Las brigadas del espacio (Starship troopers, 1997)

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Instintos primarios, virtudes públicas

starship-troopers-11Starship troopers pasa, injustamente, por ser una de las peores películas de Paul Verhoeven. Desde un punto de vista puramente cinematográfico esta apreciación es discutible, aunque cuenta a su favor con razones de peso: sus personajes son estereotipados y aparecen y desaparecen sin ton ni son, la acción es desproporcionadamente testosterónica y su carga político-moralizante es altamente discutible.

Sin embargo, la discusión aparece cuando son estas las mismas razones que esgrimen sus defensores para llegar a catalogarla como película de culto.

La causa de todo ello puede deberse a la confusión que genera lo que en Encadenados algunos denominamos como síndrome Manolete, y que consiste en atribuir a una película un género equivocado, con lo que su visionado e interpretación se resienten o equivocan totalmente.

Este síndrome obtiene su nombre de la crítica que nuestro esquivo Mr. Kaplan, realizó a propósito de la película de Menno Meyjes protagonizada por Adrien Brody y Penélope Cruz, que en realidad no era una película sobre tauromaquia, sino sobre zombis y vampiros. Deshecho el entuerto la película adquiría una nueva luz, y con ello un nuevo valor. Habría que ponderar sin embargo, cuánto de sarcasmo había en aquella crítica y en la construcción de su síndrome.

Pues bien, para apreciar justamente Starship troopers, hay que considerar por un lado que no es propiamente una película de Ciencia Ficción, sino una sátira política, y por el otro que se trata de una crítica desaforada a uno de los mayores clásicos literarios del género, la Starship troopers de Robert Heinlein. 

Heinlein publicó la novela completa en 1959, después de haber sido editada por entregas en The magazine of fantasy and science fiction. Inmediatamente tuvo un éxito demoledor, ganando para sorpresa del propio autor el premio Hugo a la mejor novela de 1960, pero también estuvo en el origen de una serie de controversias políticas que aún hoy día no pueden ser acalladas.

Quizá el hecho de que casi 40 años después de ser publicada, Paul Verhoeven hiciera una película sobre la misma, es la mejor muestra de ello. La película además, tuvo tres secuelas de las que no se sabe muy bien si son malas de solemnidad por incapacidad propia o porque quisieron seguir —con escaso talento— la estela de escarnio sobre la obra del Gran Maestro de la Ciencia Ficción que había inaugurado Verhoeven.

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Una utopía militarista

Las controversias políticas a las que me refería tuvieron su centro en el militarismo que destila la novela, llamada a glosar el heroísmo de la infantería móvil, un grupo de soldados de élite que debe enfrentarse a la amenaza de las “chinches” y los “huesudos”, coalición de especies extraterrestres que amenazan la Tierra y que deben ser combatidos allende las fronteras del sistema solar. Esta guerra que amenaza con la aniquilación humana sirve de excusa a Heinlein para postular una sociedad en la que sólo los militares veteranos graduados pueden acceder a la ciudadanía, dado que han sido los único humanos capaces de interponer su propia vida “entre la lejanía del hogar y la desolación de la guerra”, y ello constituye el mayor acto de responsabilidad heroica que pueda soñarse.

Sí, todo esto suena a Grecia clásica; casi más a la evocadora Esparta que a esa intelectualmente pulida idealización platónica de la República, traslación del belicismo ontológico de los lacedemonios a la gloriosa —y decadente— Atenas. Una idealización que el propio Heinlein se permite rechazar en su novela por sus resonancias comunistas, para decir en más de una ocasión que su obra estaba más inspirada en la moderna Suiza que en las pasionales polis de la Hélade.

Heinlein hubo de responder en muchas más ocasiones sobre las implicaciones políticas e ideológicas de su novela: que si su glorificación de la guerra, que si su clasismo cuasi fascista, que si su reivindicación de la pena capital y el castigo físico… y para casi todas ellas tuvo respuesta, aunque las más de las veces no fuese satisfactoria. Lo único cierto es que ha contado con detractores y defensores a lo largo de sus más de cincuenta años de vida, y que aún hoy día se utiliza como lectura obligatoria en muchos de los cuerpos de combate del ejército de los Estados Unidos de América.

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En este mismo sentido, la película de Verhoeven elude las delicadezas hermenéuticas para lanzarse a degüello sobre la obra de Heinlein. El holandés, poco dado a los matices políticos en sus obras de ciencia ficción, caricaturiza hasta el extremo la obra del Gran Maestro, pero de paso aprovecha para lanzar invectivas contra la sociedad norteamericana en general.

En efecto, no sólo señala el protofascismo utópico de la Federación de Heinlein, sino que además abunda en la importancia de la televisión e internet —este último aún en pañales en el año 97— como medios manipuladores y propagandísticos de las sociedades de masas, algo completamente ausente en la novela de Heinlein —que, no lo olvidemos, fue pergeñada a finales de los 50—, pero dado ya por sabido en la Norteamérica de los 90. En Starship troopers Verhoeven parece adelantarse a la futura híbridación de los dos medios y postula una suerte de televisión a la carta manejable mediante el cursor de un ratón.

Los anuncios propagandísticos de la guerra contra las Chinches son uno de los principales atractivos humorísticos de la película, y vienen a constituirse en una versión corregida y aumentada en acidez y mala baba de los comerciales de Robocop o Desafío total, que ya hicieron las delicias de los espectadores pocos años antes. En ellos los personajes, sobreactuados y pasionales, llaman a la población a participar de modo directo o indirecto en la guerra: de un modo directo, alistándose en la infantería móvil; de un modo indirecto, comprando cupones, estando vigilantes sobre actividades sospechosas o… pisoteando cucarachas. Nada que no recuerde a las llamadas a la denuncia del comunismo de los negros años del macartismo.

Así, lo que nos encontramos en Starhip troopers es una caricatura del belicismo, el sensacionalismo y la paranoia de la sociedad estadounidense presentada sobre la bruñida superficie de una de sus obras de ciencia ficción literaria más famosas.

En el apartado cultural más respetable, Verhoeven no duda tampoco en servirse de una de las películas más críticas de Kubrick —La chaqueta metálica— para caracterizar a su sargento Zim, personaje que emulará acciones y copiará líneas enteras de los diálogos del instructor Drill. La diferencia desde luego es que el primero es un héroe, tocado por un reverencial fanatismo y el segundo era un villano, ajusticiado por las consecuencias de su desmedida pasión.

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¡Es la estética, estúpido!

Desde luego no podemos dejar de señalar que el heroísmo de Zim es totalmente sarcástico. Pocos repararán —aunque desde ahora no deberían dejar de hacerlo—, en que los galones que luce Zim son extraordinariamente parecidos al símbolo de las SS. No es la única referencia al cuerpo de élite nazi: los miembros de la inteligencia —en especial el coronel Carl Jenkins— están claramente uniformados al estilo nazi, con sus gorras y abrigos de cuero y los símbolos que adornan los cuellos de la camisa. En realidad, a poco que uno observe se dará cuenta de que toda la simbología de la película —desde la ropa hasta los espacios arquitectónicos— es absolutamente nazi, y que todo ello responde a un interés crítico y  completamente intencionado.

No nos quedemos sólo en eso; si reparamos en el origen de los protagonistas y en su apariencia física, tendremos una nueva prueba de lo que decimos: se supone que casi todos ellos son argentinos, pero es evidente que su fisonomía responde más bien a un estereotipo casi ario. Tampoco dejemos de señalar que se comportan claramente como adolescentes norteamericanos, y así tendremos el panorama completo: el imperialismo bélico-cultural yanqui devendrá en fascismo racial. Leamos algunas declaraciones del propio Verhoeven:

Quería que los personajes tuvieran una mirada inocente. Busqué actores que fueran muy hermosos físicamente, porque quería mostrar una sociedad regida por cierta pureza física. La novela original tenía un aire neofascista en ese sentido”.

El problema es que la película fue mal recibida y peor interpretada. Algunos la entendieron como una apología del fascismo, y fueron incapaces de ver en ella el reflejo especular de su propia sociedad. Digo esto porque donde peor fue comprendida fue precisamente en los EEUU. Este fragmento vuelve a darnos la clave sobre la recepción de la película Starship troopers, según una crítica del Washington Post:

Es espiritualmente nazi. Psicológicamente nazi. Viene directa de la imaginación nazi y está ambientada en el universo nazi» o «A diferencia de películas de una sociedad civilizada que ven la guerra como una debilitante y trágica necesidad, tales como El puente sobre el río Kwai o Platoon o Adiós a las armas, esta película la considera como una experiencia profundamente conmovedora”.

Quizá alguien debiera explicarle a Stephen Hunter, autor de esta crónica, que la obra en que se basaba la película era de un reconocido norteamericano y que, como ya hemos dicho,  se utilizaba como lectura recomendada en los ejércitos de esa nación que al parecer es epítome de la civilización.

La mala interpretación no fue el caso de algunos países europeos, como el Reino Unido, que efectivamente captaron la ironía de la obra de Verhoeven y le siguieron la broma colgando gigantescos carteles en las calles de Londres donde se leía “El único insecto bueno es el insecto muerto”, glosando una de las más famosas frases del filme. Sin embargo la fría recepción basada en su supuesto fascismo y su exagerado militarismo fue tónica general en el resto del mundo y ello contribuyó decisivamente a su fracaso en taquilla.

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Basic Instincts

La glorificación de los instintos primarios, entre los que ocupa un lugar primordial el de Thanatos, es una constante en el acervo cultural estadounidense, pero cada vez más también en el del resto del mundo. La violencia se banaliza hasta el punto de resultar irrenunciable en cualquier película de acción que se precie. Starship troopers sabía esto muy bien y ridiculizaba la idea recurriendo al género que mejor podía hacerlo: el gore.

Son múltiples las escenas de evisceraciones, mutilaciones y violaciones —no olvidemos las últimas en las que se saca información a los “cerebros” extraterrestres—, pero casi todas ellas se revisten de esa truculencia que es a la vez un sarcasmo. Verhoeven no ha renunciado nunca a este recurso, pero al espectador atento no debe escapársele que rezuman más violencia ciertas actitudes supuestamente inocentes —los soldados enseñando a los niños a disparar sus fusiles o los mismos infantes pisoteando bichos mientras sus madres se sonríen— que las decapitaciones o absorciones cerebrales de ciertos protagonistas. Quizá sea todo una cuestión de hermenéutica.

El otro instinto fundamental es el de Eros. Vista la gratuidad de las escenas eróticas en algunos guiones de Hollywood, no cabe dudar sobre su progresiva aceptación en el antaño primordialmente recatado séptimo arte. Pero aun así, sigue siendo considerado el instinto más dañino o inmoral. Starship troopers ponderaba un equilibrio entre ambos, con sus escenas de ducha comunal o sus triángulos amorosos explícitos. Sin embargo fueron los instintos eróticos los censurados en las versiones previas al estreno, porque el público estaba más dispuesto a aceptar un desmembramiento que cualquier relación alejada de la pareja clásica.

De la misma manera, la siempre pura, inteligente y aplicada Carmen Ibáñez (Denise Richards) no podía dejarse tocar un pecho por Johnny Rico (Casper Van Dien) sin convertirse en una zorra, así que se decidió eliminar también esa escena en la que ambos se manosean cariñosamente en el parque.

De lo dicho se sigue que, como dejaba bien claro la novela, una sociedad utópica bien planificada debía basarse antes en el respeto a la cadena de mando que en los instintos sexuales. Antes en Thanatos que en Eros; mucho más en el conductismo basado en el castigo que en la recompensa. También, que había justificación para el genocidio o el exterminio preventivo y para la pena de muerte o el castigo físico.

Lo más sorprendente es que Heinlein pretendía hacerlo en su novela desde la filosofía —vía lógica simbólica—, otorgando una infalibilidad absoluta a sus postulados. Algo de eso hay también en la película, aunque de un modo superficial, cuando el maestro Rasczak (Michael Ironside) argumenta en sus clases sobre el fracaso de la democracia y los derechos de ciudadanía, elementos estos últimos que obtienen su legitimidad de la comprensión de lo ineludible del uso de la violencia como fundamento de toda sociedad civilizada.

Como se ha sugerido antes, Starship troopers triunfa entre sus fans precisamente por sus exageraciones. Los cowboys realizan sus rodeos sobre extraterrestres gigantes. Las invasiones masivas son excusas para orgías de sangre y vísceras, así como para muestras de heroísmo enloquecido. La violencia está preñada de humor. Abunda la frase memorable y el estereotipo satirizado. Los efectos especiales son magníficos y si uno es capaz de ver más allá, se encontrará con un subtexto riquísimo. Nada de esto puede ocultar que se trata fundamentalmente de un pasatiempo salvaje, palomitero.

Vista hoy, no obstante, la película no debe dejar de ser considerada una obra notable por su humor e ironía, y merece un lugar en ese etéreo olimpo reservado a lo que se denominan películas de culto.

La novela que le dio nombre tampoco debe descartarse como lectura muy instructiva. Hay que encontrar en ella no pocos motivos de reflexión, aunque sea para constatar dónde se hallan nuestras antípodas, y para darnos cuenta de que el fascismo y el militarismo también piensan, en ocasiones, con gran lucidez. Lamentablemente.

Escribe Ángel Vallejo

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