Acta de defunción de la aristocracia
Inscrita en una etapa álgida artísticamente, después de la concesión de los Oscar a la mejor dirección por Carta a tres esposas (1949) y Eva al desnudo (1950), la película protagonizada por James Mason y desarrollada en Estambul participa del leitmotiv que guía la mirada de Mankiewiccz: la dialéctica entre lo nuevo y lo viejo, la pugna entre el impulso renovador —arrogante, juvenil, impulsivo, ambicioso— y el afán de permanencia de lo establecido, el instinto de conservación propio del ser humano, el anhelo del statu quo por perpetuarse.
Desde Eva al desnudo (y la tan sutil como despiadada competición entre dos —tres— actrices por conseguir el laurel de la fama) hasta La huella (donde la lucha se simboliza a través de dos actores ingleses pertenecientes a diferentes generaciones: Laurence Olivier —de retirada, aunque sabe más el diablo por viejo que por diablo— frente a un contenido e hieráticamente impetuoso Michael Caine), la batalla, la querella entre lo anciano y lo moderno (uno de los tópicos del pensamiento occidental) preside la filmografía del director de Cleopatra (1963).
En esta película, un repelente Roddy MacDowall encarna a un joven y maquiavélico avant la lettre Augusto, símbolo de una nueva cosmovisión y de una nueva concepción del poder, más política —pragmática—, frente a los valores del honor y la honra, fracasados por inoperantes y añejos, anacrónicos.
En Operación Cicerón, Mankiewicz levanta acta de defunción de unos modos y maneras propios de la aristocracia, del fairplay británicos que la guerra va a arrumbar. Los estertores, la agonía de un Imperio corroído internamente, erigido sobre la hipocresía y el elitismo-clasismo, que sólo se sostiene en las formas, en el amaneramiento, son retratados sin ningún atisbo de compasión, sin ninguna elegía melancólica.
Debido tal vez al influjo del pujante neorrealismo italiano, se decidió rodar las escenas exteriores en las localizaciones reales en las que transcurría la acción. De ahí que la película ofrezca una dialéctica entre secuencias rodadas en interiores (los salones barrocos de la sede diplomática —y su cosmovisión— inglesa en decadencia, especie de Dédalo por donde sólo se puede discurrir con mentiras y doblez) frente a numerosas panorámicas que retratan los lugares más emblemáticos y turísticos (el Bósforo, la Torre Gálata, Santa Sofía…) de Estambul.
Así pues, el molde genérico del cine de espías (en un mundo en el que se libraba una guerra fría) le sirve al director de La condesa descalza (1954) para canalizar su crítica frente al inmediato presente y al más reciente y periclitado pasado. La falsedad del dinero y del afán de lucro que actúan como resortes del comportamiento del lábil protagonista es un reflejo simbólico de la falsedad del mundo.
La peculiar situación geográfica de Estambul la ubica como gozne de Oriente y de Occidente. Esta constitución bipolar la ha convertido, desde sus orígenes —Bizancio, Constantinopla—, en un enclave propicio para que la mentalidad católica-apostólica-romana haya proyectado sobre ella todos sus miedos y fantasías surgidos del encuentro con una alteridad que sirve de marco especular en donde insertar filias y fobias.
Esta ciudad fronteriza ha sido emblema de un territorio lábil y escurridizo, de una cartografía edificada sobre un locus liminar por el que fácilmente se puede transitar entre los difusos límites de la ambigüedad. En cierto modo, el cine hollywoodiense será el arte que potencie y comercialice unos estereotipos provenientes de la mitología literaria, acabando de aquilatar un imaginario que se desenvuelve entre el deseo contenido y la incapacidad de percibir la ciudad real, anteponiendo el prejuicio a cualquier atisbo de proximidad, en aras de unas historias y unas localizaciones que se rebocen en los bordes de la perversidad.
El viaje a Oriente
El movimiento romántico construyó unas vías de escape imaginarias en las que poder refugiarse ante el avance imparable de la Modernidad y todos sus añadidos. Ciencia, razón y técnica, al mismo tiempo que acabarán con los fantasmas de la superstición, fundarán los demonios interiores del nuevo hombre. Por el rechazo visceral de una sociedad material y materialista, los escritores románticos emprenderán una doble huida: de Norte a Sur, de las espesas brumas septentrionales a la calidez de la ribera mediterránea (Goethe viajará a Italia que, junto con España, se convertirán en lugares de peregrinación artística); de Oeste a Este, de Occidente a Oriente, en busca de un oxígeno moral (y carnal) que les permita soportar la opacidad cristiana de sus países de origen, que les ayude a esquivar el ocaso y muerte de la fantasía en brazos del orto del sol.
Gérard de Nerval y Gustave Flaubert fueron dos de los más conspicuos viajeros orientalizantes, en una especie de viaje de iniciación que perseguía materializar en la realidad geográfica todas las fantasías y tabúes que Occidente les obligaba a reprimir. En cierto modo, se invertía el aforismo paronomásico que Van Helsing pronunciaba en su clase magistral en el Drácula de Coppola: “Civilización es sifilización”, si bien en nuestro caso los cansados y decadentes civilizados perseguían dar rienda suelta a sus fantasmas sexuales, aun a costa de contraer una enfermedad que les minaría paulatinamente su salud hasta llevarlos a la tumba. El Orientalismo adquiría así carta de naturaleza fundacional.
La evasión de Occidente
Cinematográficamente, en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado el cansancio acumulado en el espíritu cristiano occidental se proyectó a través de las ruinas materiales de las ciudades más emblemáticas que habían participado en la segunda guerra mundial.
Roberto Rossellini ofrece dos ejemplos de la destrucción moral —igual o más profunda que la material— que supuso el conflicto bélico: Roma, ciudad abierta (1946) y Alemania, año cero (1948). Las secuencias finales de esta última son un magnífico compendio del grado de perversión y ruina ética en la que se había instalado la Alemania, el Berlín posbélico —sinécdoque de Europa entera—: el suicidio del joven protagonista desde lo alto de un edificio destruido, en medio de una devastada capital del antiguo Reich, después de haberse entrevistado con su antiguo maestro, entrevista en la que pierde su última dignidad ante la pasión pedófila de su viejo mentor. No hay lugar para la inocencia en medio del desastre urbano, civilizatorio y, especialmente, espiritual. Ambos han discurrido en paralelo.
Igualmente, El tercer hombre (1949), de Carol Reed, exhibe otra narración del desencanto total, de la pérdida de la ingenuidad, en medio de la brumosa, sombría y expresionista Viena, cuna del refinamiento cultural occidental, antiguo bastión frente al empuje del imperio otomano, entre cuyos edificios derrumbados aún queda suficiente espacio para que se desenvuelva una rata de dos patas que pretende enriquecerse comerciando, en el mercado negro, con las escasas medicinas existentes.
El buenismo americano encarnado por Joseph Cotten a través del rol de un escritor de novelitas del oeste se choca de bruces con la maldad capitalista, con el liberalismo a ultranza de un antiguo amigo interpretado por Orson Welles: Harry Lim. Ambos amigos representan al Jano bifronte del American way of life, esa sociedad norteamericana vencedora de la posguerra en cuyo seno palpitan los impulsos contradictorios de un Doctor Jeckyll idealista y un mister Hyde pragmático y sin escrúpulos. Nuevamente, Welles-Kane abusará de la amistad de Cotten.
Las ciudades exóticas
Precisamente en paralelo a los anteriores títulos cinematográficos, retomando los estereotipos que el cine mudo y las películas de los años treinta habían puesto en circulación, surgen toda una serie filmes cuyos argumentos trascurren en escenarios más o menos exóticos, alejados de los núcleos de poder y devastación occidentales, con una serie de protagonistas caracterizados por su condición de apátridas en tanto en cuanto rechazan las actuaciones perpetradas por sus países de origen; unos antihéroes heroicos imbuidos con un cierto halo de cosmopolitismo que los diferencia y los vacuna contra los prejuicios nacionalistas que tan funestas consecuencias han desencadenado a nivel mundial.
A nivel literario, Tánger será el refugio por el que deambularon William Burroughs, Allan Ginsberg, Jack Kerouac, es decir, la beat generation, amén de residencia permanente de Paul y Jane Bowles. Las drogas, la materialización del amor homosexual y su realización sin trabas frente a los dogmas puritanos, tanto católicos como luteranos, serán la coartada para revivir y resucitar los decimonónicos viajes a oriente. Bertolucci rendirá admirado tributo a estos nómadas de sí mismos mediante la adaptación de la novela homónima de Bowles: El cielo protector, narración en la que la imposibilidad del amor se fosiliza en la extrañeza que destruye a los personajes y que se refleja en el desértico paisaje, más moral que físico.
Casablanca (1942), de Michael Curtiz, inaugura la recreación artificial, en estudio, de un espacio tan exótico como ambiguo, una especie de oasis ficticio en medio de la vorágine destructora en la que se haya inmersa Europa. La ciudad de Casablanca se convierte en el epítome de ciudad infestada de espías, de vividores, de desesperados que huyen de la tragedia; de canallas y de héroes en un mundo en que el heroísmo ya requiere un tono bajo, una voz opaca, pues presagia el fin de un dualismo maniqueo en que el bien y el mal ya no se enfrentan, sino que se rozan.
Rick Blaine será el cínico aparente, el idealista magullado por la derrota de la República en España, cuyo corazón sangra a partes iguales por el dolor político y por el sentimental, último bastión (como la antigua Viena) al que aferrarse en un espacio sin moral, en un dédalo de espíritus abyectos movidos sólo por el interés crematístico, excepto los alemanes, habitados por un furor destructor peor que la simple plutocracia: insobornables, fanáticos, sacerdotes de una nueva y fatal religión. Todo un escenario de cartón piedra acertará a expresar la sordidez moral de sus habitantes, cuya vacuna frente a la desesperación todavía puede ser interpretada y conducida por la mirada alcohólica, melancólica pero digna de Rick. La mera interpretación de La marsellesa sirve para insuflar ánimos a los personajes y, sobre todo, a los espectadores.
Encadenados (1946), de Alfred Hitchcock se muestra como un apéndice del exotismo citado, que se prolonga más allá de las ciudades de oriente, allende los mares. Comparte con la película de Curtiz un protagonista abonado, aparentemente, al cinismo, puesto que su desempeño profesional así se lo exige. Pero de igual modo que Rick, bajo su máscara impertérrita se esconde un hombre enamorado, cuyo amor debe supeditarse al deber, aun a riesgo de perderlo.
Ahora será Río de Janeiro el escenario donde transcurrirá la trama, refugio de los nazis evadidos de Europa, espacio neutral desde el que pretenden erigir un nuevo Reich, símbolo del placer de vivir y capital del cosmopolitismo por excelencia, connotado aquí negativamente, por lo que los personajes regresarán a la seguridad de los Estados Unidos. Gary Grant consigue el objeto preciado de Rick: al final, salva in extremis de una muerte por envenenamiento a Ingrid Bergman, que había sido sacrificada en Casablanca en el altar de la necesidad política.
Turquía: Estambul
En 1952, Joseph L. Mankiewicz rueda Operación Cicerón, cuyo argumento principal se sitúa en la capital de la antigua Asia menor, la península de Anatolia: Ankara. Después de la desaparición, por consunción propia e interna, del declinante imperio otomano, Atatürk funda la República de Turquía con el confeso objetivo de occidentalizar el país, tomando como modelo la cultura y la eficacia germánicas.
Frente a los clichés tradicionales, el director inglés realiza un filme en el que cabe destacar los dos carteles que aparecen en el prólogo y el epílogo: las secuencias exteriores han sido rodadas en los lugares donde transcurren, a saber, Estambul y Ankara. Este afán por mostrar los espacios reales responde a un empeño de documentalización de la ficción, con la expresa intención de subrayar y aumentar la dosis de verdad del argumento, a la par que obliga a dejar de lado los estereotipos sobre lo turco que pueblan el imaginario occidental.
Básicamente dos son las connotaciones peyorativas asociadas a gentilicio turco. Por un lado, el adjetivo designa a un hombre muy celoso y controlador, dominante, con tendencia a la poligamia. Por otro, se asocia a cierta sexualidad desviada, a una sensualidad pervertida. Valgan como ejemplos de lo dicho la película de Vicente Aranda La pasión turca, en donde Ana Belén sufre las mil y una humillaciones por parte de su amor turco, como consecuencia del impulso de liberación sexual que la corroe y cuyo cumplimiento ella lleva en el aura erótica asociada el exotismo orientalista de su objeto de deseo: la secuencia en que es sodomizada en el autobús ya es todo un síntoma de la deriva sexual en la que se sumergirá, primero gozosa, después vapuleada, la reprimida e insatisfecha adúltera española.
El tema de la malcasada trasladado a oriente. Este mismo afán sodomita aparece en una secuencia de Lawrence de Arabia, de David Lean, cuando el protagonista interpretado por un angelical, místico, apolíneo y níveo Peter O´Toole es capturado por el ejército turco y un muy estereotipado turco en la piel de José Ferrer procede a torturarlo mediante la sodomización.
Operación cicerón (1952), de Joseph L. Mankiewicz
Fiel a su marchamo de hacedor de películas con unos diálogos muy elaborados, tan sofisticados que rozan lo literario (valgan como ejemplos Carta a tres esposas -1948-, Eva al desnudo -1950- y la posterior La condesa descalza -1954-), Mankiewicz se aprovecha de las convenciones genéricas del cine de espías, aliñado con la presencia de un amor fou, para perpetrar una disección de la apolillada clase dirigente que rigió los destinos de Europa y la condujo hasta la hecatombe de la segunda guerra mundial.
Pues Operación Cicerón se vale de la codificación establecida para socavarla desde dentro, mediante la radiografía de carácter reporteril que persigue desvelar la figura de un personaje histórico, un espía sobrevenido que tuvo en sus manos los secretos de la operación Overlord (el desembarco en Normandía, la apertura de un segundo frente en Europa por parte de los aliados), que se los puso en bandeja a los alemanes y que éstos, debido a su prusiana severidad y a su rígida disciplina epistemológica no supieron apreciar y valorar.
James Mason interpreta magistralmente, como suele ser habitual en él, a un parvenu, a un arribista que se ha formado y forjado durante el esplendor del mundo entre guerras, los happy twenty, una reverdecida y falsa Belle Époque que la segunda conflagración mundial enterrará para siempre. Su nombre es Diello, que en realidad es su apellido. El nombre de pila se nos oculta porque en él se esconde la clave de su personalidad: Ulises Diello, oriundo de Albania, uno de los países balcánicos que permanecieron bajo la égida otomana hasta principios del siglo XX.
Así pues, sus orígenes se inscriben dentro del fenecido imperio otomano, del cual ha adquirido esa cualidad escurridiza, ambigua; ese carácter taimado, dispuesto a regatear y vender en almoneda cualquier noticia o secreto que le reporte pingües beneficios: una especie de turco agazapado y escondido debajo de un disfraz que su faz occidental (Ulises-Odiseo) le ha ayudado a construirse.
Diello se ha hecho a sí mismo a través de una máscara (persona): se ha cultivado y refinado tomando como modelo el concepto de caballerosidad del imperio británico, siendo él mismo un gentleman en las formas y en los modos, en las apariencias, de ahí que su profesión haya sido (y sea) la de ayudante de cámara (valet). Una pura máscara, un puro artificio que decide rellenar de contenido mediante el engaño y aprovechándose de su ventajosa situación como valet del embajador británico en Ankara, así como de la estulticia de los integrantes de la embajada y del servicio de contraespionaje alemán. Toda la trama que urde este Ulises, todo el caballo de Troya que pergeña tiene, como único fin, su enriquecimiento personal y su consagración como caballero no solo en las formas (que domina, controla e interpreta a la perfección), sino en el contenido (bienes, posesiones, riqueza).
Para más inri, añadiendo el componente amoroso a la trama de espionaje, en última instancia el resorte que activa el mecanismo del arribismo en Diello será su amor contenido, latente, por su antigua señora: la condesa Ana Staviska, viuda de un noble polaco germanófilo, de nacionalidad francesa, que sobrevive en Ankara cenando en las recepciones oficiales a las que es invitada por su belleza y glamour, como adorno y oropel, pero más pobre que las ratas después de haber empeñado todas sus joyas y de no conseguir que los alemanes le restituyan los dominios y las tierras que su extinto esposo poseía en Polonia. Una exiliada, apátrida y empobrecida mujer, condición que comparte (aunque nunca la asumirá ni reconocerá, por orgullo y dignidad –falsa– aristocrática)
De esta manera, se entabla un duelo verbal entre el mayordomo y la señora, una partida de ajedrez en la que el hieratismo y la contención de Diello, sus artimañas intelectuales y su chantaje sentimental serán destrozados, hechos añicos por la sabiduría de la mujer fatal, que engañará al desconfiado Diello, hurtándole todo el botín acumulado mediante la venta de secretos a los alemanes.
Mankiewicz ya había subrayado a lo largo de la narración el componente de fingimiento sobre el que se cimentaba la trama. De hecho, su principal objetivo es desmitificar la aura que rodea al personaje de la condesa Staviska, evidenciar la corrupción moral y material que anidaba en ese mundo de nobles y aristócratas decadentes que desembocó en el ascenso de los totalitarismos en Europa (fascismo y comunismo), mundo idealizado por la literatura y el cine, por el arte en general (ahí está la última película de Wes Anderson: El gran hotel Budapest) como una época dorada, como un esplendor de refinamiento y saber vivir bajo el que se escondía la podredumbre que incubaría el huevo de la serpiente y sus trágicas consecuencias.
La condesa y el ayuda de cámara son dos apátridas cosmopolitas, sin ninguna atadura emocional (ni patria ni familia ni religión), dos ciudadanos de un mundo en plena guerra y que persiguen sobrevivir a toda costa con la única ayuda de sus propias artimañas y su sagacidad innata, de puros y duros supervivientes en este mundo lleno de fieras. Así pues su pacto contra natura, la alianza forzada entre la nobleza y el populacho es una estrategia de mero interés común, que el sujeto masculino la interiorizará hasta creérsela (se enamora), mientras que el componente femenino la utiliza como un subterfugio más en su anhelo de recuperar la grandeza periclitada.
En una precisa y dosificada vuelta de tuerca, el guión desemboca en un clímax final catártico: una estridente y sonora carcajada de Diello que sirve para liberar su dolor, para restañar las heridas de su corazón a la vez que castiga a la aparente vencedora en el duelo de esgrima intelectual contemplado, pues los billetes —las libras esterlinas— con que los alemanes han retribuido los servicios de Ulises son falsos. El urdidor de tramas, el artero Odiseo (y su falsa Penélope) han sido vencidos con sus mismas armas.
Ya no hay Ítaca alguna a la que regresar o donde refugiarse, ni siquiera ese balcón con unas maravillosas vistas sobre la bahía de Río de Janeiro, puerto de arribada donde Diello (vestido cual fotocopia de Rick en Casablanca) pretendía haber conjurado sus fantasmas interiores (de joven, siendo mozo en un carguero, había contemplado desde la cubierta de un barco, en esa misma bahía, a un señor-caballero observando el barco y a él mismo: la imposibilidad o el fracaso de que el contemplado devenga contemplador) y haber alcanzado el cenit del éxito.
Detrás queda la escenografía de una Turquía moderna, con imágenes de su capital política (Ankara) y de la capital cultural (Estambul). La persecución de Diello por las calles de Estambul sirve para ofrecernos una imagen actualizada de la ciudad: la plaza de Yeni Cami, Eminou, Fatih, Beyogli, la torre Gálata, el Cuerno de Oro, Santa Sofía desfilan por la retina del espectador, intentado dotar a la narración de verosimilitud para realzar lo verdadero de la ficción.
Huelga decir que todas las escenas interiores de la película se rodaron en estudio y que aquellas que transcurren en exteriores de Estambul y Turquía corresponden a planos generales en los que se puede apreciar que son unos dobles quienes interpretan a los personajes principales. Al fin y al cabo el cine también es un negocio, una trama, un ardid y qué mejor escenario que las verdaderas falsas tomas de una ciudad que simboliza la compraventa, el negocio, el regateo. Como la meca del cine.
Escribe Juan Ramón Gabriel