Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force awakens, 2015), de J. J. Abrams

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Las sagas clon

star-wars-episodio-7-00De nuevo ante la tesitura de enfrentar la mítica de la juventud con el análisis racional y desapasionado, el redactor debe esforzarse por elaborar una crónica objetiva sin que influyan en su criterio la patria estelar que fuera su infancia, la general aprobación de la crítica, o el fervor entusiástico de legiones de fans enardecidos por un nuevo comienzo de la más famosa space opera que han visto las salas de cine. 

Además, debe estar pendiente de no adelantar detalles de una trama supuestamente revolucionaria, so pena de ser acusado de crímenes contra la humanidad por creyentes que aún esperan revelaciones herméticas. Como si esforzarse por preservar el secreto de algo que no atesora novedad alguna fuese a trocar su realidad iterativa, clónica, en un nuevo y original mandamiento para los seguidores de la Fuerza.

También, frente al desafío de remontar la contracorriente de una crítica casi unánime sin que suene a postureo elitista e intelectualoide, uno debe reprimir sus instintos de machacar esta séptima entrega —recuerden el desapasionamiento— para compensar tanto elogio gratuito e infundado, porque se corre el riesgo de que lo tilden de ignorante o amargado. Se perdería con ello una valiosa oportunidad de contrarrestar racionalmente una tendencia demasiado común en los actuales opinadores cinematográficos, que ya nos castigaron con el encumbre de un subproducto tan inane como Mad Max, y que ignoran que la industria repetirá cada vez más el exitoso formato hasta aburrir las neuronas de los cinéfilos si aquéllos siguen aplaudiendo con las orejas semejantes engendros.

Así, pisando terreno resbaladizo, procurando sostener las afirmaciones con argumentos de peso, debemos contentarnos de momento con recurrir a los clásicos para desvelar lo evidente: que J. J. Abrams gusta de emularse a sí mismo y a otros sin capacidad de sonrojo y sin asomo de vergüenza.

Señalaremos para ello que casi todas sus creaciones, desde Perdidos hasta Super 8, pasando por Star Trek —y habría que señalar aquí la capacidad seductora del realizador para convencer a los grandes popes de la industria de que debía convertirse en el único mortal que ha dirigido algún capítulo de ambas sagas—, rememoran el mito de Edipo Rey y el complejo freudiano que lleva su nombre.

Todo aquél que quiera entenderme sabrá que los protagonistas del mencionado conflicto guardan un secreto rencor con el padre, que se diluye de un modo atroz entre el fluir de la sangre —real o imaginada—, y la síntesis dialéctica entre la devoción y el desprecio. También aquí, en el episodio séptimo, el creador de Fringe se ha superado a sí mismo, aunando realidad y concepto en un filme que homenajea a Lucas del mismo modo en que se homenajea a los muertos: haciendo una semblanza del progenitor inserta en la narración fantástica, pero orientada también hacia el mundo real donde el brujo ha sido sustituido por un aprendiz irreverente y osado.

Y así, J. J. Abrams ha querido matar al padre, el intocable George Lucas, a su vez imitando sus logros y pretendiendo superarlos, como señalándole al viejo que él es capaz de hacer lo mismo de un modo más ameno, más profesional, más pulcro y a la vez más cruel —y a fe mía que en algunos aspectos lo ha conseguido, con una realización más firme, con unos secundarios menos histriónicos y con algunas secuencias verdaderamente escalofriantes—, pero sin abandonar las sendas marcadas, sin desviarse un ápice de lo que mandan los cánones, como para mostrar que se es a la vez lo antiguo y lo nuevo, lo bueno y lo mejor, el lado luminoso y el reverso tenebroso, para no decepcionar a unos fans que no perdonarían atrevimientos absurdos. Bien lo sabe quien se equivocó al decepcionarlos con su serie Perdidos.

En el aspecto puramente cinematográfico, Abrams ha construido, sobre los cimientos de una saga mítica y con el oficio del que conoce las pulsiones del público, un entretenimiento eficaz, luminoso, pero carente de la profundidad de sus predecesoras.

Y es curioso porque por tales entiendo las tres películas de la denostada trilogía encarnada por Ewan MacGregor, Liam Neeson y los bellos Christensen y Portman, una serie de filmes que fueron de menos a más, con una primera entrega vergonzosa pero un epílogo consistente y respetuoso con la inteligencia política del espectador, que vio germinar la sedición, la revolución y la guerra mientras crecía el desasosiego en unos personajes marcados por las pasiones humanas, abocados a la tragedia y la pérdida.

Lucas parecía ofrecer con esta saga un fundamento riguroso y coherente a los antaño jóvenes fans de la primera trilogía, que habían madurado en adultos responsables, como sugiriendo que toda mítica era una explicación infantil a los verdaderos problemas humanos que ahora estaban en condiciones de comprender.

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Pero J. J. Abrams no parece haber seguido esta evolución, o puede que simplemente haya pasado de ella. Quizá sea porque ya no estamos en un tiempo de profundidades. Ahora cuentan la velocidad en la acción y la maldad impostada: el villano es un niñato irreflexivo y caprichoso, no un ser atormentado y oscuro. Los caminos de la Fuerza no precisan de atención y esfuerzo, sino de esa injusticia genética que se denomina talento: lo que en Lucas era una justificación de la reflexión, la disciplina y la búsqueda de metas vitales, venciendo al miedo y a las propias limitaciones, aquí es un elogio de la predestinación y la estirpe, que no necesitan sino de sí mismas para triunfar. Por ello alguien que en su vida ha manejado un sable láser es capaz, sin pensarlo, de enfrentarse a un potencial Lord Sith y salir triunfante del envite. Por eso ahora ya no importan la edad o la educación: puedes ser una chatarrera iletrada o un soldado imperial programado desde pequeño: al final, surgirá la esencia y aceptarás tu destino.

Quizá sea por eso que Abrams se siente elegido, y no duda en matar al padre, tomando su cetro y redirigiendo la saga hacia los abismos de la insustancialidad, como el aprendiz de brujo que pretende controlar oscuros arcanos que acabarán por destruirlo.  

Cabe señalar que algunos de los nuevos caracteres esbozados en ésta podrían tener éxito: la conciencia moral sobrevenida o quizá nunca sometida de un soldado imperial que no se resigna a ser un esbirro; la inversión de la atracción de la Fuerza, que también opera desde el reverso tenebroso hacia el lado de la Luz, o el sacrificio del amor en el altar del poder absoluto, son elementos potencialmente muy fructíferos que pueden iluminar posteriores entregas.

Pero para que de verdad podamos tomarnos en serio esta nueva trilogía, cabe que Abrams reafirme estos esbozos como un nuevo imperativo ético-argumental, que reconduzca sus discutibles premisas desde la glosa desleída hasta un replanteamiento original y novedoso, cosa que de momento es sólo una esperanza anhelada.

Porque Abrams no parece haber comprendido, en su emulación del episodio IV, que sólo ha copiado la cáscara, que su producto está vacío, como un clon que a pesar de haber tenido una misma línea genética, no ha vivido lo suficiente como para comprender los misterios y profundidades de una existencia atroz o dichosa. 

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Prueba de ello es que los momentos más brillantes de esta nueva entrega deben de anotarse en el haber del encanto de los viejos protagonistas y no de las —pocas— novedades que ofrece el relato: han sido Han Solo y su canallesca los que han salvado esta película; correlativamente, el mejor chiste visual ha sido a costa del Halcón Milenario, y el leit motiv de este episodio séptimo es la referencia constante al último de los Jedi, alguien que en su ausente omnipresencia justifica toda la aventura. Ni que decir tiene que el momento más emotivo de la misma, lo protagoniza alguien que sólo aparece unos segundos en pantalla. 

Todo lo demás ha sido, como sugerimos, una clonación absurda: Jakku no se llama Tatooine, pero es Tatooine; Yoda es una cantinera, y la cantina es una cantina, exactamente igual que lo era en Mos Eisley. La estrella de la muerte es una estrella de la muerte, pero absurdamente hipertrofiada hasta tamaño planetario, y su comandante es Wilhuff Tarkin, aunque ahora se llama Hux y no es Peter Cushing, sino Domhnall Gleeson —a todas luces un error de casting, pues el “buen chico” de Frank y Ex machina no da la apariencia de villano y aparece sobreactuado—, y por último, el villano viste de negro y porta una máscara, pero no es Darth Vader —aún—, aunque se halla sometido a una suerte de todopoderoso emperador que lo guía por los vericuetos del lado oscuro.

No podemos dejar de señalar que Abrams ha colocado bien su producto —algunos críticos lo han comparado con ese joven vendedor de crecepelos de la nueva política española— y que éste parece satisfacer las ansias nutricias de los fans más aguerridos. Ha reventado la taquilla y calmado a los fieros guardianes de la ortodoxia.

Pero no debemos pasar por alto que ahora es Disney quien manda. Veo difícil una mayor renovación y atrevimiento mientras la gran factoría alimente esta máquina. Nadie parece reparar en quién se halla tras la elaboración de la nueva saga. Sutiles y oscuros son los caminos del Reverso Tenebroso de la Fuerza, y el aprendiz de brujo no se da cuenta de que sus intereses sirven al todopoderoso Imperio.

Escribe Ángel Vallejo

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