Las reglas
Nos advierte Jean Renoir al inicio de La regla del juego del error que cometeríamos al tomar su película por un análisis de las costumbres de la época, esos momentos previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial en una Francia ajena al peligro que se cernía sobre ella. Y añade el consabido recordatorio de que todos los personajes que van a desfilar por la pantalla son imaginarios, debiéndose a la causalidad cualquier parecido que encontremos entre ellos y la realidad. Qué pocas veces una advertencia de este tipo cumple la función que parece perseguir. Es más bien al contrario, sirve de aviso sobre la concomitancia negada. En este caso va incluso más allá.
Y lo hace, en primer lugar, porque resulta innegable la voluntad analítica cuestionada. Y aún más: se mimetiza con lo analizado. Desde el primer momento el hilo argumental es tan tenue que lo único que soporta el peso de la película es la miríada de relaciones y actitudes que la gran cantidad de personajes que desfilan por la pantalla establecen entre ellos, dando lugar a un mosaico social y humano que va más allá de la anécdota que sostiene la trama.
Cuando Renoir rodaba La regla del juego, Paul Verhoeven acababa de nacer. Casi ochenta años después rodará una película que recupera la mirada que el francés negaba a su obra. En Elle nos volvemos a situar en Francia y de nuevo nos encontramos a un elenco que va construyendo, con sus idas y venidas, el paisaje, ahora dotado de una actualidad inapelable, que Renoir ya abordó. Es así que Elle puede leerse como la continuación pero a la vez la réplica a La regla del juego. Ambas comparten el examen sobre la época en la que se realizan, pero se separan en la medida en que la distancia entre esas épocas no puede obviarse, como tampoco puede ignorarse la peculiaridad de la mirada que cada uno de los directores lanza sobre ella. Aun cuando el programa sea similar el material sobre el que se aplica y la particular actitud de quienes lo ejecutan marcan las distancias entre ambas.
Para calibrar en sus justos términos lo que La regla del juego representa es necesario valorar el momento en el que se desarrolla la película, que es el mismo en el que se rodó. Corre el año 1939, con Hitler dispuesto a conquistar Europa, y con una Francia que no acaba de creerse que corra ningún peligro. Así las cosas, la aristocracia se complace en mirar para otro lado, celebrando las gestas de sus héroes, pero no de guerra, que aún no se ha desatado, sino lo que hoy llamaríamos deportivos, como la del aviador André Jurieux, capaz de cruzar el Atlántico en veintitrés horas. Y se entretiene en sus banales amoríos, y en las fiestas que organiza para seguir representando una comedia que toca a su fin.
Se nos dibuja una clase social incapaz de afrontar los verdaderos problemas que la acechan. Robert, el dueño de la mansión donde se desarrollan los hechos, es un buen ejemplo de ello. Su principal afición es construir muñecos articulados, y cuando se le requiere para resolver algún problema cotidiano se escuda en su mujer o su secretario, que son quienes tienen la competencia para ello. Él es un perfecto inútil en lo que concierne a las necesidades más elementales, y su máxima preocupación aparece cuando ha perdido un tornillo del artefacto que manipulaba.
Sin embargo esa incapacidad no altera el equilibrio que todo lo preside y que los mismos intérpretes se esfuerzan en mantener. Se construye una imagen superpuesta a la realidad que les sirve de morada. Esa es la regla del juego que hay que conservar. No una regla moral, no un orden superior preceptivo. Estamos ante un mundo en el que la simulación es la ley, donde la representación es el modo de vida. La fiesta de disfraces a la que se entregan es así una simulación de segundo orden, una nueva capa sobre un mundo que ya es un simulacro.
La puesta en escena de Renoir confirma esa visión. El equilibrio de los planos o la fluidez con la que se desarrolla la narración, así como la ligereza con la que está resulto el constante deambular de los personajes, su interacción, es el contrapunto formal de lo retratado.
La mentira es el eje alrededor del cual giran todas las relaciones. Los vínculos sentimentales entre los personajes son un cúmulo de engaños y traiciones. Pero no representan algo que se oculte o se tema. Están integrados en su vida cotidiana, se conocen y se aceptan. Robert sabe del romance del aviador con su mujer, y aun así lo acepta en la fiesta que organiza en su castillo. En un momento dado Christine sufre un ataque de afectación y proclama que la mentira es una carga muy pesada de soportar, a lo que su marido le quita hierro tildándolo de exageración.
En ocasiones la verdad sorprende, casi desconcierta, pero no por ello altera el orden. Cuando Christine descubre a su marido con Geneviève sabe mantener las formas, las reglas del juego, e incluso la ayuda, tras declararse al corriente de lo que ocurre, a encontrar un disfraz para la fiesta. A seguir manteniendo la farsa.
El esfuerzo por prolongar el orden, por seguir representando la comedia que es su vida (y que resume perfectamente Octave —el propio Renoir, el director de la película— cuando hace el gesto de dirigir el castillo en el cual se acumulan todos los figurantes) no excluye la aparición de la violencia que se pretende ignorar, esa que poco tiempo después se desbordará incontenible. Es el caso de los toscos criados, representados por Schumacher, el marido de Lisette, empeñado en disparar a Marceau, aunque finalmente será Jurieux el alcanzado, como consecuencia también de la simulación que recorre toda la película.
Pero incluso en la resolución final, más aún en los amagos entre los señores, esa violencia, más presente en los criados pero no exclusiva de ellos, en tanto que estos no son el contrapunto de sus señores, sino su reflejo especular, aspirantes a reproducir sus formas por más que les falte la destreza que aquellos exhiben, queda subsumida en un ritual que la desactiva, que la integra en la comedia.
En la tensión entre la violencia y las reglas que intentan domeñarla son éstas las que salen vencedoras. La muerte de Jurieux es interpretada por algunos invitados como una escena más de la mascarada que se está representando. Tan sólo consigue estallar en el ámbito de la cacería, donde Renoir filma toda la agresividad contenida en los participantes, pero sometida una vez más al estricto ritual que la ampara.
La regla del juego es una gran mentira sobre un proceloso magma que la sustenta. Y se abre con otra mentira, la de su director que afirma no pretender analizar las costumbres de una época. Desde planteamientos similares Elle desviará su mirada hacia el lado oscuro que apenas se insinúa en la obra de Renoir, y desde el comienzo asumirá el riesgo. La película se abre con una violación.
En los tiempos actuales la nueva élite social no es la aristocracia, sino la de los triunfadores en los negocios, los burgueses adinerados. Al igual que aquéllos, estos viven en mansiones lujosas, visten de manera impecable y disponen del dinero suficiente para ayudar, si así lo deciden, a quien lo necesite. En un giro sorprendente esas élites son, además, las mujeres, alrededor de las cuales pulula, desorientado, un ejército de hombres.
Pero la sociedad que aquí nos encontramos es muy similar a la que describía Renoir. Las traiciones, las infidelidades, las mentiras, también son cotidianas. Michèle no tiene reparo alguno en engañar a su amiga y socia y acostarse con su marido. Y lo hace sin sentimiento alguno de culpa. Cuando la engañada quiere entender las razones Michèle evita cualquier atisbo lírico. Quería, sin más, acostarse con alguien, y era quien más a mano tenía. Una actitud que ni siquiera alcanza el nivel de la mezquindad. Algo parecido ocurre con el vecino, quien esconde, tras la imagen del matrimonio feliz y de hondas convicciones religiosas, un lado tenebroso. O su hijo, que se niega a aceptar lo obvio respecto a su paternidad.
Pero esta sociedad es mucho menos superficial. Es cierto que persisten las máscaras, pero parece como si ya nadie creyera en su función. El pacto de caballeros que aún existía en la película anterior aparece ahora agujereado, maltrecho. La oscuridad que servía para desatar las pasiones en La regla del juego ya no es necesaria. Estas pasiones afloran por doquier y dejan en mera anécdota los intentos por contenerlas.
La fiesta de Navidad es el apogeo de la hipocresía reinante y asumida. El brindis que Michèle propone por Helène llega inmediatamente después de que haya manifestado sus deseos de envenenarla. La bendición de la mesa se corresponde con los flirteos amorosos de Michèle con el marido de la devota Rebecca, y el anuncio que la madre hace de su boda con el gigolo es respondido con una sonora carcajada y tildado de grotesco. Hasta la misma relación sexual sólo puede materializarse bajo la máscara conocida y consentida de la agresividad.
También aquí hay un intento de confinar la violencia en los límites de la representación. Pero esos márgenes quedan constantemente desbordados. Es el caso del videojuego, donde se reproduce lo más sórdido de la realidad, y que en un momento dado traspasa sus límites hasta mezclarse con la realidad misma, en un nuevo episodio de traición por parte del empleado modélico de Michèle.
A diferencia de la cacería en la anterior película, donde los participantes intentaban simular una distancia respecto a lo que allí iba a suceder (son los criados quienes les preparan las piezas a abatir y las armas con las que lo harán), la violencia, incluso la recluida en los límites de la ficción, es aquí fomentada y alentada. Michèle no duda en pedir más sangre en el videojuego, movida por la convicción de que ese es el camino al éxito.
La televisión ofrece otro recurso para exorcizar los fantasmas. Y es en ella donde podemos encontrar, en uno de esos planos fugaces que en ocasiones resumen una película, el verdadero alcance de lo que aquí estamos describiendo. Es ese momento en el hospital en el que se está transmitiendo un concierto. Michèle cambia de canal y, sin solución de continuidad, aparecen imágenes de una guerra. Esa conexión es la que late en todo el relato.
En cierto modo Elle invierte la relación establecida en La regla del juego. Allí las formas, las reglas, eran el muro de contención de la amenaza destructora. Ahora es esa brusquedad la que no deja aflorar el calor humano. Ni siquiera pervive la posibilidad de simularlo. Cuando se intenta el resultado es casi una parodia.
Michèle se relaciona con sus semejantes (su hijo, su nuera, su madre, incluso el empleado a quien promete una recompensa si descubre al autor del montaje de vídeo) a través del dinero. Su triunfo es el triunfo de lo material, pero su vida sentimental no existe. Dentro de lo grotesca que resulta, hasta su madre la aventaja en eso. En un momento dado es ella la que le acusa de darle muchas cosas, pero nada de sí misma. Y así se pone de manifiesto cuando insiste en la posibilidad de que todo sea un simulacro, de que su madre esté fingiendo. Lo que hace con esa sospecha es proyectar sobre su progenitora su incapacidad de experimentar emociones auténticas, y al mismo tiempo combatir la aparición de sentimientos que pudieran recordárselas. Los mismos que no puede aceptar cuando al fin se decide a visitar a su padre, revestida de una coraza de agresividad, incluso tras llegar demasiado tarde. Los sentimientos, si han de aflorar, necesitan de un grado de ebriedad suficientemente alto, como le dice a su madre cuando ésta intenta un acercamiento.
Esa negación no sólo se produce en ella. Pasa lo mismo con el vecino, quien no puede amarla sino bajo la forma de la agresión, un juego que ella acepta y finalmente practica. La misma actitud que mantiene con su viejo amante, cuya felicidad no duda en destruir, como ocurre con su exmarido, a quien pone todas las trabas posibles en su nueva relación.
La gran ironía, la que marca la tensión que se está escenificando, es que toda la película se desarrolla durante la Navidad, ese tiempo de concordia, de reconciliación, tan propicio para jugar en armonía al scrabble, y en el que se ha puesto de manifiesto el turbio submundo sobre el que los personajes, la sociedad en su conjunto, se asienta. El éxito final de la empresa, la recolocación de los personajes obra de Michèle, no puede ocultar la persistencia de las relaciones que se nos han mostrado. Todo permanece en su sitio.
Podría decirse que la Segunda Guerra Mundial, ese acontecimiento que los aristócratas parisinos tenían a las puertas pero se negaban a aceptar, no ha pasado en vano. El horror se ha hecho real y no puede ignorarse. Las ficciones ya no sirven.
Cuando Rebecca prepara la mudanza advierte a los operarios: “Cuidado, las figuras son frágiles”. Lo son tanto como lo que representan. Tan frágiles que, aunque no lo parezca, ya están hechas añicos.
Escribe Marcial Moreno