacio cargado de elementos legendarios, literarios y populares, es equilibrado por medio de una especie de minimalismo en el control del empleo de los medios de su producción. Los mundos andersonianos aparecen, así, como singulares productos de un ejercicio de control cósmico dirigido a domesticar fílmicamente un caos o un absurdo seminal.

En efecto, cada una de sus cintas, desde sus primeras comedias dramáticas de crecimiento (coming of age) Ladrón que roba a ladrón (Bottle Rocket, 1996, EEUU) y Academia Rushmore (Rushmore, 1998, EEUU), hasta sus ya más estéticamente elaboradas narraciones de formas de existencia “otras” —de seres y acontecimientos que aparecen en abierto contraste con aquellos determinados como normales o habituales—, lleva la impronta de una cinematografía dirigida a hacer fecundar estéticamente el absurdo o lo extraño que habita en cada orden impuesto como normal.     

Así lo vemos, por ejemplo, en Life Aquatic (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004, EEUU), un paródico homenaje al documental animalista de los ochenta en el que la caza de un mítico tiburón sirve de trasfondo al drama de la búsqueda de una familia y una existencia plena.

Lo vemos también en Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012, EEUU), cinta en la que se expone la historia de un amor precoz e incondicional en medio del ambiente claustrofóbico e hiperconservador de una isla británica durante los años sesenta.

Y volvemos a verlo, por último, en El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, EEUU, Reino Unido, Alemania, 2014) historia que repasa, al modo de un híbrido biográfico-legendario, parte de la historia europea de entreguerras, sumergiendo al espectador en un juego de tiempos y espacios.   

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El umbral de la fascinación

El cine de Anderson es, pues, un bien cuidado mecanismo de acción y de fascinación. Dueño de un especial talento para la creación de atmósferas que lindan con lo absurdo o extraño, Anderson ha producido algunas de las más notables películas del cine independiente norteamericano de la última década, el denominado indiewood (1).

Sus historias y personajes son tan rebuscados en su concepción como insólitos en su representación y desarrollo. Y lo son en tal medida, que, si hay algo que caracteriza el cine andersoniano para algunos teóricos cinematográficos, es lo raro, lo quirck que habita en él (2).

Próximo a la lógica del juego en la que el azar irrumpe siempre dentro de determinadas reglas preestablecidas, la cinematografía de Anderson se presenta, temática y estéticamente, como un sofisticado artefacto o artilugio ideado para hacer que el espectador se mueva en el umbral en el que se mezclan la lógica de un mundo convencional, por un lado, con la de otro extraño y fascinante, por otro.

En este sentido percibimos, por ejemplo, el empleo de una cámara que se desplaza pulcra y controladamente como si registrase la vista de un laboratorio o de una cuidada casa de muñecas. Una cámara que enseña la anacronía de ciertos objetos junto a la contemporaneidad de otros por medio de una imagen que mezcla en su composición elementos artesanales y digitales y que remarca, a su través, el carácter híbrido y liminar de esta cinematografía que acerca y que distancia, simultáneamente.

Cinematografía de encuadres que van súbitamente del primer plano de un rostro o un objeto al plano más general en el que está presente dicho rostro u objeto, o viceversa.

Un cine de travellings radiográficos que muestran el acontecer simultáneo dentro de un barco, una casa o un tren y que ofrecen, desafiando y fascinando la mirada espectatorial por medio de una acumulación de perspectivas, una serie de mundos que conviven paralelamente.

Cinematografía de montajes elípticos que nos mueven en minutos a través de los años sumergiéndonos en los problemas de seres que comparten una historia y vida familiar.

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La leyenda urbana

Así precisamente nos lo ofrece Anderson en Los Tenenbaums, una familia de genios (The Royal Tenenbaums, 2001, EEUU), su tercer largometraje y primera obra en la que presenta sus rasgos más característicos desde el punto de vista narrativo y audiovisual.

En efecto, en esta cinta Anderson se encarga de tramar, en menos de diez minutos y mediante dos secuencias introductorias repletas de recursos dirigidos a ejercer una eficiente economía narrativo audiovisual —economía que se materializa principalmente por medio de la intercalación elíptica de breves planos altamente connotados, apoyados a su vez por un narrador en off y un único tema musical—, el origen de un drama familiar rico en situaciones y personajes arrancados de la imaginería literaria popular (3) e instalados en ese potente umbral que separa lo convencional de lo fantástico.

La película presenta el retrato de una familia neoyorquina de comienzos de los años setenta. Un retrato que resulta ser —recurriendo a cierta terminología en boga— una especie de “psicograma de una familia disfuncional” que cobija en su interior problemas éticos y psicológicos, junto a aspiraciones artísticas, comerciales y deportivas.

Un retrato que resulta ser también un elogio al éxito, al talento, a la genialidad y, al mismo tiempo, una especie de canto melancólico al fracaso, a la frustración y a la difícil comprensión y amor entre los miembros de una familia.

Anderson construye, a partir de lo anterior, una suerte de leyenda urbana en la que, gracias a su especial talento para fascinar al espectador dejándolo en el umbral que separa lo verosímil de lo inverosímil, nos ofrece las posibles dimensiones morales y afectivas de distintos problemas y dilemas familiares como, por ejemplo, el del inconfesado amor entre dos hermanos no sanguíneos, el del profundo resentimiento de un hijo hacia su padre o el del desesperado intento patriarcal de recomponer y recuperar una familia separada por largo tiempo.   

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Psicograma familiar

La cinta se desarrolla, en términos estructurales, como un libro que se abre en retrospectiva para enseñarnos la evolución de un grupo de personajes que vive en constante ebullición intelectual y afectiva.

Richie (Luke Wilson / Amedeo Turturro), Chas (Ben Stiller / Aram Aslaniam-Persico) y Margot (Gywneth Paltrow / Irene Gorovaia) son tres talentosos hermanos que se ven tempranamente confrontados a la crisis y separación de sus padres: Etheline (Anjelica Huston) y Royal (Gene Hackman).

Tras una primera secuencia, en la que vemos a la familia oscilar entre el arte, el deporte, los negocios y el progresivo deterioro de las relaciones con el patriarca, se nos ofrece —siguiendo la lógica del libro que se abre capítulo a capítulo— la difícil situación emocional de los hermanos siendo ya unos adultos.

Todos ellos cargan, de una u otra manera, con remanentes afectivos que los oprimen y atormentan impidiéndoles acercarse. La genialidad motivada por la cercanía de los años de infancia se convierte en lejanía y frustración producto de sentimientos reprimidos.

La incipiente exclusión insinuada en un breve plano de la primera secuencia —plano en el que Royal presenta públicamente a la pequeña Margot como su hija adoptiva— y que se acentúa por la desafección que este muestra ante las dotes artísticas de ella, vuelve a aparecer a través del desinterés que muestra hacia otros personajes cercanos a la familia.

Personajes como, por ejemplo, Eli (Owen Wilson / James Fitzgerald), un vecino y amigo de los chicos que desde siempre ha querido entrar en la familia, o Rachael, la trágicamente fallecida mujer de Chas, a quien Royal ignora en una visita al cementerio donde se encuentra la tumba de ella.

Anderson trama en la cinta un juego de cercanías y distancias, de inclusiones y exclusiones, tomando para ello el núcleo psicoafectivo de una familia en permanente ebullición.

Los variados tipos de frustración, expresados en sentimientos que van desde la ira hasta la tristeza, son canalizados y expresados en la cinta a través de un cine que se sirve de recursos de distinta naturaleza para componer esta suerte de psicograma fílmico.

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Develar los afectos, desafiar lo convencional

Psicograma y núcleo que Anderson compone y devela con ayuda de, por ejemplo, el recurso a lo cromático, como lo vemos en el paso del rojo de la ira al negro de la tristeza en los trajes deportivos de Chat y de sus hijos.

Que articula, además, mediante el recurso a lo traumático, expuesto en la mutilación parcial del dedo de Margot y en el súbito abandono de la exitosa carrera deportiva de Richie —ambos signos de una silenciosa autodestrucción física y mental que toma su forma patente en la drogadicción de Eli, amigo de Richie y amante de Margot, quien ha buscado desde siempre su inclusión afectiva en el clan.

Y que cimienta, por último, por medio del recurso a lo propiamente narrativo-argumental al convertir a Royal —el patriarca— en su desesperado intento por recuperar su perdido reino familiar simulando una enfermedad terminal, en el motor cómico y dramático de esta cinta y, además, en otra de las formas andersonianas de desafiar lo convencional.

Un desafío que se evidencia, por ejemplo, a partir de lo que Royal constata tras haber sido descubierto en su maquinación, cuando afirma que, gracias a su simulación, ha podido obtener la certeza de haber vivido “los días más felices de su vida”.

Una certeza ganada en medio de una simulación, esto es, una verdad ganada por medio de una mentira y que se expresa en el brevísimo diálogo que, escrito y ejecutado con una inteligente ambivalencia, sostienen Royal y su hijo Richie:

Royal: (En tono serio y reflexivo) Esta enfermedad, la proximidad de la muerte, me han afectado mucho. Me siento una persona diferente.

Richie: (En tono realista) Papá…no te estabas muriendo.

Royal: (Sonriendo) ¡Pero voy a vivir!

Gracias a esta constatación, a esta singular certeza vital, Royal se convierte en la caja de resonancia de problemas y dilemas que, en la cinta, desafían directamente lo convencional.

Y resulta serlo justo en el momento en el que le vemos menos empoderado, vale decir, sin dinero, sin familia y trabajando como un ascensorista para el hotel en el que vivió lujosamente durante años como huésped.

Todo el poder y ostentación del pasado dan paso, entonces, a una actitud y a una capacidad  de escuchar, de recibir y de dar acogida al otro, de revertir, en suma, aquella actitud excluyente que caracterizaba su otrora egolatría e individualismo.

Actitud que vemos cuando Richie acude a él para confesarle su amor por Margot y que se refleja en el siguiente diálogo sostenido en la azotea del hotel para el que trabaja Royal:

Royal: ¿Margot Tenenbaum?

Richie: Sí.

Ro: ¿Desde cuándo?        

Ri:  Desde siempre.

Ro: ¿Lo sabe ella?

Ri: (Asiente con un gesto)

Ro: ¿Y cómo se siente?

Ri: Creo que siente confusa.

Ro: Lo entiendo. Probablemente sea ilegal.

Ri: No lo creo. No existen lazos de sangre.

Ro: Es verdad…. Pero está mal visto… ¿Pero qué no lo está hoy en día?… No lo sé, tal vez funcione. ¿Por qué no? Os queréis. Nadie sabe qué va a pasar… así que… (cambia su  expresión) ¿Sabes algo? No me hagas caso. Nunca la he entendido a ella, ni a mí, ni a ninguno de nosotros. Ojalá pudiese decirte qué hacer, pero no puedo.

Ri: Está bien.

Ro: No, no lo está… ¿Sigues considerándome tu padre?

Ri: Claro que sí.

Ro: Ojalá pudiese ofrecerte más en ese campo.

Ri: Lo sé, papá.

Ro: Por cierto, no te culpo. Es preciosa y muy inteligente.

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La empatía y comprensión de Royal para con las dimensiones del dilema de Richie representa el contrapeso emocional que, de ahí en adelante, sostiene la deriva apática de otros personajes. Royal, al dar un golpe de timón en su vida, orienta la marcha afectiva de la cinta pero manteniendo la historia en el umbral que separa lo fantástico de lo real.

Ya hacia el final, Anderson retoma su veta más barroca y nos entrega un par de secuencias en las que lleva la leyenda urdida en el seno de esta familia citadina, al plano de su consumación narrativa y audiovisual.

Entonces vemos surgir en medio del caos de un accidente automovilístico —y en contrapunto con la caída del modelo de familia convencional expuesto al comienzo de la cinta— la emergencia de una nueva forma de familia, esto es, el surgimiento de un nuevo núcleo o constelación afectiva como parte de una nueva convención: la del orden de la familia patchwork

Sin embargo, todo el pragmatismo o realismo que pudiese haber tras la aparición de este nuevo orden convencional en el desenlace del filme, es rápidamente conjurado por una escena que vuelve a recordarnos toda la complejidad afectiva contenida en cualquier constelación familiar.

En dicha escena se nos ofrece, en medio de una ceremonia fúnebre que congrega a los principales personajes, una especie de síntesis narrativo-audiovisual de un relato que vuelve a desafiar la convención al ver en la muerte de Royal no un final, sino un inicio y un nacimiento. El nacimiento de una nueva leyenda.

En el epitafio de uno de los últimos planos detalle del filme vemos, finalmente, un recurso a lo literario que condensa e irradia dicho espíritu desafiante, enfrentando a la mirada espectatorial, una vez más, a aquel umbral en el que se funden, indistintamente, fantasía y realidad:    

Royal O‘Reilly Tennenbaum 1932-2001.
Murió trágicamente rescatando a su familia del
naufragio de un buque de guerra.

Escribe Carlos Novoa Cabello

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Notas

(1) El así denominado indiewood representa el tercer período del cine independiente norteamericano. Tras la aparición del cine independiente de los años setenta y ochenta y del cine indie de los noventa, el indiewood es el tercer momento en el desarrollo de una tendencia que nació como respuesta a los modos de producción y realización industriales de Hollywood y que ha evolucionado asimilando una parte de dichos modos de producción: aquella que se refiere al financiamiento y distribución para un determinado grupo de obras de autor. Un buen estudio de este fenómeno se encuentra en la antología editada por G. King, C. Molloy y Y. Tzioumakis, titulada, American Independent Cinema. Indie, Indiewood and beyond. Routledge. 2013.

(2) Tal es el caso de James MacDowell, quien clasifica la cinematografía de Anderson como un clásico ejemplo de sensibilidad quirky, esto es, un tipo de sensibilidad que tematiza, usualmente en tono de comedia artificiosa, la inocencia infantil y que consigue un tono que “balancea el desinterés irónico y el compromiso sincero”.
Cf.: http://www.academia.edu/7754919/_Wes_Anderson_Tone_and_the_Quirky_Sensibility_2012

(3) Una clara referencia literaria es Franny y Zooey (1961), obra de J. D. Salinger en la que se retrata la vida emocional e intelectual dos talentosos hermanos.

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