Julio César (Julius Caesar, 1953)

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Estrellas sin culpa y hombres honorables

julio-cesar-11Hubo un tiempo no muy remoto en que las adaptaciones cinematográficas del Bardo Inmortal no acudían a una fotografía demoledora o a adaptaciones modernizadas para triunfar, sino que basaban su espíritu en un soplo más teatral: sobriedad decorativa, actores de primer nivel, una gran fidelidad al texto… y para de contar.

Con dos décadas de carrera y cuatro premios de la Academia a su espalda, Joseph L. Mankievicz decidió subirse al carro shakesperiano dominado por la escuela inglesa y, especialmente, por Laurence Olivier (al que dirigiría en La huella, por la que el inglés logró su décima nominación a una estatuilla).

Su primera incursión en el mundo romano, que luego retomaría diez años más tarde con el péplum Cleopatra, llevaba a Mankievicz a seguir consolidándose a ojos de la Academia mientras ampliaba su registro narrativo y dejaba para la posteridad una de las consideradas —junto a las de Olivier y algunas de Kenneth Brannagh— mejores adaptaciones de Shakespeare en la historia del cine.

Si lo conseguía era porque se ceñía fundamentalmente a los elementos comentados más arriba: desechaba la experimentación y prefería depender más de unos actores de enorme nivel que recitaban los versos de la obra original con una gran fidelidad.

En ese sentido, siempre se ha destacado el trabajo de Marlon Brando como Marco Antonio, especialmente merced a la escena del discurso con el cadáver de un César despojado de toda gloria a sus pies. Es esa, fundamentalmente, y no el resto de su interpretación (que en el resto de la cinta pasa más a un segundo plano, mucho más comedido que en la famosa escena) la que le valió a Brando la tercera de sus históricas cuatro nominaciones consecutivas a Mejor Actor.

Con todo, no es Brando quien sostiene los mimbres de la adaptación, sino su antiguo colaborador James Mason en el papel de Bruto (y no escapan a los cronistas las tensiones entre ambos actores por este enfrentamiento). Mason ejemplifica a la perfección todos los valores del Julio César de Mankiewicz, con una introspección perfecta en un personaje que evoluciona, pero que en breves momentos de pantalla queda retratado a la perfección.

Y es que lo que consigue la cinta es transmitir sin mediar descripción, ni siquiera acción, sino tan solo diálogos y monólogos, lo que mueve el alma de cada personaje: las dudas y el compromiso con la República de Bruto, con su consiguiente dolor; la fiera determinación vengativa (y un tanto ambiciosa) de Marco Antonio; la envidia que corroe a Casio; el ego y la grandeza impostada de César…

Las lecturas que se pueden hacer del que probablemente sea el asesinato más famoso de la historia, y de cómo lo refleja Mankiewicz, son muchas, y no precisamente ligeras. Al igual que en la obra de teatro, es necesario un mínimo (o no tan mínimo) conocimiento de la Historia romana para captar los matices tras el malestar de los senadores ante la creciente estrella de César, heredero espiritual de una Monarquía (del Tarquinio expulsado de las calles) que no había dejado un recuerdo precisamente grato.

La amplia mayoría de esas lecturas, de ese enfrentamiento entre Monarquía/Imperio y República, entre el amor personal y el bien de la comunidad, entre la libertad y la seguridad, o entre la grandeza y la envidia, reside fundamentalmente en la primera mitad de la cinta, la que llega hasta el asesinato de César a los pies de la estatua de Pompeyo, con la manipuladora justificación de Bruto, y el no menos manipulador panegírico de Marco Antonio. Ambos discursos suponen, sin la menor de las dudas, una de las escenas más memorables, si no la que más, de todo el cine que se haya atrevido con un texto de Shakespeare.

Y también suponen el cierre de la profundidad narrativa y lo memorable de la cinta. Frente al bien construido desarrollo de la conspiración para lograr el asesinato, me resulta (y me resultaba ya en la obra de teatro original) más flojo el relato del enfrentamiento entre Marco Antonio/Octaviano y Bruto/Casio. Y si bien James Mason sigue dándonos escenas magníficas (la recurrente presencia fantasmal que persigue al protagonista, y anida en la traición), son las menos en comparación con el trabajo anterior.

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Quizá ello se deba a que en su tramo final la cinta no se convierte sino en una narrativa más de un enfrentamiento entre tropas del Imperio romano: predecible por completo en su resultado, por añadido, y sin que éste pueda considerarse más que un apartado de acción, que es el único que suele añadir un mínimo de interés a dichas subtramas. Tampoco el texto original está a la altura de lo que había sido hasta el momento, a pesar de que las actuaciones sigan sin decepcionar.

Más allá de eso, no está de más recordar la siempre curiosa inexactitud histórica tan característica de la época, no tanto por los hechos que se narran (aunque bastantes licencias hay), sino por una ambientación cuyo cuidado queda en un plano bastante discreto.

Al cabo, quizás sea únicamente la “falta de personalidad” lo único que pudiera recriminársele a la película. Mankiewicz hace un trabajo de dirección excelente, de ello no cabe la menor duda, pero su apego al original es tal que es prácticamente imposible distinguir su huella por detrás de la de Shakespeare.

Y aunque, como digo, se le pudiera recriminar algo así, es más justo señalar que precisamente esa característica fue la que encumbró a esta como la mejor adaptación de Julio César que haya visto el cine, y que ha hecho que asociemos de manera imperturbable los rostros de actores como Brando y Mason a sus personajes.

La taquilla fue benevolente con la cinta (recaudó el doble de lo gastado en producción), si bien tampoco se convirtió uno de los mayores éxitos de Mankiewicz (La condesa descalza o Eva al desnudo doblaron su taquilla, esta última con costes de producción menores). La crítica, sin embargo, premios de la Academia incluidos (cinco nominaciones, y una victoria técnica), se fijó pronto en ella, y la encumbró poco a poco hasta convertirla en una de las cintas más recordadas del director, y del cine de la época, dejándola en el justo lugar que merecía.

Y si otras cintas quedan por debajo, al cabo, no será culpa de Mankiewicz, sino de ellas por consentir en ser inferiores. O eso nos enseña Casio.

Escribe Jorge Lázaro

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