El día de los tramposos (There was a crooked man, 1970)

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El burlador burlado  

el-dia-de-los-tramposos-1El título del denso y a veces farragoso estudio que Christian Aguilera dedica al  singular director, Joseph L. Mankiewicz, un renacentista en Hollywood (T&B editores, Madrid 2001), sintetiza acertadamente la personalidad de este culto y polifacético hombre de Letras, Arte y Cine, objeto de este Rashomon y este artículo.

Basta reflexionar sobre los rasgos más relevantes de su filmografía para compartir con especialistas y críticos la que parece ser una opinión generalizada respecto a este intelectual, según algunos, perdido en el desierto hollywoodense. Fue testigo de tiempos convulsos, tanto por el dogmatismo macarthista de los 50, como por los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King durante la década de los 60 y 70, años en que cerró su etapa como cineasta. Licenciado en Arte, su familia, su entorno y su relación con las raíces europeas que nunca perdió le proporcionaron el medio propicio para desarrollar un concepto del arte y la vida más próximo al humanismo literario que a la industria del cine.

La elegancia y sobriedad formal de su estilo sustentan el clasicismo de sus obras y la pervivencia temporal de algunas como La huella (1972), testamento estético y temático de un hombre que conoció a fondo el oficio del cine, desde la producción a la realización, pero que, sobre todo, fue un hombre de letras, un escritor y guionista que controlaba hasta el  mínimo detalle de sus películas.

En suma, Mankiewicz fue un gran imaginador y creador de personajes, a los que dotó de la profundidad psicológica suficiente para trascender el prototipo y perdurar en la memoria colectiva. Su formación literaria y su curiosidad por la filosofía y la ciencia, especialmente la psiquiatría y el psicoanálisis, le llevaron a afirmar que “los mejores guionistas fueron Cervantes, Moliére y Shakespeare”, lo que explica su apuesta por la cervantina ambigüedad y los finales abiertos, por el juego de las apariencias frente a la verdad, de la ficción frente a la realidad. Su pasión por el teatro y sus conocimientos sobre la esencia y estructura del drama se proyectan en todos sus filmes y son la clave interpretativa de algunos, como El día de los tramposos que nos ocupa.

De sí mismo afirmaba, con la sutil ironía presente en su obra, que era “un dramaturgo con traje de celuloide, que aprieta sin ahogar”, lo que le valió alguna que otra crítica de sus contemporáneos, tanto por sus adaptaciones de obras literarias (Graham Greene, Tennessee Williams, Shakespeare) como por suscitar un debate de ideas sobre la ética del cine, la ambición y poder de los hombres, así como los efectos de su estupidez a lo largo de los tiempos.

Mankiewicz nos propone una concepción del cine que entretuviera e hiciera pensar al espectador, lo que, en cierto modo, acerca a este cineasta a los planteamientos del teatro del desenmascaramiento, pues su interés por desvelar lo que hay tras las apariencias provoca el distanciamiento del destinatario y la consecuente aparición de la duda y sus perspectivas de conocimiento e introspección. Por ello, el juego forma parte de la historia, donde la puesta en escena de la representación se enlaza con la interpretación de su significado.

La falsedad y la mentira, engañar y ser engañados, ocultar y descubrir son aspectos comunes a su obra de madurez, que comprende los tres filmes que Aguilera llama “la trilogía del cinismo”, formada por Mujeres en Venecia (1967), El día de los tramposos (1970) y La huella (1972). El encubrimiento y el desvelamiento son ingredientes temáticos y estructurales de estas películas, del mismo modo que, para Mankiewicz, el decorado de la escena era un rasgo configurador del perfil de los personajes, cuya naturaleza se define en función de su entorno. Por ello no es casual que el medio en que se desenvuelve la aventura de Paris Pitman, el protagonista de El día de los tramposos, sea una cárcel, pues ese espacio aglutinará una diversidad de maleantes y estafadores y posibilitará el planteamiento de los grandes temas que interesaban al director: las  degradadas y neuróticas facetas del ser humano y su ley, el análisis de la representación como forma de manipulación y falseamiento de la realidad, y el juego de mentir y soñar, claro está.

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El día de los tramposos, un proyecto de madurez

Mankiewicz, fatigado tras la realización de Cleopatra y frustrado por la falta de patrocinio para uno de sus proyectos más ambiciosos, la adaptación de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, cobra fuerzas al rescatar del olvido el guión que Robert Benton y David Newman (Bonny and Clyde, 1967) habían escrito para una historia titulada There Was a Crooked Man, cuya traducción literal sería Él era un hombre tortuoso (o retorcido).

Aunque el título resulta menos comercial que el elegido por los distribuidores españoles, refleja muy bien el interesado, manipulador e hipócrita juego que despliega a lo largo de la historia el protagonista encarnado por Kirk Douglas. En un tono de farsa cáustica y mordaz, Mankiewicz lanza una diatriba demoledora contra el sistema de valores morales asociados a la tradición cultural que hoy se calificaría como “políticamente correcta”.

El argumento relata las estrategias y artimañas de un grupo de delincuentes de diversa índole, confinados en una cárcel de Arizona, cuyo objetivo es acceder a un botín de medio millón de dólares, fruto de un atraco. El único que conoce el lugar donde se esconde el dinero es Paris Pitman (Kirk Douglas), jefe de la banda y único superviviente, por lo que la acción gira alrededor de este personaje, convertido así en uno de los ejes estructurales y temáticos de la historia.

Compartimos la opinión general sobre la singularidad de esta película en un creador y realizador, cuya filmografía ha explorado, con un estilo reflexivo y una mirada irónicamente distante, la debilidad moral del alma humana mediante el drama o la tragicomedia. Lo que llama la atención es esta tardía incursión en el western en un director alejado de otros paradigmas de género en los que ya había obtenido resultados bastante dudosos, como el musical (Ellos y ellas) o el relato negro (Solo en la noche).

el-dia-de-los-tramposos-14Aunque, como veremos, El día de los tramposos sólo toma del western la ubicación espacial y, quizá, temporal, pues ni en el diseño de personajes ni en la trama participa de los rasgos del género. En una época, la década de los 60, en que las historias sobre la conquista del oeste tocaban a su fin, Mankiewicz opta, como otros colegas de profesión, por un formato que le sirviera para algo más que contar las hazañas de héroes enfrentados al mal, en defensa de los valores patrióticos de la nación. Así como Ford optó por la evocación amarga en El hombre que mató a Liberty Valance, y Sam Peckinpah por la nostalgia del pasado en Duelo en la Alta Sierra, Mankiewizc elige una historia mordaz y cruel que, como afirma Carlos F. Heredero (J. L. Mankiewicz, Cinema Club Collection, Barcelona, 1990), “socava los valores morales del género” o supone “la subversión radical de los tópicos tradicionales”.

Es cierto que en este filme el protagonista no será un hombre íntegro que luchará hasta la muerte por defender una organización social y política basada en la bondad de los hombres, como sucede en las dos películas citadas. Por el contrario nos encontramos con un personaje que se mueve impulsado por el interés personal y cuyas energías se dirigen a conseguir el bienestar material, sin importarle nadie ni nada que le aleje de ese objetivo. Paris Pitman, el hombre que robó y escondió 500.000 dólares, se acerca más a la figura del pícaro desencantado, escéptico y cínico —similar a los personajes del barroco literario— que utiliza magistralmente el engaño y la crueldad para salirse con la suya.

La estructura de la historia en tres partes, como la de los relatos tradicionales, refleja  el estilo clásico del director, sencillo en su organización y sin florituras formales.

La presentación: los personajes, radiografía moral

La primera parte, a modo de prólogo, contiene los elementos previos al desarrollo del argumento y se centra en un pueblo típico del Oeste americano. Los personajes y sus respectivas historias dibujan un esquema de lo que sería un catálogo de ladrones, estafadores, mentirosos, ingenuos y algún hombre bueno. Apenas unas pinceladas bastan para definir el perfil biográfico y moral de los personajes.

Un escenario, una situación y un desenlace siempre desafortunado. El conocimiento teatral de Mankiewicz y su dominio de la composición de la escena se proyectan en esta economía de medios, tan adecuados a las necesidades sintéticas del cine. Veamos  quiénes son y qué representan.  

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Paris Pitman

Paris Pitman se muestra como el líder indiscutible de una banda de forajidos que, tras apropiarse del contenido de la caja fuerte del juez Lomax (Arthur O’Connell), esconde el botín en un pozo lleno de serpientes. Desde el principio, la ironía impregna la narración, pues ya en los créditos iniciales suena la alegre y frívola música de Charles Strouse, que acompaña imágenes coloridas y con cierto aire naif, mientras una voz en off describe una ideal Arcadia: “Érase una vez… Cuando el agua de los ríos era clara y fresca, y dulce la brisa del valle”.

El resultado de tal combinación produce la sensación de estar ante una fábula que evoca un mundo imaginario y soñado donde todo parece falso y ligeramente afectado. El espectador percibe que está ante una representación en la que el realizador va dejando indicios de su trabajo, a modo de guiños cómplices, para que aquel no pierda la conciencia de estar ante una realidad ficticia.

El entorno y el comedor de la casa del Sr. Lomax se ajustan a los tópicos del “happy west”: el matrimonio digno y acomodado, los dos hijos rubios, y los servidores negros en las cocinas. El hecho de que el “Amén” del cabeza de familia, al finalizar la bendición de la mesa, coincida con el ruido del rifle de Pitman cuando interrumpe la cena, no sólo refleja la minuciosa planificación del guión sino que impregna el relato de una comicidad burlesca que trasciende la típica historia de vaqueros.

Esta primera secuencia está plagada de señales que remiten al espíritu crítico del director. Por ejemplo, el contraste entre el bienestar de la familia y el matrimonio de negros que les sirven, y que después se rebelan contra su condición al protegerse del tiroteo tras el sofá. El comentario de la sirvienta cuando el amo les conmina a participar en la defensa de la casa no puede ser más significativo: “No vayas —le dice al marido—, eso no nos importa, no es cosa nuestra”. Los diálogos, siempre muy cuidados, contienen una información muy significativa para desvelar la intención del director.

Crítica y representación son dos motivos temáticos sobre los que se construye el relato de El día de los tramposos. Como afirma Heredero en su sugerente estudio sobre Mankiewicz, este creador de historias las construye sobre la base de una doble representación.

el-dia-de-los-tramposos-2Por un lado, aparece un personaje que controla la trama y su desarrollo argumental y manipula al resto de personajes con una intención espuria, que en este caso se concreta en la recuperación del dinero, un bien material responsable de las más abyectas conductas. El personaje que controla los acontecimientos como si fuera el director de una obra de teatro es Pitman, el pícaro inteligente y pragmático de sonriente rostro y atractivo gesto. Cuando entra en el comedor lleva la cara tapada con un pañuelo que oculta parte de su rostro, pero deja ver sus lentes redondas de hombre culto. Despreocupado e insolente, se lo quita para comer un muslo de pollo, con lo que muestra su arrogancia y superioridad ante un público temeroso y pasivo.  Actúa como el protagonista el día del estreno, que se luce en el espectáculo a la espera de los aplausos. El mismo carácter teatral se evidencia en el gesto de la sirvienta, que se prepara para su papel atándose el pañuelo en la cabeza, estirando su delantal y suspirando de tedio antes de poner una falsa sonrisa; a continuación entra muy risueña en  el escenario —el comedor— con las dos bandejas. Esta parte pertenece a la representación de Mankiewicz y está cargada de sentido crítico; la siguiente pertenece a la representación de Pitman y su particular creación, como veremos.

La otra cara de Pitman es la de alguien interesado, cruel y sin otra moral que su propio bien. Pero también es un gran estratega, un inteligente manipulador y un perspicaz observador al que no se le escapa detalle. Al desencadenarse, tras el robo, el tiroteo entre asaltantes y asaltados, nuestro hombre se retira hacia el fondo más oscuro mientras observa, divertido, cómo se aniquilan entre ellos, y no duda en disparar por la espalda a uno de los suyos cuando ve que no cae bajo las balas enemigas.

Con estas dos acciones Mankiewicz ha preparado a su criatura, a su delegado en la historia, el que fraguará y resolverá conflictos y llevará a término el argumento. Parecerá que controla los acontecimientos a su conveniencia, hasta que a él, el director de carne y hueso, se le antoje intervenir con el sorprendente final. Esta relación entre el creador y sus personajes recuerda inevitablemente las pirandellianas aportaciones del teatro de comienzos del siglo XX, que sin duda Mankiewicz conocía. El juego de imaginar un personaje, al que se hace creer dueño de su destino para desbaratar esa situación con un golpe de efecto, indica el interés del director por los procesos creativos y la relación entre el autor y su obra; también evidencia el interés y conocimiento que este director poseía sobre los debates y teorías sobre el Arte y la Filosofía, propias del entorno intelectual de su tiempo.

La secuencia del burdel adonde acude Pitman para celebrar su éxito, y el noble y religiosos juez Lomax para consolarse de su fracaso, pone de manifiesto la forma sutil de denunciar la hipocresía social en la escena en que el segundo observa por un agujero de la pared las divertidas evoluciones eróticas del ladrón. La paradoja de que la lujuria de uno sea el desencadenante de la justa detención del otro no deja de ser un contrasentido cargado de humor y crítica, un recurso relevante en este filme y en el particular estilo de Mankiewicz. El humor le sirve para expresar la disconformidad del director con la desviación de los valores morales  de la sociedad estadounidense; la comicidad, para entretener y divertir, se encuentra en numerosos detalles secundarios, como el gesto de Pitman al abrocharse el cinturón con las pistolas estando totalmente desnudo.

En esta primera parte, con el protagonista tan preparado para la acción posterior, el clasicismo de Mankiewicz se expresa mediante el uso reiterado del contraste o antítesis, un signo más de su estilo. El rostro adusto y severo del juez que condena a Pitman y su manido discurso moral se oponen a la expresión frívola, taimada y desenfadada de Pitman, lo que muestra la superioridad del segundo, que no lo olvidemos, siempre tiene el control y un plan para sobrevivir.

La farsa continúa.

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El resto de personajes, los figurantes

Este conjunto de excelentes secundarios conforman una antología de perdedores, ingenuos, defraudadores e irresponsables violentos. Son las comparsas que acompañan a Pitman en su gran representación.

Está el joven, tan irreflexivo como hormonado, Michael Bodgett (Coy Cavendish), pillado in fraganti por un padre defensor de la honra de una hija, tan agitada por el deseo y la práctica del amor, que no merece tales desvelos. En un impulso, la bola de billar lanzada con puntería matemática por Coy impacta en el cráneo del enfurecido padre y convierte al joven amante en asesino.

A continuación, tenemos la entrañable pareja formada por Cirus McNut (John Randolph) y Dudley Winner (Hume Cronyn), los estafadores que venden falsos milagros en la Iglesia del Calvario, reproduce un tema común y frecuente en los western, pero también evoca al dúo formado por el Lazarillo y su amo. Como antes, la comicidad se fundamenta en la incongruencia de que el fuego de la estufa estropee el negocio de la venta del cuadro con Moisés y la zarza ardiente. El grupo crece con estos dos embaucadores clandestinos convertidos en delincuentes.

La puesta en escena sigue siendo muy esquemática, arquetípica y exagerada, lo que proporciona al filme el tono de farsa y parodia buscado por su creador. La secuencia del sheriff Lopeman en la cantina, donde el pistolero ladrón y borracho Floyd Moon (Warren Oates) se niega a entregar su arma, es tan tópica en el género que en principio parece irrelevante. Pero la benévola, pacífica y extravagante conducta del sheriff, dejando su pistola sobre una mesa, sólo le acarrea un disparo en la pierna, el reproche de los ciudadanos y mandatarios y el posterior despido. El mal vence al bien en todos los niveles, el personal, el social y el legal.

El escepticismo casi nihilista de Mankiewicz se cuela continuamente a través de estas pequeñas secuencias. Del mismo modo, la hipérbole sirve a la parodia, pues ya desde el comienzo estamos ante una caricatura moral de extremados comportamientos que cuestionan los cimientos morales de la sociedad. Otro detalle: mientras Lopeman instaura el orden moral expulsando a una prostituta del pueblo, la cámara realiza un movimiento panorámico hacia arriba para mostrar desde la ventana el atraco que se está perpetrando en la calle.

Las injusticias de la vida y la tacañería del tabernero volviendo a rellenar la botella con el licor del vaso de Floyd revelan los dos lados más miserables del ser humano: el interés por lo material y el desprecio por los principios. La sutileza y sencillez formales del lenguaje cinematográfico dejan en la superficie del relato los aspectos más cómicos  e intrascendentes, mientras el fondo rebosa de sarcasmo, cinismo y mordacidad.

La carreta que lleva presos a todos los personajes hacia la cárcel cierra esta  introducción. La imagen tiene tanto de cliché de western como de troupe de actores dirigiéndose al lugar de la representación.

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El desarrollo: preparando el espectáculo

La clave de esta parte, el desarrollo del argumento, se encuentra en la mirada como medio de observación y vigilancia, primero, y de mando y dominio de la situación, después.

Los ojos de Paris Pitman se esconden tras los lentes pero se fijan nada más llegar en las puertas abiertas del penal por donde regresa la carreta que los ha traído. Esa primera mirada define el objetivo esencial que motivará todos sus movimientos: la huida y la recuperación del dinero. Es interesante la escena del grupo de recién llegados de pie frente el alcaide Le Goff, como si fueran un grupo de actores preparados para la función, con Pitman como líder y organizador del espectáculo. Las palabras de Le Goff confirman esta interpretación: “¿Quién es Paris Pitman?… Pueden salir. Ya están preparados”.

Porque a partir de este momento Pitman va a catalogar y acercarse a aquéllos que le sirvan para sus fines. Primero recoge información sobre los que le rodean. Al veterano Niño de Missouri (Burgess Meredith) lo utiliza como fuente de información, y cuando éste le propone que cultive una mini-granja para “tener algo en que pensar”, Pitman responde que él ya tiene en qué pensar, es decir, piensa en su plan.

La fase de observación le permite detectar los puntos débiles de quienes le rodean, como sucede con las tendencias homosexuales de uno de los guardianes hacia el joven Coy, o la soledad y fuerza de Floyd, al que adula y regala comida para llevárselo a su terreno. Pitman aprovecha la impulsiva rebelión de Coy en la cantera para apoyarle y generar hacia sí mismo un movimiento solidario que le convertirá en líder. Como ejemplo de su estrategia, uno de los diálogos entre Paris y uno de sus enemigos, que prueba la profundidad y socarronería que subyace en la historia. La conversación se produce tras el tenso momento en que Paris defiende a Coy:

Pitman: Este puede ser el comienzo de algo grande.

Otro: ¿Como qué?

Pitman: Que podamos tener libertad para hablar (recibe un puñetazo).

El ojo vigilante de Pitman lo abarca todo. Tras su negativa a compartir su botín con el alcalde corrupto, su ojo —enmarcado por el hueco de la pared donde se encuentra la celda de castigo— sigue los acontecimientos que suceden en el exterior sin perder detalle. Contempla con indiferencia la muerte del alcaide a manos del chino Ah-Ping, gigante y loco. El estallido del motín es el punto de inflexión de esta fase de observación y análisis. A partir de ese momento comenzará la preparación del espectáculo.

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El personaje que posibilitará el desarrollo de esta segunda parte será el marshall Woodward Lopeman (Henry Fonda), cuya situación conocemos por la única secuencia paralela dentro de la serie de la cárcel. En un tiempo simultáneo, la acción pasa bruscamente del deprimido ambiente carcelario, gris y lluvioso, al primer plano de los mofletes sonrosados y brillantes de uno de los representantes políticos que desprecian la actitud y el trabajo de Lopeman. La cámara muestra el primer plano del rostro atento del cesado sheriff, que escucha la conversación tras las rejas de una puerta. El campo de la escena se va abriendo mediante un zoom de retroceso que amplía el plano y descubre las manos de Lopeman sujetando un bastón e intentando liar un cigarrillo, que finalmente es desechado y arrojado al suelo. El personaje  expresa así su inseguridad y cierta rabia contenida a causa de la injusticia de la decisión que ha castigado una acción bienintencionada, cuyo premio ha sido una cojera para siempre.

Cuando Lopeman se incorpora a su puesto como alcaide, su carácter sigue siendo el de un buen hombre lleno de ideas positivas y buenos deseos. La conversación con el coronel que le acompaña a su nuevo destino así lo demuestra, burla y sarcasmo incluidos:

Lopeman: Parece que esto está tranquilo.

Coronel: Esas mismas palabras dijo el General Custer.

Lopeman: Estos no son animales, coronel.

Coronel: Nadie lo diría.

La nueva situación se centra en la relación entre Pitman y Lopeman, por un lado, y la de aquél con los presos que le van reconociendo como líder, por otro. El enfrentamiento entre ambos, Pitman y Lopeman, en la celda de castigo, convertida en confortable habitáculo por los amaños y fullerías del primero, se resuelve en una  pugna de miradas que esconden intenciones y objetivos.

La acción se duplica en los dos sentidos: por un lado, Pitman colabora progresivamente con el sheriff en el aseo y en la construcción de nuevos edificios, que presumiblemente contribuirían al bienestar de los presos; y por otra, consigue ilusionar a sus seguidores en un proyecto para escapar y en la esperanza de compartir el botín. Tras el episodio en que Pitman salva a Lopeman de morir aplastado por el descomunal chino, aquél muestra una doble faz, pues se sincera con las palabras mientras finge en sus acciones. Como siempre, el diálogo es tan significativo como revelador:

Lopeman: Los presos te respetan, ¿qué significa eso para ti?

Pitman: Quizá unas latas de cerveza o unos cigarrillos.

Lopeman: ¿Por qué te empeñas en demostrar que eres mala persona?

Pitman: Porque lo soy. Es mi profesión y estoy en la cumbre.

La comicidad de los baños en los toneles y su evocación del cine mudo corre pareja a la de los ángeles con senos que dibuja Dudley. La lujuria visual de las coloristas imágenes, además de un tópico carcelario, deja ver el puritanismo timorato del sheriff y la sociedad que representa, así como el constante interés por el dinero generado por el hipotético negocio de los cuadros. La velada denuncia del materialismo vigente en su época es mostrada por Mankiewicz en contraste con los escrúpulos de Lopeman, atributo que refrendan las burlonas palabras de Pitman: “Lopeman, este tipo de cosas no le gustan, ¿verdad? Tampoco el alcohol. ¿Qué es lo que hace usted?”.

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La pregunta final pone en evidencia la ignorancia por parte de Lopeman de los ocultos planes de su preso favorito. Pitman dirige el proyecto de huida como un director una obra de teatro, asignando un papel a cada uno y controlando los movimientos de todos. Ha pasado de la observación a la acción, aunque hay un personaje algo más lúcido y pragmático que los demás y se resiste a caer en la trampa de la representación. Se trata de Dudley, que acusa a Cyrus de fingimiento y falsedad, tal como atestiguan sus palabras: “Termina de una vez… La comedia. A mí no me la das”.

También el fallido ahorcamiento de Cyrus será ficticio, pues cuando su amigo del alma lo abraza, guiña un ojo a Pitman, que, como siempre, controla  la situación. Su papel de director y gran artífice de la gran representación que se avecina se consolida, como es habitual en Mankiewicz, en el contenido del diálogo siguiente:

Kid Missouri: ¿Cuándo va a ser eso?

Pitman: Cuando yo lo diga.

Pitman persiste en su rol de hombre subversivo, contestatario, rebelde y coherente con sus principios cuando se niega a pronunciar el discurso que el sheriff le solicita, y es descarnadamente contundente en su denuncia de una ley que es dura para ahorcar a jóvenes impulsivos e inconscientes, y blanda para permitir a los presos trabajar en las nuevas construcciones.

Otra vez no nos resistimos a reproducir la violenta discusión, una excelente síntesis del relativismo moral de un sistema menos justo de lo que presume:

Lopeman: Yo he jurado hacer cumplir la ley, hijo de mala madre.

Pitman: Yo seré eso, pero usted también lo es.

Todo parece preparado para el gran momento, el aparente momento climático: el día de la inauguración de las nuevas instalaciones, con asistencia de las autoridades representativas del orden y la ley.

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El clímax: una fuga explosiva y el desenmascaramiento

Con una estructura clásica, la acción se acelera y desdobla con la narración en paralelo de dos acciones simultáneas. Mientras en el comedor van entrando los presos, aseados y formales, junto con los dignos visitantes que ocupan la mesa presidencial, fuera, en el patio, cada uno de los figurantes va realizando aquello para lo que Pitman  les ha preparado.

Los pequeños actos de Floyd y el Niño de Missouri para despejar el terreno y colocar los explosivos, se alternan y contrastan con la lentitud de los sucesos que tienen lugar en el comedor, con discursos cargados de malicia, sarcasmo e intención crítica. El orador principal se congratula con gran cinismo por la construcción del “único comedor levantado por asesinos, ladrones y algún pervertido sexual”. El contraste entre el gesto aburrido y hambriento de unos hombres privados de libertad, con el contenido del texto bíblico que recita, grandilocuente, una recatada maestra (“Soy el dueño de mi destino y el capitán de mi alma”), convierten el acto en una farsa ácida y esperpéntica. Pues eso es precisamente lo que van a hacer a continuación: hacer realidad la sentencia religiosa tomando las riendas de la representación e intentando cambiar sus destinos.

La ironía de esta circunstancia se acentúa en el discurso de Pitman, cuyo contenido, provocador y sarcástico, da la señal para la rebelión, el motín y la fuga: “Quiero decir a todos… Figúrense, después de lo que hemos sido, de lo que hemos hecho contra la sociedad… Nos dan esto: pollo con guisantes y puré de patatas”.

La escena desprende una tensión máxima. Todos gritan, arrojan y rompen cosas, corren. Pitman y Lopeman, como los dos actores principales de una obra, se quedan sentados, quietos, mirándose. Los rostros se enfrentan en el gesto: Pitman, sonriente y cínico. Lopeman, rabioso.

Esta parte concluye con rápidas y continuas acciones en paralelo que muestran el modo de huida de cada uno de ellos. Todos van cayendo ante la mirada astuta y concentrada de Pitman mientras conduce a cada uno de los secundarios de su representación a la muerte. El plano general de Pitman, cabalgando hacia el horizonte y dejando atrás el paisaje seco y desértico donde se alzan los muros de la prisión, parece ser el comienzo del fin de la historia.

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Un desenlace a modo de epílogo

Este último capítulo de la historia se inicia con un plano medio de Lopeman y una escueta frase llena de dureza y furia: “Pienso matarle”.

Las peripecias de perseguidor y perseguido se estructuran en acciones paralelas, de las que subrayamos las palabras de la viuda que ofrece ropa, comida, cama y caballo a Pitman. Como las sibilas, su porte y lenguaje poseen cierto aire oracular propio de los que perciben lo que hay tras la superficie de las apariencias. Cuando Pitman, tan vanidoso y engreído como siempre, le dice que su marido debía ser estrecho de hombros, ella le replica: “Sí que lo era. Y ojalá estuviera aquí ahora. Y no tú”.

Más tarde, en su respuesta al interrogatorio de Lopeman, sus palabras suenan como una sentencia que anticipa el fin de Pitman: “Usted es el primer hombre que veo en tres semanas”. La ambigüedad de la respuesta con su doble significado implícito, responde tanto al sentido de la historia, donde la mujer expresa su deseo de ocultar el paso de Pitman, como a la desaparición de aquél como personaje principal de una representación, que ya no controla.

La secuencia de su muerte, tras la picadura de una serpiente encerrada en los calzones femeninos que le sirvieron de saco en otros tiempos más cómicos y divertidos, da fin a la vida de Pitman que, como una serpiente y quizá en su sentido simbólico, se arrastra hasta caer sobre él los bultos del dinero. Su cara de dolor, extrañeza y miedo prueban que ésta ya no es su obra, su representación, sino la de otro director, Mankiewicz, el que realmente escribe la historia, la dirige y realiza.

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El mentiroso ha muerto, han caído las máscaras de sus picardías, argucias y estrategias de superviviente simpático y listo. Las lentes de cristales falsos que Dudley tiró despectivamente al cubo de los desechos anticipaban el fin de un personaje cuyo truco ha sido descubierto. Como siempre, las palabras escriben lo que la imagen sugiere: “Todo ha sido una farsa de ese canalla. Nos ha engañado a todos”, dice Dudley.

El auténtico final está por llegar. La vuelta de Lopeman llevando el cadáver de su enemigo hasta las puertas de la prisión es deliberadamente lenta. La cámara, detrás del personaje sobre su caballo, describe una panorámica vertical que deja ver al fondo los muros circulares de la cárcel en un plano general con  suave picado. Se enfoca al jinete parado y a su mirada sobre el muerto con la cabeza y los brazos colgantes. En la fachada del hospital, un rápido plano de detalle de una placa con el nombre del marshall Woodward Lopeman. Pensativo, en un plano medio de perfil, que dura casi dos minutos. Golpe al trasero del animal que lleva el cadáver sobre la grupa y galopa hacia las puertas abiertas de la prisión. Vuelta muy violenta del caballo de Lopeman, que se aleja, con las alforjas llenas, hacia el horizonte.

Este sorprendente final acaba también con los anteriores atributos de un sheriff honesto y valiente, cuyo trabajo era la defensa de la ley. Se ha cerrado un círculo donde las palabras de Pitman se convierten en sentencia. Lopeman le llamó “hijo de perra”, pero resultó que él, efectivamente, también lo era.

Resulta interesante el interés de Mankiewicz por acreditar que estamos ante una estructura circular donde cada historia contiene otras, concéntricas en su trabazón, como las matrioskas rusas o las cajas chinas. Por ello el cambio de Lopeman se ilustra con el plano de sus manos liando un cigarrillo, esta vez con firmeza y esperanza; mientras fuma, da unas alegres palmaditas a las polainas, tan tensas y prometedoras como la vida que le espera al otro lado del río, en tierra mexicana. La misma voz en off del inicio del filme, pronuncia ahora las palabras que clausuran definitivamente la historia: “…Y fue feliz el resto de su vida”.

Para algunos críticos la transformación moral del personaje de Lopeman no está demasiado lograda pues se zanja de un modo excesivamente breve y sintético. Pero hay que tener en cuenta que la película era mucho más larga y que la Warner suprimió 45 minutos, además de los cortes censurados, como los desnudos de Eileen O’Neill en el prostíbulo, debido al puritanismo imperante, que no sale nada bien parado en el filme.

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A mí, como espectadora, me parece una película perfecta y significativamente coherente con la filmografía de Joseph Leo Mankiewicz.

Con Heredero comparto la admiración por el ingenio de la representación dentro de la representación, con la que este director invita a reflexionar sobre el cine y sus engranajes para imaginar y contar historias mediante imágenes, textos y música. Un arte tan complejo, heterogéneo y diverso como el cine se revela elegante, sencillo y transparente, pero sólo en apariencia, pues en palabras de Mankiewicz, el mejor guión es aquel que no se hace notar. Con este artificio de hacer fracasar al demiurgo, al forjador de tramas, al usurpador, Mankiewicz nos habla de su propio vacío, su soledad y humillación. Y con ellas nos remite a las circunstancias de todos los hombres, por lo que sus películas tienen un valor universal. Sus “cuentos morales” y la elección de la comedia como vehículo de sus ideas, como decía Rohmer, transmiten una lúcida visión fatalista del mundo, de la estupidez de los hombres, de la vanidad del poder y, sobre todo, de la mentira del éxito basado en valores materiales.

Y si nos ponemos a ello podríamos también interpretar algunos símbolos, el más evidente el de la serpiente como signo de engaño y falsedad, por lo que no es extraño que Pitman entregue en custodia su botín a sus semejantes. Si vamos más allá, “pit” significa “pozo, abismo, fosa, trampa, infierno”. Y “lop” es la acción de “podar recortar, descabezar, eliminar”. O sea, que podría ser que el Tramposo Hombre del abismo infernal fuera eliminado, literalmente descabezado, por el gran Eliminador.

Pero pensemos: el brusco giro del caballo de Lopeman cabalgando con el dinero robado y dejando atrás su integridad anterior, ¿no es un corte, al menos de respiración? Y de mangas también.

Escribe Gloria Benito

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