Nosotros somos Marte
Revestida con los ropajes de la ciencia ficción, el director de Los señores del acero (Flesh + Blood, 1985) filma una adaptación futurista de uno de los temas universales de la historia de la literatura: la búsqueda de la identidad perdida, la persecución —y consecución— del lema que ilustraba el frontispicio del templo en el que se albergaba la cuna religiosa de la Grecia racionalista y, por ende, de nuestra cosmovisión occidental: nosce te ipsum, el emblema délfico que se convertirá, junto con el imperativo kantiano de sapere aude, en los dos vectores que marcarán la senda por donde transita el afán de conocimiento del hombre.
Tanto el conócete a ti mismo como el atrévete a pensar serán las dos ideas fuerza que nutrirán el imaginario literario (y sus derivadas) desde los ancestrales tiempos clásicos. El director holandés buscará el territorio de la hostilidad por antonomasia, el belicoso planeta Marte, como geografía privilegiada para escenificar un relato de aventuras tras el cual se esconde el anhelo de voluntad, libertad y domino de sí mismo (y de la Naturaleza) que caracteriza al ser humano desde la antigüedad clásica. Su realización plena.
Del mismo modo, entre los intersticios de la narración prospectiva, Paul Verhoeven perfila sutilmente los hilos de un presente que todavía se despliega en el futuro que ya es.
Edipo, rey
La tragedia sofoclea está en la base de la construcción del personaje protagonista, un Douglas Quaid al que da rostro y cuerpo un Arnold Schwarzenegger en la cima de su carrera artística, tras los balbuceos de Conan el bárbaro (1982) y la consagración de Terminator (1984). Quaid sufrirá de un embolismo esquizoide, de un problema de doble personalidad, que será un reflejo de la esquizofrenia que se ha apoderado de la sociedad de la década de los noventa del pasado siglo XX, en donde la velocidad (Virilio) y el simulacro (Baudrillard) han desbancado a la realidad, a la Verdad.
El mundo de la representación, a través de las múltiples pantallas que pueblan el relato, ha ocupado un espacio prominente. A través de ellas se plasma el deseo reprimido del sujeto contemporáneo; mejor, se manipulan y canalizan las pasiones que el Poder inocula en los ciudadanos, ávidos consumidores de la propagando reflejada mediante una pantallización global.
Si Edipo perseguía la resolución de un enigma (el asesinato impune del rey Layo) a través del cual se iría desvelando una verdad oculta en la que confluiría lo objetivo (el culpable de dicho crimen) con lo subjetivo (el origen verdadero del protagonista), en una indagación que sólo se resolvería con la Verdad con mayúscula, Quaid es una marioneta en manos de un tirano ausente —el gobernador Cohaagen— que maneja los hilos de su vida desde el lejano planeta Marte.
Si Edipo, prisionero de la hybris, emite un dictamen público —del cual él será el principal perjudicado— en loor de la justicia y de la verdad, Quaid debe resignarse a ser un instrumento en un juego cuyas reglas aparentemente desconoce. En ambos personajes, el afán de justicia rige su comportamiento. En Edipo, serán inútiles las advertencias del adivino Tiresias, fiel servidor y vasallo de su único señor: el dios Apolo; así como los ruegos de su amada esposa (y madre ignota) Yocasta para que ponga fin a sus pesquisas, pues el saber que descubra, la verdad que desvele le será dolorosa, nociva y perjudicial.
Del mismo modo, Quaid hace caso omiso a los ruegos de su bella esposa Lori (Sharon Stone) para que deponga sus ansias de viajar, de ir de vacaciones a Marte, así como los consejos de su compañero de trabajo, custodio oculto, como su santa esposa, al servicio de un entramado espurio controlado por Cohaagen.
Ahora bien, la Verdad pasa a un segundo plano en una época y en una sociedad dominada por la representación de la misma. En cambio, el hedonismo, la plena realización fantasmática de los deseos del sujeto ocupan el lugar reservado para la certeza en la tragedia clásica. En un mundo sin dioses, en un mundo en el que Dios ha muerto, el papel de la religión viene a ser ocupado por el deseo que, más allá de ser un constituyente ontológico, deviene en una pasión —una mercancía, un fetiche— controlable, domeñable, excitable y explotable por el Poder, en este caso por la Agencia, epónimo del sistema de vigilancia militarizada que controla la seguridad tanto en la Tierra como en Marte.
El oráculo
Edipo es reo inconsciente de un destino inextricable, de una profecía —tara— promulgada por la pitonisa délfica que se trasmite de padres a hijos: Layo la intentó esquivar, del mismo modo que Edipo tratará de eludir la misma maldición. Ambos, en sus esfuerzos por evitarla, se precipitan en su cumplimiento. La inocencia de la condena edípica, su condición de heredero de las culpas ajenas, provoca su empatía en el espectador.
En el caso de Quaid, el papel del oráculo lo desempeñan los mutantes, los deformes, habitantes de la colonia marciana que sufren en propia carne los abusos de la explotación capitalista. Como compensación a su estigmatización somática, desarrollan poderes psíquicos mediante los cuales pueden predecir el futuro. Kuato, el líder de los rebeldes (terroristas para el gobernador de Marte), oficiará el papel de oráculo de Delfos al que Quaid deberá consultar para esclarecer la esquizofrenia identitaria que lo constriñe y atormenta.
Las palabras del oráculo son la ley, la verdad, tanto para Edipo, cuya asunción desata la catarsis que provocará su tragedia particular en la cual ha estado inmerso desde su nacimiento sin saberlo, como para Quaid, cuya condición posmoderna le permitirá eludir el componente trágico de una profecía que en su caso es mera propedéutica, pues la Verdad ya no es una enunciación verbal, sino una comisión factual.
Si Edipo necesita conocer su origen, su pasado, para desvelar su identidad, Quaid recurre al oráculo no para conocer lo que le deparará el futuro, sino para rellenar las lagunas de una identidad falsificada, creada ad hoc por el maquiavélico Cohaagen con el propósito de poder acceder al líder de la resistencia, el mencionado Kuato en el desempeño del rol oracular-Dios (físicamente poblador de una especie de placenta en la que él se esconde de la titánica persecución de Cohaagen mediante su metamorfosis en un feto anciano, especie de híbrido de lo nuevo y de la sabiduría ancestral, remedo de la figura final de 2001, de Kubrick o del Yoda de Star Wars), líder de una secta de marginados —oriundos y primigenios colonizadores/moradores de Marte— que al modo de los primitivos cristianos sobreviven en Venusville, la zona del planeta rojo destinada al placer y al juego cual una nueva Las Vegas, siendo estas actividades una tapadera de sus movimientos revolucionarios que desarrollan en kafkianas grutas, catacumbas primitivas que representan las primeras perforaciones en el subsuelo marciano.
Su aspecto grotesco es la somatización de la mancha, de la epidemia que azota a Marte: una explotación desmesurada de su principal recurso (el turbinio, mineral necesario e imprescindible, sucedáneo del petróleo, para poder ejercer las guerras en toda la galaxia).
El mesías
Si la arrogancia con la que Edipo se enfrentaba a la epidemia —la mancha— que asolaba Tebas respondía a su afán de ejercer el buen gobierno y se sustentaba sobre su exitosa actuación anterior (la muerte de la perra cantora, de la Esfinge), es decir, si los móviles de su comportamiento persiguen salvar nuevamente a la ciudad de la que ha sido nombrado rey, en el caso de Quaid el resorte que lo impulsa a actuar es el mismo impulso benefactor: liberar a los sufrientes habitantes marcianos de la explotación a la que son sometidos por el gobernador Cohaagen.
En el caso de Edipo, paradójicamente, él era el problema más que la solución, pues en última instancia fue su mano la que asesinó al rey Layo, su padre, y fue su cuerpo el que yació en el mismo lecho donde él fue sembrado. También Quaid debería ser el problema en vez de la solución, pues al fin y al cabo su identidad ha sido forjada por su jefe y amigo Cohaagen para conseguir infiltrarse entre los mutantes sin ser descubierto. Quaid es Houser, un fiel y efectivo servidor del gobernador de Marte que no pudo cumplir su misión: destruir a Kuato y a la resistencia, ya que los poderes psíquicos de éste hubiesen detectado el engaño.
Así pues, se urde una mentira, se fragua una personalidad verdadera y totalmente nueva y se la inocula en el cuerpo de Hauser con el fin de que su papel de Quaid sea real, tan real que no pueda ser detectado por Kuato. Y así sucede efectivamente: el contacto entre Quaid/Hauser y Kuato sirve para que el mutante le ofrezca una nueva ética: uno no es lo que recuerda, sino lo que hace. Ergo Quaid podrá elegir entre los dos roles que lo configuran: el servil y sanguinario Hauser o el mesiánico redentor, el salvador Quaid, cuya función será poner en marcha un reactor de origen alienígena, incrustado en el interior de la mina Pirámide (sí, la teoría esotérica de que las pirámides egipcias fueron erigidas por extraterrestres, posteriormente ilustrada por Roland Emmerich en Stargate, en 1994), capaz de generar el oxígeno suficiente para que la cúpula artificial y protectora pueda desaparecer, originándose así un espacio vital ex novo, un nuevo paraíso, edén marciano.
El embolismo esquizoide
La esquizofrenia que atenaza a Quaid es una impostura por la que se supera la falsa dicotomía, el reduccionista dualismo de origen platónico que diferenciaba entre la idea y su reflejo; o la división psicoanalítica entre el yo y el ello. En término fílmicos, Desafío total anticipa el tan manido tema de la incapacidad de distinguir entre verdadera realidad y falsa ficción, que un filme como Matrix (1999) convertirá en eje axiomático.
De hecho, hay una secuencia en la que se insta a Quaid a que vuelva al redil, pues todo lo que está viviendo y experimentando es un simple implante, un mero injerto artificial, para lo cual ha de ingerir una pastilla de color rojo. En cierto modo, Cohaagen ejerce de taumaturgo, mejor, de un demiurgo que escenifica toda una estrategia discursiva para conseguir su objetivo: ejercer un poder omnímodo sobre los recursos naturales marcianos y, por consiguiente, sobre el sistema planetario entero. Para ello no duda en crear dos roles falsos: a Douglas Quaid y a un Hauser que finge haber sido traicionado por Cohaagen y que cambió de bando por el amor de una mujer rebelde.
Esta esquizofrenia también se muestra en los dos espacios en los que transcurre la acción: en la Tierra y en Marte. La Tierra simplemente es el espacio que debe dotar de verosimilitud y sinceridad la actuación de un inventado Quaid. Obviamente, el enigma se resolverá en el lugar originario donde se fraguó: en la inhóspita Marte, el planeta rojo que se convierte en el espacio del odio, de la pasión desatada, de los deseos exacerbados, del placer libidinoso… y de la explotación sin límites. El recorrido boomerang, de ida y vuelta, se asemeja al recorrido edípico: de Tebas a Corinto para, finalmente, regresar a Tebas.
Dos serán los modelos de mujer con los que Quaid confronta su deseo: la rubia y sumisa Lori (Sharon Stone), un resorte más en el relato apócrifo, esposa entregada y complaciente a la que surgirá una rival a través del ensueño recurrente de Quaid: una morena con la que comparte una serie de aventuras y fantasías que lo compensan de su rutinaria vida. El simbolismo es obvio: Melina, la morena, comparte una serie de rasgos latinos en los que Quaid/Houser proyecta sus fantasías: atlética, ardiente, modosa…
La película, con una estructura circular, se inicia con un sueño en las cárdenas arenas de Marte protagonizado por Quaid y Melina, sueño que se interrumpe por una sensación angustiosa, por un peligro de muerte. La secuencia final tiene lugar en el mismo espacio del sueño primigenio, ahora devenido real, con una atmósfera azul y oxigenada, ante la cual Quaid duda de su veracidad, presuponiendo que pueda ser un simple sueño. El beso voluptuoso de Melina intenta disipar sus dudas.
El ego-tour
Como bien le dice el gerente de Memory Call, la empresa a la que Quaid recurre para canalizar sus anhelos por visitar Marte, el mayor impedimento para que uno pueda disfrutar plenamente de sus vacaciones y evitar la monotonía es que uno arrastra siempre un pesado equipaje: siempre se viaja consigo mismo. Así pues, le ofrece la posibilidad de experimentar un nuevo tipo de viaje, una especie de trip interior que no requiere ningún tipo de desplazamiento físico ni de cambio geográfico. Le ofrece la oportunidad de permutar su personalidad, de ser otro, hecho que entusiasma a Quaid, cuya elección recaerá sobre la fantasía de convertirse en… agente secreto, especie de reminiscencia platónica de su verdadero ser, de la idea de Hauser que ha sido borrada de su cerebro pero que pugna por recuperar su esencia.
Lo que ha sucedido es que el resorte de memoria se ha activado antes de tiempo, dando inicio al plan que durante un año han estado trazando Hauser y Cohaagen. La identificación con Hauser a la que el narrador nos induce sutilmente nos obliga a compartir con este su perplejidad y su periplo marciano en busca de su verdadera identidad.La verdad será una elección, no una imposición ni un destino. Hauser traicionará a Hauser y preferirá vivir en la falsa identidad (verdadera en tanto en cuanto para él es auténtica, sincera, plena) que perfiló para destruir a Kuato, cuyas palabras le resultan preclaras y proféticas. No sólo conócete a ti mismo sino que, en caso de que no te gustes, cambia, muta.
El futuro es pasado
La distopía del director de RoboCop (1987) no sólo no ha envejecido, sino que ha mejorado con el tiempo. Su actualidad es manifiesta, como ya lo era en la época de su estreno. Desafío total era un reflejo de los miedos que atenazaban a la sociedad estadounidense coetánea: en la película aparece a modo de profecía oracular, de augurio, la futura primera Guerra del Golfo que suscitó la invasión, por parte de Irak, de Kuwait, y la consiguiente respuesta de George Bush Senior.
La necesidad de garantizarse el suministro de materias primas, de combustible —el petróleo— como mecanismo de dominio; la explotación de los recursos naturales hasta la extenuación de los mismos, con el consiguiente daño medioambiental; el afán de lucro y de beneficio de una economía neoliberal que acababa de postrar a la antagónica Unión Soviética, todo ello son sombras que pueblan el imaginario de la utopía negativa de Verhoeven, así como su crítica casi casi de carácter marxista, disfrazada y escondida entre el maquillaje futurista. En su obsesión colonizadora, el hombre puede llegar incluso a tasar el aire al mismo hombre: lo que es natural, gratuito, se puede convertir en mercancía intercambiable. De valor de uso a valor de cambio.
Por otro lado, la presencia de una Agencia con amplios poderes para llevar a cabo acciones contraterroristas no es que sea un tema de perenne actualidad, es que está ahí y seguirá estándolo, cual crónica enfermedad, durante mucho tiempo. La privatización de los legítimos aparatos de violencia del estado —de la policía, de las fuerzas de seguridad, del ejército— es un tema que ya Verhoeven había ilustrado magistralmente en la espléndida y profética RoboCop (1987), al mismo tiempo que dicha militarización se expandía subrepticiamente por los Estados Unidos.
De hecho, el actor que interpreta al gobernador Cohaagen (Ronny Cox) es el mismo que interpretaba al pérfido ejecutivo que se hacía con el control de la empresa de seguridad privada del policía robótico de Detroit, antigua ciudad industrial convertida en una ruina postindustrial, reflejo de una realidad real. De igual modo, el actor Michel Ironside encarna a Richter, el sabueso y cruel perseguidor de Quaid, lacayo de Cohaagen, marido de Lori, la mujer de Quaid, cuya lucha final contra Quaid en la mina Pirámide es la antesala de la catarsis conclusiva; este actor, decíamos, interpretará al profesor de instituto y posterior comandante de los jóvenes voluntarios patriotas en la parafascista y paródica Starship Troopers (1997).
Así pues, el buen cine, más allá de su aparente envoltorio formal, nos habla de nosotros mismos y de nuestra época. Verhoeven lo hace magistralmente. El mantra con que Cohaagen flagela verbalmente a su díscolo subordinado Richter (No pienses: obedece) es el imperativo categórico e ideológico de nuestro tiempo. Nosotros somos Marte.
Escribe Juan Ramón Gabriel