Es posible que ya se haya dicho todo o casi todo de la película que nos ocupa. Mas, ¡por intentarlo que no quede! Entre otras razones, como dice Thomson en su Instrucciones para ver una película (Pasado&Presente, 2015), para ver bien una obra cinematográfica hay que mirarse a uno mismo mirando dicha película. Algo así como embutirse en uno mismo para dejarse ver por lo proyectado sobre la pantalla. Estando de esta guisa, me surgen los comentarios que siguen sobre un clásico del cine como El silencio de los corderos (The Silence of Lambs, 1991, de J. Demme).
De modo que la mirada a la película no podrá ser más que autorreflexiva, en la medida que la pantalla vendría a ser casi como un test proyectivo. Así que será inevitable reparar sobre aquello que vincula la historia que cuenta la película con el tiempo y el espacio desde los que se mira.
Estas observaciones previas me permiten aclarar que el acercamiento a El silencio de los corderos lo hago desde mi experiencia en el mundo de la enseñanza y, en consecuencia, tomo el hilo narrativo de la película como una relación pedagógica entre unos personajes que buscan la paz interior. A través de su búsqueda descubrimos que los miedos se aprenden y alguien los enseña, porque otros se aprovechan de ellos para intervenir en nuestro comportamiento social.
Antes de retomar la línea de análisis apuntada, es importante destacar que uno de los recursos narrativos utilizados con mayor frecuencia en esta película es la confrontación de dualidades: el maestro y la aprendiz, el virtuoso y el villano, la bestia y la bella, la fantasía y la realidad, lo refinado y lo vulgar, la vida y la muerte, la decrepitud y la juventud, el miedo y el sosiego, etc. La historia transcurre sin dejar apoltronarse al espectador: el ritmo del montaje, la sutileza de los diálogos, la fantástica interpretación, la luminosidad de los primeros planos, los recovecos del subsuelo en los que transcurre buena parte de la película.
Con todo ello se construye un relato intenso y abigarrado de simbolismos. ¡Qué poder de sugestión tan potente tiene la crisálida de polilla, los ojos azules de los protagonistas o el chillido de los corderos! Aunque la apariencia del relato se muestre lineal, en realidad se conforma a partir de numerosas piezas marcadas que es preciso ir desentrañando para luego encajarlas en el todo.
Las primeras secuencias nos sorprenden ya con un asunto relevante y no demasiado verosímil: se le encarga un trabajo muy delicado y peligroso a una estudiante en prácticas (Jodie Foster). El jefe de investigación de la comisaría Jack Crawford (Scott Glenn), le dice explícitamente que ha sido una de sus mejores alumnas, de hecho le puso un nueve en la asignatura, pese a estar continuamente preguntándole por la vigencia de los “derechos civiles”. Las preguntas adquieren relevancia porque se hace en un contexto donde no se suelen respetar demasiado.
Por si estos antecedentes no fueran suficientes, los instructores actuales le han dicho al jefe que la elegida es la mejor de la promoción. En fin, son credenciales suficientes como para que se le encargue un trabajo muy delicado y de alto riesgo. Cometido que ni siquiera se lo tiene que explicar, pues la aspirante a entrar en el FBI, mientras esperaba la llegada de su exprofesor, pudo ver en los recortes de prensa que había colgados en la pared, cuál era el encargo que le iba a hacer.
Como disciplinada estudiante, de inmediato se pone manos a la obra, sin reparar en los peligros inherentes al cometido. Al fin y al cabo no era más que una aspirante a policía que estaba todavía en prácticas. Pero la insistencia en sus cualidades es contrapunteada con el tono de la fotografía y algunos comentarios, no exentos de machismo, al proclamar su belleza como mujer. Lo cual no hace más que introducir una calculada ambigüedad entre el profesor y la alumna, pues no sabemos si realmente la ha elegido por su talento o por sus encantos físicos. De hecho, en un momento dado reconviene al director del psiquiátrico (el Dr. Chilton interpretado por Anthony Heald), aclarándole que se ha titulado en una universidad no en una escuela de seducción.
Más allá de la determinación de la protagonista, la duda se va a mantener pues es una mujer que hace un trabajo de hombres y entre hombres: al principio sube en un ascensor repleto de compañeros en el que es la única mujer, hacia el final la protagonista le pide a sus compañeros, todos varones, que abandonen el despacho. Clarice se desenvuelve constantemente en una relación como aprendiz cargada de detalles sensuales y en ocasiones incluso groseros. Cuando se entrevista en la prisión con Hannibal Lecter (Anthony Hopkins), el psiquiatra transformado en asesino, separados por un cristal y unas rejas, él le lanza numerosos guiños de complicidad. Uno de los médicos forenses la invita a salir a cenar, pero la estricta moral de la agente no le permite aceptar nada que distraiga su atención.
El no ceder ante tales insinuaciones, sin embargo, le permite al personaje reivindicarse a sí mismo en cada escena, pues sus indagaciones progresan por el talento que posee y no por sus encantos físicos. Aspecto éste que según manifestaciones del propio director de la película, fue uno de los atractivos que más le cautivaron del guión inicial: encontrarse con un personaje femenino tan convincente y poderoso en un entorno tradicional en el que las mujeres habitualmente no pasaban de representar el papel de víctimas.
Llegados a este punto convendría retomar la segunda línea argumental anunciada más arriba, la referida al miedo. Las palabras de los personajes, sus gestos, el bozal del protagonista, la fotografía, los planos, todo contribuye a encoger nuestro ánimo ante lo que estamos viendo. Desde luego, el miedo se aprende y, no estoy muy seguro, gracias al miedo también se aprende, aunque muchas veces al precio de interiorizar fobias como las que atenazan a nuestros personajes. Miedos no muy distintos de los que se ponen en circulación en nuestras complejas sociedades, contra los que también nos venden antídotos varios.
En el contexto que transcurre la película, la aprendiz de policía es, sin duda, la parte más débil y frágil, la que al mínimo descuido podría ser víctima de los monstruos que investiga. Al conferirle semejante perfil, el director nos propone a este personaje como el que debe suscitar nuestras adhesiones en tanto que espectadores. Y al pedirnos esta toma de partido, de algún modo se nos está convirtiendo en cómplices de los aprendizajes que continuamente experimenta la estudiante. Un aprendizaje sobre cómo actuar ante esos asesinos que de vez en cuando produce la naturaleza y que, sin ninguna duda, no les importa lo más mínimo las vidas ajenas. La reacción normal ante semejante constatación es la de temor y miedo, ambos sentimientos actúan como garantes de un comportamiento “ordenado” o, si se prefiere, sometido al orden hegemónico: el psicópata es detenido.
No deja de ser llamativo que a nuestra sagaz aprendiz de policía se le solicite colaboración desde el Servicio de Ciencias del Comportamiento, justo en el que ella había manifestado sus preferencias laborales, su “vocación”. El objetivo de este servicio no puede ser otro que el de velar por el recto comportamiento de las gentes. De hecho, en varias ocasiones Hannibal dice del asesino al que buscan, que no es criminal de nacimiento, sino que se ha hecho a partir de sus experiencias infantiles. Deuda de la que ni siquiera es ajena la aspirante a policía, puesto que siguen despertándola los chillidos de los corderos. Si las conductas desviadas de la norma son aprendidas en el transcurso de la vida, este servicio se convierte en estratégicamente clave para mantener el orden. Máxime si forma parte de una estructura tan poderosa como es el FBI.
Somos tantos que es probable que alguno pueda ser agredido y hasta asesinado por un malo desalmado. Lo cual, sin embargo, no debería preocupar demasiado porque hasta los aprendices de buenos, son solventes y muy capaces de reponer la paz y el orden. La dosis de miedo la justa, la que coadyuve a mantener el status quo. El miedo suficiente para que el superior jerárquico, el profesor en este caso, imponga su criterio o el suficiente para no acercarse al otro, sobre todo si no es conocido, porque puede tener nefastas consecuencias y acabar en el pozo escavado por un psicópata.
Con independencia de las lecturas interesadas que puedan hacerse desde el presente de la película que nos ocupa, es importante reconocer que resiste muy bien el paso del tiempo. Durante estos 25 años desde que se estrenó la película, han acaecido acontecimientos que de algún modo le devuelven la actualidad.
Pese al tono un tanto rancio, sigue estando vigente su mensaje: entre nosotros habita alguna gente mala, malísima porque —se piensa— carece de identidad y de la cual hemos de protegernos. Frente a ellos están los buenos, buenísimos perfectamente identificados. A su alrededor la indiferenciada mayoría, esto es, todos los demás. Sin embargo, están muy vigentes algunos de los comentarios que el psiquiatra le hacía a la aprendiz de policía, como los conflictos identitarios de los personajes que persiguen o la codicia que les atormenta hasta pretender la piel de sus víctimas.
Aunque la novela la publicó en 1988 Thomas Harris, y la película se estrenó en 1991, aparecen algunas situaciones irreconocibles hoy. Por ejemplo, a la aprendiz le harían un contrato en precario para sustituir directamente a su jefe. Y si la policía en prácticas no da con el escondite de Buffalo Bill, se monitorizan las esquinas de las calles mediante video vigilancia para que el ojo electrónico identifique al delincuente (sólo en Valencia hay más de 30.000 cámaras).
Visto desde hoy, qué antiguo queda el que en la película utilicen dibujos, símbolos y ciertas pautas de comportamiento para deducir dónde puede encontrarse el asesino. Está fuera de lugar recurrir a la “mecánica” de las imágenes guardadas en la memoria electrónica. Y llegados a este punto, ¿qué diría Hannibal Lecter del miedo que nos provocan con tanto discurso insidioso contra los extranjeros, lo diferente y quienes practican otras religiones?
Escribe Ángel San Martín