Moonrise Kingdom (crítica del estreno)

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El tiempo del amor 

moonrise-kingdom-21La última fábula de Wes Anderson sigue siendo coherente con su particular visión del mundo y con su modelo de representación: una mezcla de artificiosidad formal barroca que envuelve un discurso trufado de inocencia naíf. Ambos elementos se combinan de modo inextricable, dotando al cine de Anderson de un estilo inconfundible.

De hecho, la estilización es un requisito indispensable que le sirve de parapeto para, en los tiempos que corren, permitirse el lujo de pergeñar un discurso que bucee en los recovecos más candorosos de la constitución de la personalidad; que se adentre en las prístinas aguas de los recuerdos más puros por inmaculados; que le permita indagar en las heridas ancestrales que todavía permanecen abiertas y sangran; en fin, que intente dotar de una pátina de ternura a un mundo carente de la misma.

Para ello se pertrecha de un esteticismo desmesurado y consciente, de una literaturización y de una teatralización que son las armas con las que se enfrenta al mundo, son el refugio desde el que sortear las inclemencias del inclemente curso vital. Este mecanismo podría incurrir en la impostura y la pose sin más, pero es precisamente a través de ellas, de esas máscaras y disfraces tan caros al director, desde los que se arrostra la paradójica y ardua tarea de intentar hablar de los sentimientos sin caer en la falsedad, de intentar nombrar y señalar lo primigenio a través de toda la opacidad que lo recubre.

En Academia Rushmore (1998), el director ya mostraba explícitamente sus cartas y el método que le hará reconocible. Allí, un álter ego suyo, de igual modo que el personaje protagonista de Fantástico Sr. Fox (2009), un adolescente dotado de una verborrea y de una imaginación sin límites, próximo a lo apócrifo, actuaba a modo de demiurgo que intentaba encauzar y encarrilar las zarandeadas vidas de sus admirados mayores.

Max Fisher teatralizaba el mundo para mitigar el dolor que lo envolvía. Anderson recurría para ello a una paródica mise en abyme del continente y del contenido: constantemente se nos ofrecía el andamiaje sobre el que se construía la propia historia, su carácter de representación, a la par que la labor de autor teatral, de dramaturgo, a la que dedicaba todas sus energías Max, se concretaba en dos desternillantes secuencias que figuraban sendos montajes sarcásticos de Sérpico —mofándose y admirando al unísono la interpretación de Pacino— y de Apocalypse Now, de Coppola. La secuencia final era todo un guiño a los finales felices, a la reconstitución de un mundo que parecía desmoronarse, propias del teatro Barroco.

Aquí, en Moonrise Kingdom, esa estética barroca se erige desde el plano inicial, cuando la cámara arranca desde la contemplación de un cuadro, cuyo contenido es la casa en la que vive la familia Bishop, cuya hija Suzy es el componente femenino de la historia de amor que se va a representar. La cámara empieza a deambular por el interior del hogar como si de una casa de muñecas se tratara, en una especie de panorámica de presentación de todos los  miembros familiares y de sus circunstancias.

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Finalmente, la secuencia termina con la contemplación de la contemplación, es decir, con un plano general externo de esa construcción habitada por la familia Bishop, de ese hogar cuyo retrato pictórico se corresponde con el retrato real. A modo de narrador, de demiurgo, pulula por la película un estrafalario personaje que nos anticipa los hechos venideros y nos suministra determinados datos sobre la geografía de la isla donde discurre la acción. En seguida se nos viene a las mientes ese narrador felliniano de Amarcord, pues el director italiano es un excelente precursor y maestro para la estética abigarrada y el tono surrealista que Anderson exhibe.

La música con la que se inicia la historia también remarca el barroquismo estético: suena Henry Purcell, sus variaciones adaptadas al siglo XX y escuchadas a través de un transistor de la época, del verano de 1965. Al fin y al cabo, los invariables del alma humana siguen siendo los mismos, y un relato de iniciación al amor y a la vida, uno más en la historia del arte y de la literatura, que remarque ese carácter imperecedero, que se convierta en una variante de la partitura del imperecedero aprendizaje de vivir.

La isla se convierte en una metáfora del encierro y la claustrofobia emocional que envuelve a los personajes adultos: el matrimonio Bishop hace agua por simple cansancio vital y por la infidelidad de la señora Bishop con el policía del lugar.

Cabe resaltar que Wes Anderson se rodea de todo un elenco de actores para interpretar a los personajes adultos: un Edward Norton que ejerce de jefe de tropa de un grupo scout, un solitario profesor de matemáticas, fumador empedernido, cuya mayor gratificación es ejercer su función de jefe scout; un Harvey Keitel comandante de scouts, que humillará a su subordinado Norton, pero al que le dará, indirectamente, la posibilidad de redención; un Jason Schwartzman, uno de los actores fijos en las películas de Anderson, que en la citada Academia Rushmore interpretaba a la proyección del propio director y que aquí ejerce la función de ayudante de los protagonistas, amén de sacerdote sobrevenido en una especie de matrimonio secreto propio de las novelas de caballerías y bizantinas; un Bill Murray y una Francesc McDermond que encarnan al matrimonio Bishop, unos abogados y una familia sui géneris, a punto de desarbolarse; una Tilda Swinton que se transfigura en el compendio de la repelente inspectora de los servicios sociales, sin nombre propio; y, finalmente, un Bruce Willis que está caracterizado como una copia de aquel personaje que encarnó en La muerte os siente tan bien; ahora el actor ha alcanzado la edad y el físico que allí fingía; aquí su rostro es el epítome de la tristeza por antonomasia, de la derrota más absoluta y profunda, pero con posibilidades de ser redimida a través del amor, por supuesto.

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Estos personajes son el contraste, tan barroco, con los púberes protagonistas, una especie de Romeo y Julieta, de Tristán e Iseo de andar por casa, en este caso por la isla que a ellos también los ahoga y de la que quieren escapar, aunque pueden construir su propio refugio y paraíso en una cala innominada, donde acometerán su anhelo sentimental, donde el amor y el sexo se dejarán discurrir por sus tiernos cuerpos y por sus tiernos espíritus.

Allí, en su reino particular, bailarán y se acariciarán al son de una mítica canción de la mítica Françoise Hardy: C’est le temps de l’amour / le temps des copians et de l’aventure…; los acordes iniciales de la canción tiene el eco maravilloso y fabulador del érase una vez propio de los inicios de los relatos fabulosos, como el que estamos contemplando. También esos acordes remiten, como un leve eco, a la posterior música de Morricone para los filmes de Sergio Leone, a cuya grafía estilística se asemejan varios planos del director americano, remarcando ese tono paródico y manierista: primeros planos, cierto hieratismo sarcástico, incluso cierto tono propio de los duelos ralentizados de los westerns de Leone.

La canción también es todo un guiño a la felicidad de la época, a unos años sesenta dotados de un estado de gracia e inocencia que en los EEUU estaban a punto de perderse. En cierto modo, la tormenta que se avecina sobre la isla es un funesto presagio que puede destruir tanto el malestar de los adultos como la incipiente felicidad de los jóvenes, pero devendrá en una destrucción controlada que permitirá la reorganización de los destrozos físicos y coadyuvará a la restructuración emocional de los mayores.

Anderson no ha querido cargar las tintas y apuesta por un final feliz, remarcando nuevamente el carácter de representación, dramatúrgico, de lo acontecido, mostrando ese escenario vacío del que la musa Suzy, cuyo retrato ha pintado su amado Sam, sale en una especie de mutis por el foro. Se aleja el director de los tintes funestos que sobrevolaban el apocalíptico final de Un tipo serio de los hermanos Coen, cuya acidez aquí se troca en cierto almibarado y hierático gesto.

En la cartografía sentimental de los protagonistas, habrá un lugar mágico en el territorio que habitan, un espacio al que sólo se puede arribar con la ayuda del mapa de las emociones, para encontrar allí el cofre donde la isla alberga su tesoro, el que ellos han forjado con su amor fou, su reino particular que dará título a la película. En su huida a través de los lagos y los ríos y los senderos y los bosques, en su noche del cazador particular, su espíritu se ha ido forjando, su amor robusteciendo, su recuerdo mitificando. Pues como reza la pegadiza canción de la Hardy, car le temps de l’amour c’est long et c’est court.

Escribe Juan Ramón Gabriel

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