En la confianza está el peligro
La cuarta película de Sir Alfred Hitchcock, Declive (Downhill, 1927, en su versión original, aunque se estrenó en Estados Unidos con el título de When boys leave home) está basada en unos sketches sobre la vida en una escuela, interpretados por Ivor Novello (el productor Michael Balcon ya aprovechó la popularidad del ídolo del público en El enemigo de las rubias), quien ya había interpretado la obra en teatro (junto a Constance Collier, quien aquí tan solo aparece en un breve cameo como bailarina de music hall), y gozaba de un estrellato casi sin precedentes (Rodolfo Valentino aparte) con exitosas cintas mudas como Ben Hur o El príncipe estudiante).
Isabel Jeans, otra famosa actriz más conocida por sus papeles en el teatro que en el cine, cumple funciones de coestrella y mala malísima, completando el elenco actoral nombres de reconocida trayectoria, como Bem Webster (La cadena invisble), Robin Irvine (Easy Virtue) o Ian Hunter (Las aventuras de Robin Hood).
Hitchcock y el guionista, Eliot Stannard, se encargan de reunir y armonizar los algo desequilibrados sketches. El resultado es interesante porque introduce uno de los temas principales que a partir de entonces funcionarían como leitmotiv en la futura obra del director inglés: la culpabilidad compartida por dos amigos. Así, esta circunstancia argumental la podremos hallar una y otra vez, como podemos comprobar desde The Maxman (1929) hasta la postrera La trama (Family Plot, 1976), pasando por Extraños en un tren (Strangers on a train, 1951) o Frenesí (Frenzy, 1972). Desde el principio se nos presenta la película de esta forma: «dos adolescentes se juran lealtad y uno de ellos pagará por seguir fiel al juramento».
En Declive, Novello interpreta a Roddy Berwick, un joven colegial (algo crecidito, eso sí, pues no en vano el actor cumplió treinta y cuatro años durante el rodaje del film) que es acusado del delito cometido por un compañero. A consecuencia de esa falsa acusación es expulsado del colegio y también de su casa, yendo a París donde se gasta el último dinero que le queda y comienza a trabajar como bailarín. Comienza entonces para él una vida de decadencia, hasta que logra recobrar el honor perdido.
Aunque es completamente inocente, descubre sus propias tendencias criminales en este viaje iniciático que se convierte en una suerte de educación moral (antes del final, que es bastante simplista). Roddy es, en cierto modo, el padre de todos los héroes de Hitchcock. Como ellos, aprende que el reconocimiento de su humanidad requiere la exploración y el descubrimiento del lado oculto de su personalidad.
Al igual que ocurriera en El jardín de la alegría y en El enemigo de las rubias, el cineasta británico dio rienda suelta a su gusto por el movimiento en picado de la cámara (la mejor técnica para visualizar el motivo de la caída). Vemos, por ejemplo, un plano subjetivo de Roddy (o sea, desde su punto de vista) bajando al ferrocarril metropolitano londinense («el transporte más rápido hacia cualquier lugar», como explica un subtítulo con más que intencionada ambigüedad).
Declive se resuelve como una severa crítica tanto de la aparente respetabilidad del mundo docente como de la canonización de las diferencias entre clases sociales, y Hitchcock se complace en recurrir al marco teatral («un mundo de ensueño», según los subtítulos), que representa el «mundo de las ilusiones perdidas» que Roddy descubre en el transcurso de un viaje interior mucho más exótico y significativo que sus visitas a París y Marsella.
Al ver que estaba lidiando con un melodrama, Hitch quería agregar escenas cómicas, pero el estudio las cortó de raíz. A decir verdad, Hitchcock hizo todo lo posible para que esta historia que chirriaba un poco funcionara con algunas imágenes creativas, como las de las secuencias de los sueños experimentales.
La calidad técnica de este film es sin duda muy superior a la de las demás películas inglesas realizadas ese mismo año: el empalme de los planos está perfectamente adecuado a los personajes y a los temas, hallamos una sutil secuencia onírica y un sorprendente plano secuencia filmado a lo largo de los muelles de Marsella. Incluso se podría llegar a decir, con un poco de mala uva, que algunos decorados resultan a la postre mucho más convincentes que ciertos actores cuyas caracterizaciones no pasan del mero arquetipo.
Lo cierto es que el mago del suspense no tuvo ni voz ni voto en lo que a escritura de guion y diálogos se refiere. El encargado de tal función fue Angus MacPhail, firmante de libretos tan esenciales como los de Al morir la noche, Recuerda o Falso culpable, títulos mucho más celebérrimos.
Su única contribución personal en esta película fueron pequeños trucos de realización. Por ejemplo, Hitch filma en primer plano a un hombre con ropa formal que resulta ser… un camarero de restaurante. Se trata de un recurso cinematográfico conocido como trompe l’oeil, una técnica artística que consiste en usar imágenes reales para crear ilusiones ópticas. Hitchcock esperaba que virtuosismos de este tipo llamaran la atención de los distintos productores para que éstos le propusieran proyectos más ambiciosos.
El film en el momento de su estreno supuso todo un acontecimiento que se vio reflejado en unos buenos números en taquilla, sobre todo si la comparamos con los pingües beneficios obtenidos por El jardín de la alegría, su película anterior.
Downhill dura 82 minutos y nunca llega a aburrir, aunque en su debe haya que apuntar la falta de suficientes subtítulos que a veces impide la comprensión de ciertas situaciones. Teniendo en cuenta el tiempo, el presupuesto y el contexto, luce mucho más inspirada que títulos como Asesinato (Murderer, 1930) o Juego sucio (The Skin Game, 1931).
Escribe Fran Nieto