El silencio de los corderos
Entre 1990 y 1991 se estrenaron dos producciones audiovisuales en dos medios distintos. Por una parte, en mayo de 1991 llegó a las pantallas de la televisión estadounidense Twin Peaks (Mark Frost y David Lynch, 1990-1991), una serie impactante desde el principio, que proponía un estimulante y adictivo replanteamiento de las formas y la narrativa del suspense, tal y como había sido establecido décadas atrás por las míticas imágenes de Hitchcock. A su vez, en septiembre de 1991 se estrenaba El silencio de los corderos (The Silence of The Lambs, Jonathan Demme), una película que mantenía una línea estética muy cercana a la de Twin Peaks, aunque introdujo en el imaginario colectivo, y para la eternidad, una formidable revitalización del terror en la piel siempre inquietante y maligna del doctor Hannibal Lecter (Anthony Hopkins).
Pero, más allá de convertir al personaje de Hannibal en un digno sucesor de los villanos más tenebrosos de los estudios de Hollywood, a la altura de Frankenstein o de Drácula, El silencio de los corderos fue una película que asentó una puesta en escena del mal, entendido éste no desde las zonas inaccesibles de lo desconocido y espiritual, sino un mal que se desenvolvía en los espacios más cotidianos, un mal que rodeaba a los individuos y que impregnaba cada momento del film.
Ciertamente, el suspense de El silencio de los corderos se posiciona más allá de una simple sucesión de pistas sin resolver que dan lugar a un final concluyente, donde el mal es derrotado por el bien. Por el contrario, parece que la película inicia un sinuoso recorrido por los límites de la razón: una gozosa, y también, terrorífica estética impregna su narrativa del olor nauseabundo del mal. No hay certezas, tampoco imágenes reconocibles (más allá de la presencia de una detective o de un asesino), que nos permitan asentarnos en un terreno cómodo y conocido. Estamos ante el reino del caos, donde el azar y la incertidumbre dominan cada plano.
La renovación del género llamado thriller (de difícil traducción al español) se debe a su estética, a la plasticidad de unas imágenes que esconden siempre la viva presencia del terror. Sobre todo, en la puesta en escena de los asesinatos, concebidos como un ritual que invoca la presencia de la oscuridad, indescifrables a primera vista y enigmáticos, tan poderosos que impresionan con una sola mirada, si es que el ojo aguanta el derroche de vileza y muerte que rodean estas escenografías de la muerte.
Al final, El silencio de los corderos nos ofrece todo un catálogo de espacios del mal que consiguen visualizar la oscuridad oculta de sus personajes: celdas, salas forenses improvisadas en funerarias, garajes o casas inhabitables. Una imaginería visual portentosa y, a la vez, de una fuerte atracción para los espectadores y espectadoras. ¿Qué sería del refinamiento intelectual y la mirada maligna de Hannibal sin su celda y su máscara? ¿Dónde quedaría esa densa perturbación psicológica que transmite Clarice (Jodie Foster) sin los escenarios por los que persigue al asesino llamado Buffalo Bill (Ted Levine)?
No obstante, la importancia de El silencio de los corderos ha ido más allá en el tiempo. Tras más de 25 años de su estreno, sus imágenes recorren en la actualidad los planos de algunas de las producciones más impactantes de los últimos años. No vamos a referirnos a todas las producciones audiovisuales en las que se nota de forma evidente el grosor de su huella. Por cuestiones de espacio y de tiempo, voy a escoger dos series de televisión recientes donde es apreciable la influencia de la estética de la película de Jonathan Demme. Una es evidente, Hannibal (Bryan Fuller, 2013-2015), pues comparte la trama y es la revisitación de la película en la actualidad. La otra es True Detective (Nic Pizzolatto, 2014-2015), esa serie que viene a ser síntesis, reafirmación y renovación de todo el thriller estadounidense y que, como trataremos de analizar en este texto, también mantiene conexiones estéticas con El silencio de los corderos (1).
En el otoño de 1991 se estrenó El silencio de los corderos (el 6 de septiembre según la IMDB), y de inmediato de convirtió en una de las películas del año. Tuvo un éxito rotundo que recuerdo perfectamente. La crítica la calificó como una obra maestra del thriller y destacó, sobre todo, la relación entre Clarice y Hannibal, y la dirección de Jonathan Demme, capaz de dotar de una esmerada calidad a unas escenas inquietantes.
A día de hoy, y tras observar la carrera posterior de Jonathan Demme, esta afirmación resulta algo exagerada. No obstante, a nuestro favor tenemos el veredicto implacable del tiempo, y las cualidades que El silencio de los corderos mostró al público en 1991 aún se mantienen, por lo que, independientemente de la evolución de Jonathan Demme, su trabajo al frente de la película fue de una gran importancia (2).
Aun así, la anterior carrera de Jonathan Demme no tenía nada que ver con las formas genéricas del thriller, más bien era un director de comedias, aunque la crítica lo consideraba un buen director, como atestiguan las opiniones de Rodríguez Marchante y de Guarner, por ejemplo (3). Entonces, ante esta falta de consistencia en la obra filmográfica de Jonathan Demme, ¿cuál es el origen de su habilidad para transformar una trama detectivesca en una serie de imágenes de una tremenda fuerza visual?
No apreciamos que sean sólo la novela de Thomas Harris y sus personajes, en especial Hannibal, los únicos elementos que permitieron la elaboración formal de la película. Intuimos que se debe también a la labor de puesta en escena, no sólo en la planificación de los encuadres y en el montaje de las secuencias, sino también en el diseño de producción, con una exquisita elaboración de decorados, un acertado y más que mítico vestuario (en el caso de Hannibal es evidente) o en la utilización, en las escenas más inquietantes, de una fotografía sedosa y comatosa, que no llega al claro oscuro del cine negro, pero introduce una atmósfera realmente violenta y tensa.
Tanto el equipo de producción, como el de diseño de producción, montaje, así como el director de fotografía, habían colaborado en algunos de los trabajos anteriores de Jonathan Demme, como en Casada con todos (Married to the Mob, 1988) y Algo salvaje (Something Wild, 1986), y en Miami Blues (George Armitage, 1990). Esto corrobora el hecho de que Jonathan Demme y su equipo se conocían de trabajos anteriores, lo que demostraría que no es sólo la planificación lo que destaca de la película, sino la dirección de un equipo capaz de crear una plástica sólida en torno a la trama envenenada de la novela de Thomas Harris.
Así, El silencio de los corderos construyó una estética del mal basada en una sólida puesta en escena donde la oscuridad es parte del entorno y se materializa en espacios y personajes. No se trata de una maldad que existe fuera de nuestro espacio cotidiano, en un mundo espiritual asociado con lo infernal, como solía ser la tónica común a las películas terroríficas. Es un espacio vivido por cada persona y que se interioriza en su ser. De ahí que Clarice y Hannibal compartan una complicidad más que profesional, incluso fraternal o erótica, pues en ambos se encuentra la materia del bien y del mal. El silencio de los corderos convirtió la psicosis en un decorado fascinante.
Este decorado, esta puesta en escena, es la que ha permanecido a lo largo del cine y la televisión en las últimas dos décadas. La vemos aparecer en las tramas de True Detective, por ejemplo, donde los detectives Marty (Woody Harrelson) y Rust (Matthew McConaughey) han perdido toda inocencia asociada con un sentido leal hacia el bien. Al igual que Clarice Starling, el personaje de Rust Cohle arrastra un profundo dolor que, como Jodie Foster en El silencio de los corderos, hace que tenga ciertas alucinaciones, como el momento en el que Clarice cree asistir al funeral de su padre, por ejemplo.
Sin duda, El silencio de los corderos permitió un cierto refinamiento intelectual del mal, personificado para siempre en ese horrible y fascinante personaje que es Hannibal Lecter. No es mi intención analizar la figura, por otra parte transcendental, de este psicópata ni su importancia para el posterior desarrollo del cine negro. Otros trabajos de este dossier se ocupan mucho mejor que yo de esta figura ya mítica.
Pero si quiero resaltar que, a partir de El silencio de los corderos, la frontera entre el bien y el mal se volvió borrosa a causa de la psicología maquiavélica de Hannibal. En este sentido, los sucesivos asesinos y personajes perversos del cine han integrado en su caracterización los gestos, la voz y la forma de actuar de Hannibal, o de Anthony Hopkins, al fin y al cabo. Y no sólo en Hollywood.
Sin embargo, la gran virtud de Hannibal es estética. Demme supo dotar a la actuación de Hopkins de una elegancia extrema, convirtiendo el mal en algo atractivo. No estamos ante lo repulsivo, ninguna imagen de Hannibal contiene la malsana apariencia del horror, y nada en sus maneras y figura hace que apartemos la vista, como en los personajes terroríficos tradicionales. Al contrario, Hannibal es una persona que posee un magnetismo insuperable, basado en una puesta en escena que ha sido imitada en numerosas ocasiones: ropa blanca, higiene, lentitud de movimientos, laconismo al hablar, inteligencia en sus diálogos, recurso a citas de la alta cultura, coleccionismo de obras de arte, refinamiento musical y pictórico y mirada incisiva.
Ante esta estética, era necesario recurrir a una escenografía del asesinato de una verdadera exquisitez plástica. Es aquí donde El silencio de los corderos también ha significado una enorme sima desde la que configurar toda una estética de la maldad en la actualidad. La puesta en escena de los asesinatos en True Detective son deudores de esa plasticidad cavernosa y milenaria que se originó en la magnífica secuencia del asesinato del policía en El silencio de los corderos, cuando Hannibal lo cuelga de la celda al modo de una figura mística y épica, como una Victoria de Samotracia.
De la misma forma, True Detective convierte la escenificación de los asesinatos en una obra de arte plástica, confiriendo al descubrimiento de los cuerpos la misma repulsión y atracción que ocurría en El silencio de los corderos: quedamos aturdidos ante la extraña belleza de la muerte, ante el refinamiento de la maldad. Sin duda, en la serie Hannibal se hace aún más patente esta recreación artística, con una galería impresionante de asesinatos, cada cual más estético. Estamos ante una pinacoteca de la muerte, ensalzada como obra de arte y mostrada para ser contemplada, analizada e, incluso, admirada.
Toda esta estética ha convertido el cine negro en una especie de recreación de espacios del mal, por los que transitamos con la mirada confundida entre el rechazo y la atracción. Ante nuestra mirada observamos casas siniestras, llenas de objetos excéntricos: las polillas en la casa de Buffalo Bill o el amasijo de objetos y deshechos de la cabaña del último capítulo de True Detective. Ambas casas funcionan como vestíbulos de entrada hacia el mal. Pero antes, los detectives Clarice, Rust y Martin deben atravesar una gruta.
Este espacio transitorio es la materia de una de las secuencias culminantes y, a la vez, mejor planificadas de El silencio de los corderos. Nos referimos a ese final claustrofóbico en el que Clarice persigue a Buffalo Bill por todo su sótano, en un camino similar a un descenso a los infiernos de lo humano. Apoyada en una secuenciación donde el plano medio y el primer plano son los protagonistas, la acertada combinación de una lenta panorámica y el caminar nervioso de Clarice provocan una catarsis emocional sin precedentes. Se trata de la culminación del suspense y, a la vez, una secuencia modélica.
De hecho, el final de la primera temporada de True Detective se construye de una manera similar, casi exacta, lo que podríamos interpretar como una referencia o un homenaje a la magnífica secuencia de El silencio de los corderos. Si bien es verdad que en True Detective la cámara es más sinuosa, más fangosa, con un mayor movimiento, toda la planificación recurre a la misma estrategia compositiva que en la mencionada escena de Clarice. Ambas son una portentosa muestra de la grandeza estética de El silencio de los corderos, donde el mal y el bien conviven en los mismos espacios, otorgando a su estética de una magnética ambigüedad moral. El mal no es algo ajeno a nosotros, sino que ocupa el mismo espacio, esta entre nosotros.
En resumen, El silencio de los corderos significó la ritualización y el refinamiento del mal a través de la escenificación artística de los asesinatos, a la vez que supo mostrar la opresión y el caos del mal en unos espacios claustrofóbicos. La portentosa puesta en escena de los asesinatos y de las guaridas de los asesinos ha perdurado en el imaginario visual actual, impregnando la plasticidad de series como True Detective. Tras El silencio de los corderos, los senderos del mal no volvieron a ser los mismos.
Escribe Víctor Rivas
Notas
(1) Todas las referencias sobre True Detective corresponden a su primera temporada, emitida en 2014.
(2) Jonathan Demme fue el director de otra gran película, Philadelphia (1993), en la cual también mantuvo el vigor como narrador que mostró de manera impactante en El silencio de los corderos.
(3) Guarner, J. L. (08-09-1991). “Bailando con lobos”. La Vanguardia, p. 62.; y Rodríguez Marchante, E. (08-09-1991). “El silencio de los corderos, un disparo entre los ojos de cine perfecto”. ABC, p. 103.