También somos seres humanos (1)
El mismo año, y un poco de antes de dirigir Eva al desnudo, uno de sus grandes éxitos, Mankiewicz se enfrentó a esta película más o menos de encargo con el tema racial como soporte y un planteamiento de thriller, o de cine negro, como fondo.
Se ha dicho que es un género poco presente en el cine de Mankiewicz, algo totalmente falso, aunque no sea en primer plano el género se extiende a lo largo de gran parte de su obra, bien como esquema misterioso, bien dentro de la estructura genérica propiamente dicha o de sus muchas variantes.
En sus primeros títulos apuesta por el planteamiento de thriller. Sus dos films primerizos, El castillo de Dragonwyck y Sólo en la noche, lo eran. Como luego serían otros a lo largo de su carrera, incluida esa variante dentro del western que es El día de los tramposos o su maravillosa despedida con La huella, donde se permite incluso inventar un actor, inexistente, en los títulos de crédito para alimentar, y lanzárselo también al espectador, el juego trágico al que se enfrentan los dos grandes protagonistas, únicos personajes en una película de más de dos horas de duración (2).
Es quizá por ello, de forma oculta o claramente expuestas, las derivas intrigantes que afloran a lo largo de la obra de Mankiewicz, en sí mismo o a través de un enigma, o de una vida, por descubrir o concretar.
Esta intriga se aprecia claramente en Operación Cicerón, y a pesar del planteamiento (abierto muchas veces a un único o repetidos flashbacks) también aparece en Carta a tres esposas, La condesa descalza y hasta en, ¿por qué no?, Eva al desnudo.
Nacido en Estados Unidos, vivió varios años de juventud en Berlín (su padre, judío, había nacido en Berlín, emigrando a los 17 años a América). Fue allí donde tomó contacto con el cine y se dejó influir por el cine expresionista. También se interesó por el teatro de Reinhardt y Brecht. Su primer trabajo en el cine consistió en traducir, de las películas mudas de la UFA, los intertítulos del alemán al inglés.
Su hermano Herman, que empezaba a destacar como guionista (uno de sus más famosos guiones es el de Ciudadano Kane), le consiguió trabajo en Hollywood. Joseph comenzó en la Paramount revisando guiones pero su idea era dirigir. En vista de que no lo conseguía pasó a la Metro, donde ejerció de productor pero no pudo derribar la barrera que le llevase a la dirección, así que pasó a la 20 Century Fox.
Casi de carambola accedió a la dirección. Lubitsch, el director previsto para rodar El castillo de Dragonwyck (1946) cayó enfermo (no volvería ad dirigir ningún otro filme: murió en 1947), por lo que hubo de buscar alguien que le sustituyera.
Y Joseph Mankiewicz estaba allí, en el lugar y en el momento justos, para sustituirle e iniciarse como director.
De hecho el realizador de La huella consideraba a Lubitsch como uno de los grandes directores del cine. Acaso el mejor. Sus caminos se habían encontrado en 1932 cuando Mankiewicz fue uno de los guionistas de una película de episodios, uno de los cuales dirigió el realizador de Ser o no ser. Se trataba de Si yo tuviera un millón. Los caminos de ambos en el mundo del cine habían comenzado, en Hollywood, en la misma productora, Paramount, y ahora coincidían en la Fox.
No puede considerarse un gran debut el de Joseph, pero en su primer filme como director ya aparecían algunas de sus principales señas de identidad. Allí estaban los diálogos, o sea la palabra, como eje principal del relato, así como el dominio, y presencia, de grandes actores con los que, salvo raras ocasiones, trabajará. Nada menos que en sus películas han intervenido, entre otros, Gene Tierney, Vincent Price, Walter Huston, Ronald Colman, Rex Harrison, George Sanders, Edward G. Robinson, Susan Hayward, Kirk Douglas, Linda Darnell, Richard Widmark, Bette Davis, Anne Baxter, Cary Grant, James Mason, Marlon Brando, Elizabeth Taylor, Richard Burton, Deborah Kerr, Humphrey Bogart, Jean Simmons, Frank Sinatra, Montgomery Clift, Henry Fonda, Laurence Olivier… Pocos realizadores (y con tan sólo una filmografía, como director, de poco más de veinte películas) poseen tal currículo en lo que respecta a los intérpretes que trabajaron en sus películas.
Cine de diálogo y de actores. Sólo Mankiewicz podría realizar el Julio César shakesperiano con la fuerza, el sentido de cine y la fidelidad al original. O la impotente Cleopatra con la que arruinó a la Fox. Mucho más que un filme espectáculo. Una recreación de calidad excepcional no apta para espectadores admiradores del Ben-Hur de Wyler. El cine de Mankiewicz no caminaba por ese camino.
Sería difícil, si no imposible, entender su cine en la época del mudo. Su cine prima la palabra como elemento primordial, pero sin que ello la obra se convierta en una recreación teatral. Es cine y del bueno, en sus mejores obras.
Un realizador que se impuso la necesidad de filmar al menos un título de dos de los grandes géneros por excelencia del cine americano: el western con El día de los tramposos, en 1970 (3), y el musical con Ellas y ellos, en 1955.
A pesar de su interés por el cine negro, su primera gran película fue una comedia, El fantasma y la señora Muir (1947). Un film, como todos los de su primera época, bajo el paraguas de la 20th Centuy Fox, productora en la que trabajaría durante años.
Deambularía por otras, incluida la Metro donde, ¡cómo no!, haría su único musical, Ellos y ellas. No tuvo buena carrera comercial, entre otras cosas, debido a que los años gloriosos del musical (clásico) se estaban agotando. Debería buscar los nuevos caminos que impulsaría Gigi (1958) de Minnelli o más tarde los musicales de Bob Fosse y de Joshua Logan.
De todas maneras, Mankiewicz parece que busca revitalizar géneros en declive a través de la búsqueda de nuevas formas. Su único western también lo realizó cuando corrían aguas turbulentas para ese tipo de cine, que parecía agonizar en la imitación de ciertos modelos del spaghetti-western o los caminos que intentaba abrir Peckinpah en una línea no muy lejana del buen y transgresor cine de Leone.
Mankiewicz, después del sonoro fracaso de Cleopatra con la que volvió a La 20 Century Fox, cerraría su carrera, de forma curiosa, en la misma productora, con un filme como La huella, un título en principio poco unido a las producciones que allí se rodaban y que, de forma sorprendente, supuso un éxito a todos los niveles, incluidas numerosas candidaturas y premios. Hoy es un filme clásico del que incluso se ha realizado un remake.
Lo curioso es que las algo más de veinte películas que realizó, en los casi setenta guiones en los que intervino y en las cerca de veinticinco que produjo no se encuentra una clara línea común, a no ser su propensión al diálogo y, en tal caso, a utilizar una (falsa) estructura teatral (nacida a veces de obras teatrales: de Shakespeare a Shaffer pasando por Tennessee Williams o incluso de novelas muy dialogadas).
Aparte de eso tenemos la gran variedad de géneros, unos guiones muy trabajados y personajes con rasgos psicológicos muy bien definidos. Esto último era algo que le interesaba mucho ya que en sus estudios de medicina se orientó por la psiquiatría, aunque no terminó la carrera ese campo siguió interesándole.
Sin salida
En 1950, a punto de acaparar varios Oscar con Eva al desnudo, se pliega a las exigencias de la productora, empeñada en campañas de denuncia frente a lo que fuera. No era la única, pero sí quizás, la más activa.
En sus películas hay unos determinados planteamientos didácticos, mensajísticos, críticos, pero no hacia una determinada línea, con una repetición de fórmulas o ideas. Parece como si Mankiewicz supiera dispersarse buscando sobre todo las vivencias y acciones de unos personajes, muchas veces contradictorios.
Un rayo de luz (4), un mal título que no hace justicia al original (No way out: No hay salida), que parece insinuar una línea opuesta: mientras el título español se orienta hacia la esperanza, el original es claramente derrotista, desesperanzador. Y es que el filme, bien mirado, lo es pero no sólo en cuanto su referencia al tema racial (5).
La idea, en principio, aunque más allá de esa propuesta generalista inicial, es denunciar la discriminación racial, el enfrentamiento que en gran parte de los Estados Unidos —fundamentalmente en el Sur— existe entre blancos y negros. Un conflicto que, en menor medida, sigue existiendo. Se trata de esporádicos brotes no generalizados como lo eran entonces.
Había que dejar claro, por diversos medios, que la diferencia de razas no significa absolutamente nada, que todos los seres forman parte de una comunidad con los mismos derechos. Algo que como idea es excelente, el dejar claro que todos los seres humanos somos iguales, pero que la realidad (con los estados donde seguía presente el Ku-Klux-Klan) negaba.
La Fox, dada a realizar ciertas películas (más allá de sus western y cine de aventuras) de temas conflictivos, candentes, había realizado un año antes, también sobre el conflicto racial, Pinky de Elia Kazan; y dos años antes —siguiendo el camino abierto, y de forma casi pareja, de Encrucijada de odios, 1947, de Dmytryk— había optado por la denuncia del antisemitismo con La barrera invisible, dirigida también por Kazan (6).
Se trataba en parte, en esas y en otras propuestas, de pactar con una clara línea ideológica y la Fox sabía jugar sus cartas. De su estudio había salido la primera película anticomunista en el temprano 1948, El telón de acero de Wellman, abriendo el camino a la guerra fría, el macartismo, la caza de brujas. El perseguido-perseguidor de Kazan también, desde la Fox, supo ponerse las medallas en esa lucha con la explícita Fugitivos del terror rojo (1953) y la implícita Pánico en las calles (1950).
Mankiewicz se apunta al tanto de la denuncia racial desde la productora que le dio la posibilidad de dirigir y con la que se siente muy a gusto, pero yendo más allá. El filme se abre a otras denuncias que provocan la situación que viven los personajes: la existencia de barrios conflictivos donde se lucha por vivir, lejanos al sueño de la gran vida americana. Allí es donde se genera la violencia que se transmite familiarmente y que lleva a los seres a su propia derrota.
Un vulgar atraco, donde son heridos los atracadores, señala el inicio del filme, que transcurre en una ciudad sin identificar. Cualquiera donde existe marginación. Gran parte del filme transcurre en el hospital donde son trasladados los heridos, dos hermanos, uno de los cuales, sin saberlo, se encuentra gravemente enfermo. En el hospital serán atendidos por un doctor de color: como subraya su jefe, un gran profesional. Deja claro frente al director del hospital (un médico hundido en la burocracia que supone su labor) que no defiende al doctor por ser de color, lo hace porque es un gran médico. Es decir, da igual que sea blanco o negro o de cualquier raza, lo importante es ser un excelente profesional. Eso es lo esencial es su puesto.
La muerte del atracador gravemente enfermo no hace más que potenciar el problema: ambos hermanos y un tercero, sordomudo, odian a los negros, la gente de color a la que identifica con su propia miseria. Un odio que les lleva a enfrentamiento entre ambas comunidades.
El problema ahora no es de comunidades, es de una persona frente a otra. El médico, que desea curar, y que ha visto cómo para salvarle moría uno de los hermanos, y el hermano herido levemente —un excepcional, como siempre, Richard Widmark—. Enfrentamiento de personajes, de dos maneras de existir y de tener un lugar en la estructura social. El odio frente a una existencia normal, cotidiana, que puede ser rota entrando la violencia en unas vidas.
Puede ser que se introduzca de forma muy forzada la enfermedad, y fallecimiento, del atracador pero es esencial, ya que sobre ese punto recaerá el desarrollo del filme. La introducción del hermano sordoumudo, muy propia de un guión, con trampa como es normal en los guiones, pero necesaria para la continuidad, da pie a dos momentos claves: su presencia mientras hablan los dos médicos y el tener que vigilar en una habitación a la protagonista. En la primera porque es capaz de leer los labios de los médicos que hablan sobre lo que ha pasado sin ser conscientes de la presencia del personaje. De ahí su trampa. El segundo, mejor resuelto y convincente: el no escuchar un aparato de radio a toda potencia.
Junto al problema racial, Un rayo de luz va más allá: la delincuencia y el odio presentados desde la marginación y la pobreza.
Sobre todos los personajes, sobresale uno que puede parecer secundario pero cuya fuerza le convierte en elemento esencial en el relato: la mujer protagonista, una Linda Darnell —actriz de la Fox y que intervino entre otras en El signo del zorro, Sangre y arena, Concierto macabro, Carta a tres esposas o la fordiana Pasión de los fuertes—, fallecida muy joven (41 años) debido a las quemaduras producidas en el incendio de su casa.
El personaje de la mujer —esposa del atracador muerto y, se supone, amante de Widmark, nacida en un barrio problemático, vapuleada por la vida y también por un matrimonio que se presume ha sido traumático— muestra a alguien que trata de enfrentarse a la vida a la que parece destinada. Intenta, a pesar de la presión a la que es sometida, buscar una salida a la situación vivida.
Eso sí, demasiado elegante, guapa y… honrada como para hacer totalmente creíble el personaje. Si lo consigue es por la eficacia del trabajado guión. Ahora bien, si forzada es la presentación del personaje del hermano sordomudo no lo es menos la secuencia en la que convence al policía para poder entrar a la habitación del hospital donde se encuentra Widmark a través, simplemente, de la presentación de la tarjeta de visita del jefe médico.
Eso, esa tarjeta de visita, o la conversación sin importancia sobre la puerta trasera que siempre olvidan cerrar en una casa, son claros ejemplos de un guionista que no quiere dejar ningún cabo suelto: todo debe tener su razón de ser. Aunque, bien mirado, no sean más que (pequeñas o grandes) trampas sabiamente espolvoreadas a lo largo del filme.
El final, resuelto a la manera policiaca (el personaje bueno esperando el tiro de gracia del malo de turno) se plantea de forma curiosa. Al tópico, insinuado, de la puerta abierta donde se puede colar la protagonista, se une, antes del disparo, y debido a la presencia de la mujer, el hecho de apagar la luz de la habitación con lo que el disparo tiene lugar a oscuras. Al fondo se escucha la sirena de los coches de la policía que llegan al lugar. La mujer abre la puerta de la calle (de ahí quizá el título, con todo el simbolismo que se quiera, de su título francés: La puerta abierta) mientras el buen doctor de color se dispone a curar, a pesar de todo, a quien quería matarle.
Eso sí, no hay que olvidar que sus palabras finales, con las que se cierra la película, asemejan a varias con las que Widmark había expresado su odio hacía los negros, al terminar sus frases siempre con esa palabra dicha de forma despectiva. Pues bien ahora el médico termina su frase en la misma línea concluyendo con la palabra blanco. ¿Hay en ese final una propuesta de arreglo, una esperanza para terminar con la situación racial o se ratifica ese no hay salida del título original?
El buen doctor de color, con su familia toda excelente, tópica, emblemática en su integración social, nada floreciente por cierto, fue interpretado por un jovencísimo Sidney Poitier (22 años) en su primer papel para el cine. Se cuenta que cuando terminaba el rodaje diario Widmark, estupendo actor que como tantos otros (Mitchum entre otros) no recibiera Oscar alguno a lo largo de su extensa carrera, pedía disculpas a Poitier por cómo le trataba en el filme: “No soy, racista y lucho por la integración. Son exigencias de mi papel. Disculpa”.
Y es que Widmark además de gran actor fue siempre una gran persona, un ser raro en Hollywood. A pesar de algunos de los brutales papeles que interpretó, su vida personal, su actitud, difería mucho de esa figura. Activista por los derechos humanos, pacífico, nunca su vida personal se vio envuelta escándalo de ningún tipo. Ser sencillo y nada engreído por sus éxitos, fue ejemplar como actor y como persona.
Un rayo de luz no es de lo mejor de su director. En su desarrollo hay planteamientos interesantes (incluso en un momento se insinúan componentes políticas en la gestión de los hospitales), dejando flecos sueltos (la poca eficaz secuencia del pretendido robo del bisturí en la operación, los dos hermanos obligando a claudicar a la mujer sin que se sepa lo que allí ocurre ya que, desde la obligada elipsis, nada se insinúa en la mujer), forzando algunos momentos (la lucha entre el grupo de blancos y de negros).
Todo ello da como resultado un filme de denuncia clásico de los años cincuenta, envuelto en una historia inscrita dentro de un (simple) relato policiaco.
Si tuviéramos que destacar una secuencia sería aquella en la que la mujer se queda sola en su habitación después de la visita de los dos médicos. Un estupendo momento que, a través de sus movimientos, va expresando la reflexión sobre la noticia que ha recibido y lo que va a hacer. Sus movimientos por la habitación, el cerrar la puerta, coger un cigarro, sentarse en la cama para terminar volviéndose contra la pared, son el reflejo de su situación, en un mundo aparentemente sin salida.
Sólo por ese momento, y tiene bastantes más cosas destacables, Un rayo de luz sería una película a tener en cuenta dentro de la extensa producción, y de gran calidad media, de los años cincuenta.
Escribe Mister Arkadin
Notas
(1) Referencia al título con el que se estrenó en España la película de 1945 de William A. Wellman, Story of G. I. Joe, uno de los primeros títulos del cine norteamericano donde se dejó de lado el carácter propagandístico de los filmes sobre la segunda guerra mundial.
(2) En la reciente The Duke of Burgundy de Peter Strickland se incluye en los créditos hasta un perfume y el diseñador del mismo. Otra rareza, tal presencia, en unos títulos de crédito.
(3) Curiosamente su película Odio entre hermanos se convirtió en un western: Lanza rota de Dmytryk.
(4) Existe una película española de 1960 dirigida por Luis Lucia e interpretada por Marisol que se estrenó con el mismo título que la de Mankiewicz.
(5) La forma en la que las películas se estrenan en los diferentes países lleva a desorientar a los espectadores (no del país donde se estrena) sobre la película de la que se trata. Por ejemplo este filme fue re-titulado en gran parte de Hispanoamérica El odio es ciego, mientras en Francia era lanzada como La puerta abierta, conteniendo de esa manera la misma idea que en el título español. Un cambio curioso de título haría referencia a High Noon (1952) de Zinnemann. Mientras en España se llamó Sólo ante el peligro, en Francia cambio su título por el de El tren silbó tres veces. Otro de los ejemplos de cambio de título con respecto al original. El muy elocuente My Darling Clementine se convirtió en Pasión de los fuertes (1946), ignorando el carácter de balada del original. Algo que ya le había ocurrido al gran director al cambiar She wore a yellow Ribbon por La legión invencible (1949). Actualmente en muchos casos se tiende a dejar el título (sobre todo si el filme estrenado proviene de Estados Unidos) con su nombre original. Se debía dejar en todos o, como mal peor, con la traducción correcta del original.
(6) Caso de la Metro tanto durante la segunda guerra mundial como en el momento en que Estados Unidos se negaba a entrar en ella. Los musicales trataban de oponer a la realidad vivida un mundo de lujo, cante y baile. Mientras títulos de otras productoras llamaban a la intervención contra el nazismo (Enviado especial de Hitchcock o Arise my love de Leisen), Bussby Berkeley realizaba comedias musicales para y sobre la juventud, donde al tiempo que se proclama la excelencia de un país como los Estados Unidos se huía de la lucha armada (Los hijos de la farándula, Armonías de juventud). Una juventud, personificada en Mickey Rooney y Judy Garland, hecha para la diversión.